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E. White - El Deber de la Confesión

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Mensaje  PREDICADOR Lun Mar 12, 2012 10:06 pm

E. White - El Deber de la Confesión
“Confesaos vuestras faltas unos a otros, y rogad los unos por los otros, para que seáis sanos; la oración del justo, obrando eficazmente, puede mucho” (Sant. 5:16). Si se obedeciesen esas palabras inspiradas, llevarían a los resultados que el apóstol Pedro expone: “Habiendo purificado vuestras almas en la obediencia a la verdad, por el Espíritu, en caridad hermanable sin fingimiento, amaos unos a otros en-trañablemente de corazón puro” (1 Pedro 1:22).
Todos son falibles, todos cometen errores y caen en el pecado; pero si aquel que obró mal está dis-puesto a ver sus errores, al ser puestos en evidencia por el Espíritu de Dios que trae convicción, y en humildad de corazón los confiesa a Dios y a los hermanos, entonces puede ser restaurado; entonces sanará la herida que el pecado ocasionó. Si se obrase de esa manera, existiría en la iglesia mucha más sencillez – como la que caracteriza a un niño – y más amor fraternal; los corazones latirían al unísono.
Los ministros de la palabra, así como otros que ocupan puestos de responsabilidad, y también el cuerpo de la iglesia, necesitan ese espíritu de humildad y contrición. El apóstol Pedro escribió a aquellos que trabajan en el evangelio: “Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, teniendo cuidado de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino de un ánimo pronto; y no como teniendo señorío sobre las heredades del Señor, sino siendo dechados de la grey. Y cuando apareciere el Príncipe de los pastores, vosotros recibiréis la corona incorruptible de gloria. Igualmente, mancebos, sed sujetos a los ancianos; y todos sumisos unos a otros, revestíos de humildad, porque Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes. Humilláos pues bajo la poderosa mano de Dios, para que Él os ensalce cuando fuere tiempo; echando toda vuestra solicitud en Él, porque Él tiene cuidado de vosotros” (1 Pedro 5:2-7).
El profeta Daniel se acercó mucho a Dios al buscarlo con confesión y humillación del alma. No procuró excusarse a sí mismo, ni a su pueblo, sino que reconoció la plena dimensión de su transgresión. Confesó, en beneficio de su pueblo, pecados de los que él no era personalmente culpable, e imploró la misericordia de Dios, a fin de que pudiese conducir a sus hermanos a ver sus pecados, y a que junto con él, humillasen sus corazones ante el Señor.
Pero ahora me estoy refiriendo a errores y equivocaciones actuales que a veces cometen aquellos que aman verdaderamente a Dios y la verdad. Entre aquellos que ocupan posiciones de responsabilidad, hay una falta de disposición a confesar, tras haber errado; y su negligencia está conduciendo al desastre, no solamente a ellos mismos, sino también a las iglesias. En todo lugar, nuestro pueblo está grandemente necesitado de humillar su corazón ante Dios y confesar sus pecados. Pero cuando se hace evidente que sus pastores, ancianos, u otros hombres en puestos de responsabilidad han adoptado posturas equivocadas, y sin embargo se excusan a sí mismos y no hacen confesión, los miembros de la iglesia demasiado a menudo siguen un curso idéntico. De esa forma se ponen en peligro muchas almas, y la presencia y el poder de Dios son expulsados de su pueblo.
El apóstol Pablo nos exhorta: “Por lo cual alzad las manos caídas y las rodillas paralizadas; y haced derechos pasos a vuestros pies, porque lo que es cojo no salga fuera del camino, antes sea sanado” (Heb. 12:12-13). ¡Cuán gran mal se ha hecho, al desoír negligentemente esta admonición! Supongamos que un hermano juzga incorrectamente a otro hermano. Habría podido tener oportunidad de comprobar si sus sospechas estaban bien fundadas; pero en lugar de esperar a proceder de tal forma, comparte con otros sus sospechas. Actuando así, suscita en ellos malos pensamientos, y el mal se difunde ampliamente. Mientras tanto, al supuesto culpable no se le informa del asunto; no hay una investigación, no se inquiere directamente de él, de forma que pueda tener la oportunidad, o bien de reconocer su falta, o bien de limpiarse de sospechas injustas. Se le ha hecho un grave mal, debido a que sus hermanos carecieron del valor moral para ir a él directamente y hablar francamente con él en el espíritu del amor cristiano. Todos aquellos que han sido negligentes en este deber, están en la obligación de confesar; y no dejará de hacerlo nadie que aprecie la importancia que tiene para él el responder a la oración de Cristo: “Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en Mi por la palabra de ellos. Para que todos sean una cosa; como Tú, oh Pare, en Mí, y Yo en Ti, que también ellos sean en nosotros una cosa: para que el mundo crea que Tú me enviaste. Y Yo, la gloria que Me diste les he dado; para que sean una cosa, como también nosotros somos una cosa. Yo en ellos, y Tú en Mí, para que sean consumadamente una cosa; que el mundo conozca que Tú me enviaste, y que los has amado, como también a Mí me has amado” (Juan 17:20-23).
¿Cómo podrá ser contestada esta oración por aquel que ha tratado incorrectamente a su hermano, y cuyo corazón no ha sido enternecido por la gracia de Cristo, de manera que haga confesión? ¿Cómo pueden sus hermanos, quienes conocen los hechos, conservar todavía una confianza inquebrantable en él, mientras no demuestra sentir convicción del Espíritu de Dios? Está infligiendo un mal a toda la iglesia, especialmente si ocupa un puesto de responsabilidad, ya que está animando a otros a que des-precien la palabra de Dios, manteniendo pecados sin confesar. Más de uno dirá en su corazón, si no de palabra: “Hay un pastor o anciano de la iglesia, no hace confesión de sus errores, y sin embargo continúa siendo un miembro honrado por la iglesia. Si él no confiesa, tampoco yo lo haré. Si él siente que es perfectamente seguro para sí no mostrar ninguna contrición, yo me arriesgaré a lo mismo”.
Ese razonamiento es totalmente erróneo, sin embargo, es común. La iglesia está leudada con el espíritu de la autojustificación, la disposición a no confesar nada, a no dar ninguna muestra de humildad. ¿Quién se atreverá a llevar la responsabilidad de este estado de cosas? ¿Quién ha apartado al cojo del camino?
Mis hermanos, si habéis colocado de ese modo una piedra de tropiezo en el camino de otros, vuestro primer deber es quitarla, haciendo justicia a vuestro hermano. Habéis pensado mal de él, habéis dicho cosas falsas, debido a que habéis dado oído a las habladurías; habéis obrado en la ceguera de mente, y ahora, si queréis curar la herida, confesad vuestro error, y mirad de poneros en completa ar-monía con vuestro hermano. Esa es la única forma de corregir vuestros errores. Confesad a vuestro hermano y ligadlo a vuestro corazón, de forma que podáis trabajar juntos en amor y unidad. Las reglas están claramente expuestas en la Palabra de Dios. Tanto si es usted un pastor, el presidente de la Asociación, director de Escuela Sabática, o si ha asumido posiciones importantes en cualquier ramo de la obra, no hay más que un solo curso de acción correcto.
Si ha juzgado incorrectamente a su hermano, si en el más mínimo grado ha debilitado su influencia de forma que el mensaje que Dios le ha encomendado dar haya sido contrarrestado o anulado, su pecado no ha afectado simplemente al individuo, sino que ha resistido al Espíritu de Dios; su actitud, sus palabras, han ido en contra de su Salvador.
Jesús dice, “en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeñitos, a Mí lo hicisteis” (Mat. 25:40). Cristo identifica Su interés con el de toda alma humana, sea ésta creyente o incrédula.
El Dios que repara en la caída de un gorrión, también percibe vuestro proceder y sentimientos; advierte vuestra envidia, vuestros prejuicios, vuestros intentos de justificar vuestro proceder frente a cualquier injusticia. Cuando juzgáis mal las palabras y los actos de otro, vuestros propios sentimientos están agitados, de modo que hacéis declaraciones incorrectas, y se sabe que estáis en desacuerdo con ese hermano, entonces inducís a otros, por su confianza en vosotros, a considerar a esa persona como vosotros lo hacéis; y muchos quedan contaminados por la raíz de amargura (Heb. 12:15) que aparece de ese modo. Cuando resulta evidente que vuestros sentimientos son incorrectos, ¿procuráis suprimir las impresiones erróneas con tanta diligencia como la que pusisteis al motivarlas? En todo eso ha sido contristado el Espíritu de Cristo. El Señor considera esas cosas como hechas contra Él mismo.
También Dios requiere que cuando hayáis cometido una injusticia, por pequeña que sea, confeséis vuestra falta, no sólo al que ofendisteis, sino a aquellos que por vuestra influencia fueron inducidos a considerar a vuestro hermano en forma equivocada, y a anular la obra que Dios le encomendó. Si el orgullo y la terquedad cierran vuestros labios, vuestro pecado permanecerá contra vosotros en el registro celestial. Por el arrepentimiento y la confesión podéis lograr que el perdón se anote junto a vuestro nombre; o podéis resistir la convicción del Espíritu de Dios, y durante el resto de vuestra vida obrar de tal manera que parezca que vuestros sentimientos errados y vuestras conclusiones injustas no podían evitarse. Pero ahí están las acciones, los actos pecaminosos, la ruina de aquellos en cuyos corazones plantasteis las raíces de amargura; ahí están los sentimientos y palabras envidiosos, las suposiciones mal intencionadas, que se transformaron en celos y prejuicios. Todo eso testifica contra vosotros. El Señor declara, “tengo contra ti que has dejado tu primer amor. Recuerda por tanto de dónde has caído, y arrepiéntete, y haz las primeras obras; pues si no, vendré presto a ti, y quitaré tu candelero de su lugar, si no te hubieres arrepentido” (Apoc. 2:5).
El asunto no es si usted ve las cosas como su hermano, en puntos controvertidos, sino ¿qué espíritu ha caracterizado sus acciones? ¿Tiene usted una experiencia en el auto-examen minucioso, en humillar su corazón ante Dios? ¿Ha convertido en una práctica de su vida el confesar sus errores a Dios y a sus hermanos? Todos están sujetos a error; por lo tanto, la Palabra de Dios nos dice claramente cómo corregir y sanar esos errores. Nadie puede decir que nunca comete errores, que jamás pecó; lo que es importante es cuál es su disposición para con esos errores. El apóstol Pablo cometió graves errores, creyendo que estaba sirviendo a Dios; pero cuando el Espíritu del Señor expuso ante él el asunto en su verdadera luz, confesó su incorrecto curso de acción, y luego reconoció la gran misericordia de Dios al perdonarle su transgresión. Usted también puede haber obrado mal, pensando que estaba perfectamente en lo correcto; pero cuando el tiempo pone de manifiesto su error, es su obligación humillar el corazón, y confesar su pecado. Caiga sobre la Roca y sea quebrantado; entonces Jesús podrá darle un nuevo co-razón, un espíritu nuevo.
Estas palabras de David son la oración de un alma arrepentida: “Ten piedad de mí, oh Dios, con-forme a Tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones. Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado. Porque yo reconozco mis rebeliones; y mi pecado está siempre delante de mí... Esconde Tu rostro de mis pecados, y borra todas mis maldades. Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio y renueva un espíritu recto dentro de mí. No me eches de delante de Ti; y no quites de mí tu santo espíritu. Vuélveme el gozo de Tu salud; y el espíritu libre me sustente. Enseñaré a los prevaricadores tus caminos; y los pecadores se convertirán a Ti. Líbrame de homicidios, oh Dios, Dios de mi salud; cantará mi lengua Tu justicia. Señor, abre mis labios; y publicará mi boca Tu alabanza. Porque no quieres Tu sacrificio, que yo daría; no quieres holocausto. Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciarás Tu, oh Dios” (Sal. 51:1-17).
Sea cual sea el carácter de su pecado, confiéselo. Si es solamente contra Dios, confiéselo a Él solamente. Si ha dañado u ofendido a otros, confiéselo también a ellos, y la bendición del Señor descansará sobre usted. De esa forma usted muere al yo, y Cristo es formado en el interior. Podrá así establecerse en la confianza de sus hermanos, y ser una ayuda y bendición para ellos.
Cuando, bajo las tentaciones de Satanás, los hombres caen en el error, y sus palabras y comportamiento no son semejantes a los de Cristo, pueden no darse cuenta de su condición, debido a que el pecado es engañoso, y tiende a amortecer las percepciones morales. Pero mediante el examen de sí, el estudio de las Escrituras y la oración humilde – asistidos por el Espíritu Santo – serán capacitados para ver su error. Si confiesan entonces sus pecados y se alejan de ellos, el tentador no les parecerá un ángel de luz, sino el engañador, el acusador de aquellos a quienes Dios desea usar para Su gloria. Los que aceptan el reproche y la corrección como viniendo de Dios, y son así capacitados para ver y corregir sus errores, aprenden preciosas lecciones, aunque sea de sus propias equivocaciones. Su aparente derrota se transforma en victoria. Se sostienen confiando, no en su propia fuerza, sino en la fuerza de Dios. Tienen fervor, celo y afecto, unidos a la humildad, y regidos por los preceptos de la Palabra de Dios. De esa manera rinden fruto apacible de justicia. El Señor les puede enseñar Su voluntad, y ellos conocerán de la doctrina, si viene de Dios (Juan 7:17). Andarán seguros, sin tropezar, en la senda iluminada por la luz celestial.
Todos nuestros obreros deben manifestar un espíritu de mansedumbre, de contrición. Dios re-quiere que quienes ministran en palabra y doctrina le sirvan con todos los poderes del cuerpo y la mente. Nuestra consagración a Dios debe ser sin reservas, nuestro amor ardiente, nuestra fe sin vacilaciones. Entonces, las expresiones de los labios testificarán del intelecto reavivado y de la profunda constricción del Espíritu de Dios en el alma.


Última edición por PREDICADOR el Sáb Mar 24, 2012 9:04 pm, editado 1 vez
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Mensaje  PREDICADOR Lun Mar 12, 2012 10:07 pm

Los hombres en las más altas posiciones necesitan comprender que son tan dependientes de Dios como lo es el más humilde de sus hermanos. Cuanta más luz tengan, y mejor su conocimiento de la verdad, tanto mayor es su responsabilidad. Si están vestidos de la justicia de Cristo, tendrán un concepto humilde de sí mismos. En la adoración a Dios, y en la confesión del pecado, serán como la menor de sus criaturas, al tiempo que tomarán posición y sentarán ejemplo en todo lo que es puro y noble. Serán despreciados por muchos a causa de su piedad, humildad y rectitud. Serán objeto del escarnio y murmuración de aquellos que hacen profesión de piedad, sin estar conectados con Dios. Pero serán honrados por el cielo, y por los hombres cuyos corazones no se han endurecido por el rechazo de la luz.
Hermanos, veo vuestro peligro, y os pregunto de nuevo, ¿hacéis vosotros, los que erráis, algún es-fuerzo por corregir el mal? Hay almas que pueden estar tropezando, andando en tinieblas, debido a que no habéis hecho derechos los pasos de vuestros pies. Si ocupa usted un puesto de confianza, le dirijo mi más ferviente llamado, por el bien de su alma y por el de quienes lo miran como un guía, arrepiéntase ante Dios por cada error cometido, y confiese su error.
Si es indulgente en mantener su corazón en la obstinación, y debido al orgullo y la justicia propia deja de confesar sus faltas, será abandonado a las tentaciones de Satanás. Si cuando el Señor revela sus errores, no se arrepiente o hace confesión, su providencia lo llevará al mismo terreno una y otra vez. Se le permitirá cometer errores de la misma naturaleza, continuará faltándole la sabiduría, llamará pecado a la justicia, y justicia al pecado. La multitud de engaños que prevalecerán en estos últimos días le rodearán, usted cambiará de dirigentes, y no se dará cuenta de lo que ha hecho.
Le pregunto a usted que maneja asuntos sagrados, pregunto a los miembros individuales de la iglesia, ¿ha confesado sus pecados? Si no es así, empiece ahora; su alma está en gran peligro. Si muere con sus errores encubiertos, inconfesos, muere en sus pecados. Las mansiones que Jesús ha ido a preparar para todos aquellos que le aman serán pobladas por aquellos que están libres de pecado. Pero los pecados que no se han confesado, no serán jamás perdonados; el nombre de quien rechaza así la gracia de Dios será borrado del libro de la vida. Está a las puertas el tiempo de que toda cosa secreta sea traída a juicio, y entonces se oirán muchas confesiones que sorprenderán al mundo. Los secretos de todos los corazones serán revelados. La confesión del pecado será manifiesta de la forma más pública. Lo triste del caso es que entonces será demasiado tarde para que la confesión pueda beneficiar al malhechor, ni para librar a otros de su engaño. Simplemente testificará de que su condenación es justa. Nada ganó con su orgullo, suficiencia propia y obcecación, ya que su propia vida fue amargada, arruinó su propio carácter de forma que dejó de ser un candidato apropiado para el cielo, y mediante su in-fluencia, condujo a otros a la ruina.
Ante vuestros amigos, podéis ahora representar vuestro curso de acción como algo que os hace recomendables. Ante quien no conoce los rasgos objetables de vuestro carácter, os puede resultar fácil esgrimir excusas plausibles para vuestra indecisión, vuestra falta de voluntad para confesar vuestros pecados. Pero, ¿de qué valdrán esas excusas ante Aquel que juzga con justicia? ¿Presentaréis el mismo razonamiento ante el tribunal de Dios, cuando los ojos del Señor se fijen en vosotros, ante la contem-plación de los ángeles? Así es como todo hombre deberá dar cuenta de su vida. ¿Os parece, pues, que vais a ganar algo siendo deshonestos con vosotros mismos, presentando ante otros excusas que de nin-guna forma podréis sostener ante Dios?
El Señor lee cada secreto del corazón. Él conoce todas las cosas. Podéis ahora cerrar el libro de vuestros recuerdos, a fin de escapar a la confesión de vuestros pecados; pero cuando se establezca el juicio, y los libros sean abiertos, no los podréis cerrar. El ángel registrador ha testificado de lo que es cierto. Todo aquello que tratasteis de ocultar y olvidar quedó registrado, y os será leído cuando sea de-masiado tarde para corregir los errores. Entonces os embargará la desesperación. Es terrible la idea de que muchos estén jugando con los intereses eternos, cerrando el corazón hacia todo curso de acción que implique la confesión.
Vosotros que habéis errado, que habéis torcido la senda de vuestros pies de forma que otros que os miran como ejemplo han sido desviados del camino, ¿no tenéis ninguna confesión que hacer? Vosotros que habéis sembrado dudas e incredulidad en los corazones de otros, ¿no tenéis nada que decir a Dios o a vuestros hermanos? Revisad vuestra vida en los años pasados, vosotros que no habéis formado el hábito de confesar vuestros pecados. Considerad vuestras palabras, vuestra actitud, vosotros cuya influencia ha contrarrestado el mensaje del Espíritu de Dios, vosotros que habéis despreciado al mensaje y al mensajero. Tras ver el fruto llevado por el mensaje, ¿qué tenéis que decir? Pesad vuestro espíritu, vuestras acciones, en la balanza de la justicia eterna, la ley de Dios: “Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón... y amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mat. 22:37-39). A menos que vuestros pecados sean revocados, testificarán contra vosotros en ese día en el que toda obra será llevada ante Dios.
La confesión romperá el terreno yermo del corazón; expulsará vuestro orgullo y autocomplacencia. Mientras continuéis siendo negligentes en esa obra, no os sorprenda que el Espíritu Santo no haya enternecido vuestro corazón ni os haya conducido a toda la verdad. Dios no habría podido bendeciros, aprobando vuestro pecado y confirmándoos así en la incredulidad. Os habéis estado engañando a voso-tros mismos y a los demás, y el Espíritu Santo, mediante su obra o testimonio, nunca hará a Dios men-tiroso.
¡Poned fin de una vez a vuestros subterfugios y reparos capciosos! No digáis con una sonrisa, “No se espera que nadie sea perfecto”; que no pretendéis estar inspirados. Esa es una máscara lamentable. ¿Para qué sirve el Espíritu Santo, si solamente os enseña lo que está de acuerdo con vuestro juicio finito? En Su providencia, Dios ha acompañado su Palabra escrita con testimonios de advertencia, para conduciros a las verdades de Su Palabra. Se ha apiadado de la ignorancia del hombre, del alma orgullosa y rebelde, y ha traído auxilio para llevaros de la incredulidad a la fe, si así lo permitís. Dios os ha amado demasiado como para dejaros con vuestros sentimientos; os ha dado advertencias y reproches con el fin de salvaros. Pero os habéis tomado a la ligera las advertencias y súplicas, y habéis rehusado prestarles atención.
¿Buscaréis al Señor en esta semana de oración? ¿Humillaréis vuestro corazón ante Dios, confesaréis vuestros pecados, hallando así gracia y perdón? Os intimo, “Buscad a Jehová mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que está cercano. Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos; y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro el cual será amplio en perdonar” (Isa. 55:6-7). Mirad con fe al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo (Juan 1:29).
No es todavía demasiado tarde para que los errores sean corregidos. Cristo os invita a venir a Él y a tomar gratuitamente del agua de vida. Que ningún hombre os engañe con la sofistería que excusa el pecado. Decid a todo aquel que se tome a la ligera las advertencias y reproches del Espíritu de Dios, que de ninguna forma os atreveréis vosotros a hacer eso mismo por más tiempo; que, si bien los ojos de vuestro entendimiento fueron cegados, y fuisteis extraviados, habiendo llegado a tomar decisiones equivocadas, no seréis ya cegados ni extraviados por más tiempo. Salid de la cueva, permaneced con Dios en el monte, y oíd lo que el Señor tiene que deciros. Tened fe inquebrantable en Dios, y no de-pendáis del yo.
“Bienaventurado aquel cuyas iniquidades son perdonadas, y borrados sus pecados. Bienaventurado el hombre a quien no imputa Jehová la iniquidad, y en cuyo espíritu no hay superchería... Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Confesaré, dije, contra mí mis rebeliones a Jehová; y Tú perdonaste la maldad de mi pecado” (Sal. 32:1-5).
“Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado: al corazón contrito y humillado no despre-ciarás Tú, oh Dios” (Sal. 51:17).
“Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad y cuyo nombre es el Santo: Yo habi-to en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados” (Isa. 57:15).

Y a todos los que buscan con verdadero arrepentimiento, Dios da la seguridad. “Yo deshice como a nube tus rebeliones, y como a niebla tus pecados: tórnate a Mí, porque Yo te redimí” (Isa. 44:22). Esas promesas están llenas de consuelo, esperanza y paz”.
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