Watchman Nee - Los creyentes espirituales y el alma
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Watchman Nee - Los creyentes espirituales y el alma
Watchman Nee - Los creyentes espirituales y el alma
La división de espíritu y alma.-
La división de espíritu y alma.-
Nuestra prolongada discusión sobre la diferencia entre espíritu y alma y sus respectivas operaciones ha servido para llevarnos al punto presente. El elemento que debe temer el creyente que se esfuerza en su contacto con Dios, es la actividad establecida por Dios. El alma ha estado en ascendiente durante tan largo tiempo, que en la cuestión de la consagración incluso se atreve a emprender por su cuenta la tarea de realizar este acto a la satisfacción de Dios. Muchos cristianos no llegan a darse cuenta de la forma radical en que la cruz ha de obrar para que en último término su poder natural para vivir le sea negado.
No conocen la realidad del Espíritu Santo que reviste, ni que su autoridad debe extenderse, hasta poner bajo su control los pensamientos, deseos y sentimientos de todo el ser. A menos que se den cuenta inte-riormente de esto, el Espíritu Santo es incapaz de realizar todo lo que desea hacer. La mayor tentación para un santo sincero y celoso es emprender con su propia fuerza el servicio de Dios en vez de esperar humildemente que el Espíritu Santo decida y ejecute.
La llamada de la cruz del Señor Jesús es para que aborrezcamos nuestra vida natural, que busquemos la oportunidad de perderla, no de guardarla. Nuestro Señor quiere que nos sacrifiquemos al yo y lo entre-guemos totalmente a la obra de su Espíritu. Si hemos de experimentar de modo directo su nueva vida en el poder y guía del Espíritu Santo, hemos de estar dispuestos a presentar a la muerte cada opinión, labor y pensamiento de la vida del alma. El Señor, de modo adicional, hace referencia a la cuestión de nuestro aborrecer o amar nuestra vida del yo. El alma se ama invariablemente a sí misma. A menos que de la misma profundidad de nuestro corazón aborrezcamos nuestra vida natural, no podremos andar de modo genuino por el Espíritu Santo. ¿No nos damos cuenta de que la condición básica para el andar espiritual es el que temamos a nuestro yo y su sabiduría y confiemos de modo absoluto en el Espíritu?
Esta guerra entre el alma y el espíritu se hace de modo secreto, pero interminable, en el interior de los hijos de Dios. El alma procura retener su autoridad y obrar independientemente, en tanto que el espíritu se esfuerza por poseer y dominarlo todo para el mantenimiento de la voluntad de Dios. Antes que el espíritu haya conseguido su ascendencia, el alma ha procurado llevar la dirección en todos los aspectos. Si un creyente permite al yo que sea el amo en tanto que espera que el Espíritu Santo le ayude o le ben-diga en su obra, indudablemente va a fallar en producir fruto espiritual. Los cristianos no pueden espe-rar andar y obrar agrandando a Dios si no han aplastado su vida del alma mediante una persistente ne-gación de su autoridad y la han puesto incondicionalmente en el polvo. A menos que todo poder, impa-ciencia y actividad de la vida natural sea uno tras otro y con toda intención entregado a la cruz y se mantenga una vigilia incesante, esta vida va a aprovechar toda oportunidad para revivir. La razón de tantas derrotas en el reino espiritual es que este sector del alma no ha sido tratado de modo radical. Si la vida del alma no es despojada por medio de la muerte, sino que se le permite mezclarse con el espíritu, los creyentes van a seguir en derrota. Si nuestro andar no expresa de modo exclusivo el poder de Dios, pronto será vencido por la sabiduría y opinión del hombre.
Nuestra vida natural es un obstáculo formidable a la vida espiritual. Nunca satisfecho con Dios sola-mente, de modo invariable añade algo extra a Dios. De ahí que nunca esté en paz. Antes que sea tocado el yo, los hijos de Dios viven bajo estímulos y sensaciones muy mudables. Es por esto que exhiben una existencia en vaivén, en altibajos. Debido a que permiten que sus energías anímicas se mezclen con las experiencias espirituales su modo de andar es muy inestable. En consecuencia, no están calificados para guiar a otros. El poder del alma, al que no han renunciado, continuamente los desvía de permitir que el espíritu sea central. En el alborozo de la emoción anímica, el espíritu sufre grandes pérdidas en la li-bertad y la sensación. El gozo y la pena pueden poner en peligro el dominio propio del creyente y dejar a la consciencia del yo sin freno, por su cuenta. La mente, si está en actividad excesiva, puede afectar y perturbar la quietud del espíritu. Es bueno admirar el conocimiento espiritual, pero si excede los límites espirituales, el resultado será meramente letra, no espíritu. Esto explica por qué muchos obreros, aunque predican la verdad más excelente, son tan fríos y muertos. Muchos santos que buscan un modo de andar espiritual comparten una experiencia común: una experiencia de gemidos porque su alma y espíritu no son una sola cosa. El pensamiento, la voluntad y la emoción de su alma con frecuencia se rebelan contra el espíritu, rehusando ser dirigidos por el espíritu y recurren a acciones independientes que contradicen al espíritu. La vida de su espíritu ha de acabar sufriendo en una situación así.
Ahora bien, dada una condición como ésta en el creyente, la enseñanza de Hebreos 4:12 adquiere un significado especial. Porque el Espíritu Santo nos enseña allí a dividir el espíritu y el alma experimen-talmente. La división de estos dos no es una mera doctrina; es de modo preeminente una vida, una ne-cesidad para el andar del creyente. Pero ¿cuál es su significado esencial?
Significa, en primer lugar, que, por medio de su Palabra y por medio de su Espíritu que nos reviste, Dios capacita al cristiano para diferenciar en experiencia las operaciones y expresiones del espíritu como distintas de las del alma. Así puede percibir lo que es del espíritu y lo que es del alma.
La división de estos dos elementos denota adicionalmente que a través de la cooperación voluntaria del hijo de Dios podemos seguir un camino espiritual puro no impedido por el alma. El Espíritu Santo pre-senta en Hebreos 4 el ministerio de Sumo Sacerdote del Señor Jesús y también explica su relación con nosotros. El versículo 12 declara que «la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda es-pada de dos filos; y penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las coyunturas y de los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón». Y el versículo 13 sigue informándonos que «no hay cosa creada que esté oculta de su vista; antes bien todas las cosas están desnudas y descubier-tas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta». Estos versículos, pues, nos dicen hasta qué punto el Señor Jesús cumple su obra como Sumo Sacerdote con respecto a nuestro espíritu y alma. El Espíritu Santo compara al creyente a un sacrificio sobre el altar.
Durante el período del Antiguo Testamento, cuando la gente presentaba una ofrenda, ataban este su sa-crificio al altar. El sacerdote venía luego y la mataba con un cuchillo afilado, partiéndola en dos y sepa-rando hasta la división de las coyunturas y de los tuétanos, poniendo así a la vista todo lo que antes había estado escondido de la vista humana. Después era quemada con fuego como una ofrenda a Dios. El Espíritu Santo usa este acto para ilustrar la obra del Señor Jesús hacia los creyentes y la experiencia de los creyentes en el Señor. Tal como el sacrificio antiguo era cortado en dos por el cuchillo de modo que las coyunturas y los tuétanos queden expuestos y separados, también el creyente hoy ve su alma y su espíritu separados por la Palabra de Dios, como ocurrió con nuestro Sumo Sacerdote el Señor Jesús. Esto es para que el alma no pueda afectar al espíritu y el espíritu no deba estar bajo la autoridad del al-ma; más bien cada uno hallará su lugar de descanso, sin que haya confusión o mezcla.
Como al principio la Palabra de Dios había operado sobre la creación, separando la luz de las tinieblas, así también ahora obra dentro de nosotros como la espada del Espíritu, penetrando hasta la separación del espíritu y el alma. De ahí que la más noble habitación de Dios —nuestro espíritu— esté totalmente separado de los deseos bajos de nuestras almas. Por lo tanto, venimos a apreciar en qué forma nuestro espíritu es el lugar en que reside Dios y el Espíritu Santo, y que nuestra alma, con toda su energía, hará verdaderamente la voluntad de Dios, según es revelada al espíritu humano por el Espíritu Santo. No puede haber lugar, pues, para ninguna acción independiente.
Como el sacerdote antiguo dividía en dos el sacrificio, así también nuestro Sumo Sacerdote hoy divide nuestra alma y espíritu. Como el cuchillo sacerdotal era tan agudo que el sacrificio quedaba partido en dos, penetrando hasta la separación de las coyunturas y los tuétanos, así también la Palabra de Dios, que el Señor Jesús usa corrientemente, es más viva que una espada de dos filos, y es capaz de partir limpiamente el espíritu y el alma más íntimamente relacionados.
No conocen la realidad del Espíritu Santo que reviste, ni que su autoridad debe extenderse, hasta poner bajo su control los pensamientos, deseos y sentimientos de todo el ser. A menos que se den cuenta inte-riormente de esto, el Espíritu Santo es incapaz de realizar todo lo que desea hacer. La mayor tentación para un santo sincero y celoso es emprender con su propia fuerza el servicio de Dios en vez de esperar humildemente que el Espíritu Santo decida y ejecute.
La llamada de la cruz del Señor Jesús es para que aborrezcamos nuestra vida natural, que busquemos la oportunidad de perderla, no de guardarla. Nuestro Señor quiere que nos sacrifiquemos al yo y lo entre-guemos totalmente a la obra de su Espíritu. Si hemos de experimentar de modo directo su nueva vida en el poder y guía del Espíritu Santo, hemos de estar dispuestos a presentar a la muerte cada opinión, labor y pensamiento de la vida del alma. El Señor, de modo adicional, hace referencia a la cuestión de nuestro aborrecer o amar nuestra vida del yo. El alma se ama invariablemente a sí misma. A menos que de la misma profundidad de nuestro corazón aborrezcamos nuestra vida natural, no podremos andar de modo genuino por el Espíritu Santo. ¿No nos damos cuenta de que la condición básica para el andar espiritual es el que temamos a nuestro yo y su sabiduría y confiemos de modo absoluto en el Espíritu?
Esta guerra entre el alma y el espíritu se hace de modo secreto, pero interminable, en el interior de los hijos de Dios. El alma procura retener su autoridad y obrar independientemente, en tanto que el espíritu se esfuerza por poseer y dominarlo todo para el mantenimiento de la voluntad de Dios. Antes que el espíritu haya conseguido su ascendencia, el alma ha procurado llevar la dirección en todos los aspectos. Si un creyente permite al yo que sea el amo en tanto que espera que el Espíritu Santo le ayude o le ben-diga en su obra, indudablemente va a fallar en producir fruto espiritual. Los cristianos no pueden espe-rar andar y obrar agrandando a Dios si no han aplastado su vida del alma mediante una persistente ne-gación de su autoridad y la han puesto incondicionalmente en el polvo. A menos que todo poder, impa-ciencia y actividad de la vida natural sea uno tras otro y con toda intención entregado a la cruz y se mantenga una vigilia incesante, esta vida va a aprovechar toda oportunidad para revivir. La razón de tantas derrotas en el reino espiritual es que este sector del alma no ha sido tratado de modo radical. Si la vida del alma no es despojada por medio de la muerte, sino que se le permite mezclarse con el espíritu, los creyentes van a seguir en derrota. Si nuestro andar no expresa de modo exclusivo el poder de Dios, pronto será vencido por la sabiduría y opinión del hombre.
Nuestra vida natural es un obstáculo formidable a la vida espiritual. Nunca satisfecho con Dios sola-mente, de modo invariable añade algo extra a Dios. De ahí que nunca esté en paz. Antes que sea tocado el yo, los hijos de Dios viven bajo estímulos y sensaciones muy mudables. Es por esto que exhiben una existencia en vaivén, en altibajos. Debido a que permiten que sus energías anímicas se mezclen con las experiencias espirituales su modo de andar es muy inestable. En consecuencia, no están calificados para guiar a otros. El poder del alma, al que no han renunciado, continuamente los desvía de permitir que el espíritu sea central. En el alborozo de la emoción anímica, el espíritu sufre grandes pérdidas en la li-bertad y la sensación. El gozo y la pena pueden poner en peligro el dominio propio del creyente y dejar a la consciencia del yo sin freno, por su cuenta. La mente, si está en actividad excesiva, puede afectar y perturbar la quietud del espíritu. Es bueno admirar el conocimiento espiritual, pero si excede los límites espirituales, el resultado será meramente letra, no espíritu. Esto explica por qué muchos obreros, aunque predican la verdad más excelente, son tan fríos y muertos. Muchos santos que buscan un modo de andar espiritual comparten una experiencia común: una experiencia de gemidos porque su alma y espíritu no son una sola cosa. El pensamiento, la voluntad y la emoción de su alma con frecuencia se rebelan contra el espíritu, rehusando ser dirigidos por el espíritu y recurren a acciones independientes que contradicen al espíritu. La vida de su espíritu ha de acabar sufriendo en una situación así.
Ahora bien, dada una condición como ésta en el creyente, la enseñanza de Hebreos 4:12 adquiere un significado especial. Porque el Espíritu Santo nos enseña allí a dividir el espíritu y el alma experimen-talmente. La división de estos dos no es una mera doctrina; es de modo preeminente una vida, una ne-cesidad para el andar del creyente. Pero ¿cuál es su significado esencial?
Significa, en primer lugar, que, por medio de su Palabra y por medio de su Espíritu que nos reviste, Dios capacita al cristiano para diferenciar en experiencia las operaciones y expresiones del espíritu como distintas de las del alma. Así puede percibir lo que es del espíritu y lo que es del alma.
La división de estos dos elementos denota adicionalmente que a través de la cooperación voluntaria del hijo de Dios podemos seguir un camino espiritual puro no impedido por el alma. El Espíritu Santo pre-senta en Hebreos 4 el ministerio de Sumo Sacerdote del Señor Jesús y también explica su relación con nosotros. El versículo 12 declara que «la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda es-pada de dos filos; y penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las coyunturas y de los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón». Y el versículo 13 sigue informándonos que «no hay cosa creada que esté oculta de su vista; antes bien todas las cosas están desnudas y descubier-tas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta». Estos versículos, pues, nos dicen hasta qué punto el Señor Jesús cumple su obra como Sumo Sacerdote con respecto a nuestro espíritu y alma. El Espíritu Santo compara al creyente a un sacrificio sobre el altar.
Durante el período del Antiguo Testamento, cuando la gente presentaba una ofrenda, ataban este su sa-crificio al altar. El sacerdote venía luego y la mataba con un cuchillo afilado, partiéndola en dos y sepa-rando hasta la división de las coyunturas y de los tuétanos, poniendo así a la vista todo lo que antes había estado escondido de la vista humana. Después era quemada con fuego como una ofrenda a Dios. El Espíritu Santo usa este acto para ilustrar la obra del Señor Jesús hacia los creyentes y la experiencia de los creyentes en el Señor. Tal como el sacrificio antiguo era cortado en dos por el cuchillo de modo que las coyunturas y los tuétanos queden expuestos y separados, también el creyente hoy ve su alma y su espíritu separados por la Palabra de Dios, como ocurrió con nuestro Sumo Sacerdote el Señor Jesús. Esto es para que el alma no pueda afectar al espíritu y el espíritu no deba estar bajo la autoridad del al-ma; más bien cada uno hallará su lugar de descanso, sin que haya confusión o mezcla.
Como al principio la Palabra de Dios había operado sobre la creación, separando la luz de las tinieblas, así también ahora obra dentro de nosotros como la espada del Espíritu, penetrando hasta la separación del espíritu y el alma. De ahí que la más noble habitación de Dios —nuestro espíritu— esté totalmente separado de los deseos bajos de nuestras almas. Por lo tanto, venimos a apreciar en qué forma nuestro espíritu es el lugar en que reside Dios y el Espíritu Santo, y que nuestra alma, con toda su energía, hará verdaderamente la voluntad de Dios, según es revelada al espíritu humano por el Espíritu Santo. No puede haber lugar, pues, para ninguna acción independiente.
Como el sacerdote antiguo dividía en dos el sacrificio, así también nuestro Sumo Sacerdote hoy divide nuestra alma y espíritu. Como el cuchillo sacerdotal era tan agudo que el sacrificio quedaba partido en dos, penetrando hasta la separación de las coyunturas y los tuétanos, así también la Palabra de Dios, que el Señor Jesús usa corrientemente, es más viva que una espada de dos filos, y es capaz de partir limpiamente el espíritu y el alma más íntimamente relacionados.
Re: Watchman Nee - Los creyentes espirituales y el alma
La Palabra de Dios es «viva» porque tiene poder vivo; «activa», porque sabe cómo trabajar; «más aguda que una espada de dos filos», puesto que puede penetrar hasta el alma: alcanza a lo más íntimo del espíritu. La Palabra de Dios guía a su pueblo a un reino más profundo que el de la mera sensación: los lleva al reino del espíritu eterno. Los que quieren ser establecidos en Dios deben conocer el significado de esta penetración en el espíritu. Sólo el Espíritu Santo puede enseñarnos lo que es la vida del alma y lo que es la vida del espíritu. Sólo después de haber aprendido a diferenciar en la experiencia estas dos clases de vida y llegar a captar sus valores respectivos somos librados de un modo de andar superficial, suelto y espiritual. Sólo entonces llegamos al descanso. La vida del alma nunca puede proporcionarnos descanso. Pero notemos que esto tiene que ser conocido por la experiencia; el simple comprender en la mente nos hará meramente más anímicos.
Tenemos que prestar atención especial a este penetrar y dividir. La Palabra de Dios penetra dentro del alma así como dentro del espíritu a fin de efectuar la división de los dos. Las manos y los pies del Señor Jesús y su costado fueron atravesados en su crucifixión. ¿Estamos dispuestos a dejar que la cruz obre en nuestra alma y nuestro espíritu? Una espada penetró el alma de María (Luc. 2:35). Aunque su «Hijo» fue dado por Dios, se requería que ella se desprendiera de Él y renunciara a toda su autoridad y exigencias sobre Él. Y aun cuando su alma anhelaba adherirse tenazmente a Él, María tuvo que negar su afecto natural.
El separar el alma y el espíritu no sólo significa separación sino también el abrir bien la misma alma. Como el espíritu está envuelto por el alma, no puede ser alcanzado por la Palabra de vida, excepto a través de una envoltura rajada. La Palabra de la cruz se hunde y se abre paso a través del alma, de modo que la vida de Dios puede alcanzar al espíritu dentro y liberarlo de la servidumbre de su cáscara anímica. Habiendo recibido la marca de la cruz, el alma ahora puede asumir su posición propia de suje-ción al espíritu. Pero si el alma falla en pasar a ser la «avenida» al espíritu, entonces el primero, sin duda, pasará a ser su cadena. Estos dos nunca están de acuerdo en nada. Antes que el espíritu consiga su lugar correcto de preeminencia es desafiado de modo persistente por el alma. En tanto que el espíritu se esfuerza por ganar sabiduría y dominio, el fuerte poder del alma ejerce su fuerza máxima para suprimir al espíritu. Sólo después que la cruz ha hecho su obra sobre la vida anímica es liberado el espíritu. Si seguimos ignorando el daño que esta discordia entre el espíritu y el alma puede causar, o seguimos mal dispuestos para abandonar el placer de un modo de andar por los sentidos, raramente haremos algún progreso espiritual. En tanto que el sitio puesto por el alma al espíritu no es levantado, el espíritu no puede ser liberado.
Al estudiar cuidadosamente la enseñanza de este fragmento de la Escritura, podemos llegar a la conclu-sión de que el dividir el espíritu y el alma depende de dos factores: la cruz y la Palabra de Dios. Antes que el sacerdote pueda usar su cuchillo la víctima ha de ser colocada sobre el altar. El altar en el Anti-guo Testamento habla de la cruz en el Nuevo Testamento. Los creyentes no pueden esperar que su Su-mo Sacerdote empuñe la espada aguda de Dios, su Palabra, que penetra hasta la separación del alma y del espíritu, a menos que primero estén dispuestos a acudir a la cruz y aceptar su muerte. El estar echado sobre el altar precede siempre la penetración de la espada. De ahí que todo el que desee experimentar la partición del alma y el espíritu debe contestar la llamada del Señor al Calvario y presentarse sin reservas ante el altar, confiando que el Sumo Sacerdote opere con su espada aguda para dividir su espíritu de su alma. El que nosotros estemos colocados sobre el altar es nuestra ofrenda voluntaria agradable a Dios; el usar la espada para dividir es la obra del sacerdote. Debemos cumplir nuestra parte con toda fidelidad y encomendar el resto a nuestro Sumo Sacerdote misericordioso y fiel. Y en el momento apropiado Él nos guiará a su completa experiencia espiritual.
Tenemos que seguir las pisadas de nuestro Señor. Cuando estaba muriendo,"Jesús derramó su alma hasta la muerte (Isa. 53:12), pero entregó su espíritu a Dios (Luc. 23:46). Nosotros hemos de hacer lo que Él hizo antes. Si verdaderamente derramamos la vida del alma y entregamos nuestro espíritu a Dios, también conoceremos el poder de la resurrección y gozaremos de un camino espiritual perfecto en la gloria de la resurrección.
Tenemos que prestar atención especial a este penetrar y dividir. La Palabra de Dios penetra dentro del alma así como dentro del espíritu a fin de efectuar la división de los dos. Las manos y los pies del Señor Jesús y su costado fueron atravesados en su crucifixión. ¿Estamos dispuestos a dejar que la cruz obre en nuestra alma y nuestro espíritu? Una espada penetró el alma de María (Luc. 2:35). Aunque su «Hijo» fue dado por Dios, se requería que ella se desprendiera de Él y renunciara a toda su autoridad y exigencias sobre Él. Y aun cuando su alma anhelaba adherirse tenazmente a Él, María tuvo que negar su afecto natural.
El separar el alma y el espíritu no sólo significa separación sino también el abrir bien la misma alma. Como el espíritu está envuelto por el alma, no puede ser alcanzado por la Palabra de vida, excepto a través de una envoltura rajada. La Palabra de la cruz se hunde y se abre paso a través del alma, de modo que la vida de Dios puede alcanzar al espíritu dentro y liberarlo de la servidumbre de su cáscara anímica. Habiendo recibido la marca de la cruz, el alma ahora puede asumir su posición propia de suje-ción al espíritu. Pero si el alma falla en pasar a ser la «avenida» al espíritu, entonces el primero, sin duda, pasará a ser su cadena. Estos dos nunca están de acuerdo en nada. Antes que el espíritu consiga su lugar correcto de preeminencia es desafiado de modo persistente por el alma. En tanto que el espíritu se esfuerza por ganar sabiduría y dominio, el fuerte poder del alma ejerce su fuerza máxima para suprimir al espíritu. Sólo después que la cruz ha hecho su obra sobre la vida anímica es liberado el espíritu. Si seguimos ignorando el daño que esta discordia entre el espíritu y el alma puede causar, o seguimos mal dispuestos para abandonar el placer de un modo de andar por los sentidos, raramente haremos algún progreso espiritual. En tanto que el sitio puesto por el alma al espíritu no es levantado, el espíritu no puede ser liberado.
Al estudiar cuidadosamente la enseñanza de este fragmento de la Escritura, podemos llegar a la conclu-sión de que el dividir el espíritu y el alma depende de dos factores: la cruz y la Palabra de Dios. Antes que el sacerdote pueda usar su cuchillo la víctima ha de ser colocada sobre el altar. El altar en el Anti-guo Testamento habla de la cruz en el Nuevo Testamento. Los creyentes no pueden esperar que su Su-mo Sacerdote empuñe la espada aguda de Dios, su Palabra, que penetra hasta la separación del alma y del espíritu, a menos que primero estén dispuestos a acudir a la cruz y aceptar su muerte. El estar echado sobre el altar precede siempre la penetración de la espada. De ahí que todo el que desee experimentar la partición del alma y el espíritu debe contestar la llamada del Señor al Calvario y presentarse sin reservas ante el altar, confiando que el Sumo Sacerdote opere con su espada aguda para dividir su espíritu de su alma. El que nosotros estemos colocados sobre el altar es nuestra ofrenda voluntaria agradable a Dios; el usar la espada para dividir es la obra del sacerdote. Debemos cumplir nuestra parte con toda fidelidad y encomendar el resto a nuestro Sumo Sacerdote misericordioso y fiel. Y en el momento apropiado Él nos guiará a su completa experiencia espiritual.
Tenemos que seguir las pisadas de nuestro Señor. Cuando estaba muriendo,"Jesús derramó su alma hasta la muerte (Isa. 53:12), pero entregó su espíritu a Dios (Luc. 23:46). Nosotros hemos de hacer lo que Él hizo antes. Si verdaderamente derramamos la vida del alma y entregamos nuestro espíritu a Dios, también conoceremos el poder de la resurrección y gozaremos de un camino espiritual perfecto en la gloria de la resurrección.
Re: Watchman Nee - Los creyentes espirituales y el alma
La práctica.-
Acabamos de ver en qué forma opera el Sumo Sacerdote si aceptamos la cruz. Consideremos ahora el lado práctico; esto es, cómo llegamos a la experiencia de que el Señor Jesús divide nuestra alma y espí-ritu.
1) Conocer la necesidad de que se nos divida el alma y el espíritu. Sin este conocimiento no se hará la petición. Los cristianos deben hacer la petición al Señor para que les muestre lo aborrecible de una vida en que se mezclen el espíritu y el alma, y también la realidad de un andar más profundo en Dios que es totalmente espíritu e ininterrumpido por el alma. Deben entender que una vida mixta es una vida de frustración.
2) Pedir la separación del alma y el espíritu. Después de conocer tiene que haber un deseo genuinamente sincero en el corazón, una petición de que esta mezcla de alma y espíritu sea separada. Precisamente la cuestión depende de la voluntad humana. Si los creyentes prefieren gozar de lo que ellos consideran la mejor vida y no desean que su alma y su espíritu sean divididos, Dios va a respetar sus derechos per-sonales y no les forzará esta experiencia.
3) Ceder de modo específico. Si los creyentes de modo definido desean la experiencia de que su alma y espíritu sean separados, deben consignarse ellos mismos al altar de la cruz en una forma específica. Tienen que estar dispuestos a aceptar totalmente todas las consecuencias de la operación de la cruz y ser conformados a la muerte del Señor. Antes que encuentren la separación del alma y del espíritu los creyentes deben doblar su voluntad de modo continuo e incesante hacia Dios y escoger de modo activo el que se haga esta separación. Y cuando el Sumo Sacerdote realiza esta división en ellos la actitud de su corazón debe ser que Él no ha de detener su mano.
4) Permanecer en Romanos 6:11. Los hijos de Dios tienen que velar para que al buscar la experiencia de la separación del alma y el espíritu no caigan de nuevo en el pecado. Recordar que esta separación está basada en que hayan muerto al pecado. De ahí que deban mantener diariamente la actitud de Romanos 6:11, considerándose muertos al pecado verdaderamente. Además, deben basarse en Romanos 6:12 y no permitir al pecado que reine en sus cuerpos mortales. Esta actitud va a privar a su vida natural de toda oportunidad de pecar por medio del cuerpo.
5) Orar y estudiar la Biblia. Los cristianos deben escudriñar la Biblia con oración y meditación. Deben dejar que la Palabra de Dios penetre profundamente en sus almas a fin de permitir que su vida natural sea purificada. Si realmente hacen lo que Dios dice, su vida del alma no podrá continuar su libre activi-dad. Este es el significado de 1 Pedro 1:22: «Habiendo purificado vuestras almas con vuestra obedien-cia a la verdad».
6) Llevar diariamente la cruz. Debido a que el Señor desea separar nuestro espíritu y alma, Él dispone cruces en nuestros asuntos diarios para que las llevemos. El tomar la cruz diariamente y el negarse a uno mismo en todo momento, el no hacer provisión para la carne ni aun un solo instante, y el que el
Espíritu nos muestre constantemente cuáles son las actividades del alma en nuestras vidas: esto es vida espiritual. Mediante la obediencia fiel seremos llevados al encuentro de la división del alma y el espíritu de modo que podamos tener la experiencia de un andar puro espiritual.
7) Vivir en conformidad con el espíritu. Ésta es una condición no sólo para nuestra preservación sino también para una clara separación entre el espíritu y el alma. Hemos de procurar andar por el espíritu en todos los aspectos, distinguiendo lo que es del espíritu y lo que es del alma, y haciendo la resolución, también, de seguir lo primero y rechazar lo segundo.
Aprender a reconocer la obra del espíritu y seguirla. Éstas son las condiciones que por nuestra parte hemos de cumplir. El Espíritu Santo requiere nuestra cooperación. El Señor no podrá hacer su parte a menos que nosotros hagamos la nuestra. Pero si nosotros cumplimos nuestra responsabilidad, nuestro Sumo Sacerdote va a separar nuestro espíritu de nuestra alma con la espada aguda de su Espíritu en el poder de su cruz. Todo lo que pertenece a la emoción, la sensación, la mente y la energía natural será separado, una cosa tras otra, del espíritu a fin de no dejar rastro de fusión. El estar sobre el altar es lo que hemos de hacer nosotros, pero el dividir el alma del espíritu con el cuchillo aguzado es lo que hace el Sumo Sacerdote. Si nos encomendamos verdaderamente a la cruz de nuestro Sumo Sacerdote, Él no fallará en ejecutar su ministerio separando nuestro espíritu y alma. No tenemos por qué preocuparnos de su parte. Al ver que nosotros hemos cumplido los requisitos para poder obrar, Él va a separar más tarde nuestro espíritu y nuestra alma en el momento apropiado.
Los que se han dado cuenta del peligro de una mezcla de estos dos órganos no pueden por menos que buscar liberación.
Aunque la ruta a la liberación está abierta, sin embargo no deja de presentar sus dificultades. Los cre-yentes han de perseverar en la oración para que puedan ver su propio estado lamentable y entender el revestimiento, obra y exigencias del Espíritu Santo. Deben conocer el misterio y realidad del Espíritu Santo que mora en ellos. Que honren su santa presencia y que no le contristen; que sepan que, aparte del pecado, lo que le contrista más, así como lo que les perjudica más profundamente a ellos es el andar y obrar en conformidad con su propia vida. El pecado primero y original del hombre fue buscar lo que era bueno, sabio e intelectual según su propia idea. Los hijos de Dios hoy hacen con frecuencia la misma equivocación. Deberían comprender que como han creído en el Señor y tienen el Espíritu Santo que les reviste, sería necesario dar al Espíritu autoridad completa sobre sus almas. ¿Pensamos que, como hemos orado y pedido al Espíritu Santo que revele su mentalidad y obre en nosotros, todo será hecho en conformidad a nuestros deseos? Esta suposición no es correcta; porque a menos que entreguemos a la muerte de modo específico y cada día nuestra vida natural, junto con su poder, sabiduría, vyo y sen-sación, y a menos que igualmente deseemos sinceramente en nuestra mente y voluntad obedecer y con-fiar en el Espíritu Santo, no veremos que Él realice de veras la obra.
El pueblo del Señor debería entender que es la Palabra de Dios la que parte el alma y el espíritu. El Se-ñor Jesús es Él mismo el Verbo o Palabra de Dios, de modo que Él mismo efectúa la división. ¿Estamos dispuestos a permitir que su vida y obra consumada separen nuestra alma y espíritu? ¿Estamos dispuestos a que su vida llene de tal modo nuestro espíritu que la vida del alma quede inmovilizada? La Biblia es la Palabra escrita de Dios. El Señor Jesús usa la enseñanza de la Biblia para separar nuestra alma del espíritu. ¿Estamos dispuestos a seguir esta verdad? ¿Estamos dispuestos a hacer lo que ense-ñan las Escrituras sin introducir nuestra opinión? ¿Consideramos la autoridad de la Biblia suficiente sin buscar ayuda humana en nuestra obediencia? Hemos de obedecer al Señor y todo lo que Él nos enseña en su Palabra si queremos entrar en un camino verdaderamente espiritual. Ésta es la espada que opera en la separación de nuestra alma y espíritu.
Acabamos de ver en qué forma opera el Sumo Sacerdote si aceptamos la cruz. Consideremos ahora el lado práctico; esto es, cómo llegamos a la experiencia de que el Señor Jesús divide nuestra alma y espí-ritu.
1) Conocer la necesidad de que se nos divida el alma y el espíritu. Sin este conocimiento no se hará la petición. Los cristianos deben hacer la petición al Señor para que les muestre lo aborrecible de una vida en que se mezclen el espíritu y el alma, y también la realidad de un andar más profundo en Dios que es totalmente espíritu e ininterrumpido por el alma. Deben entender que una vida mixta es una vida de frustración.
2) Pedir la separación del alma y el espíritu. Después de conocer tiene que haber un deseo genuinamente sincero en el corazón, una petición de que esta mezcla de alma y espíritu sea separada. Precisamente la cuestión depende de la voluntad humana. Si los creyentes prefieren gozar de lo que ellos consideran la mejor vida y no desean que su alma y su espíritu sean divididos, Dios va a respetar sus derechos per-sonales y no les forzará esta experiencia.
3) Ceder de modo específico. Si los creyentes de modo definido desean la experiencia de que su alma y espíritu sean separados, deben consignarse ellos mismos al altar de la cruz en una forma específica. Tienen que estar dispuestos a aceptar totalmente todas las consecuencias de la operación de la cruz y ser conformados a la muerte del Señor. Antes que encuentren la separación del alma y del espíritu los creyentes deben doblar su voluntad de modo continuo e incesante hacia Dios y escoger de modo activo el que se haga esta separación. Y cuando el Sumo Sacerdote realiza esta división en ellos la actitud de su corazón debe ser que Él no ha de detener su mano.
4) Permanecer en Romanos 6:11. Los hijos de Dios tienen que velar para que al buscar la experiencia de la separación del alma y el espíritu no caigan de nuevo en el pecado. Recordar que esta separación está basada en que hayan muerto al pecado. De ahí que deban mantener diariamente la actitud de Romanos 6:11, considerándose muertos al pecado verdaderamente. Además, deben basarse en Romanos 6:12 y no permitir al pecado que reine en sus cuerpos mortales. Esta actitud va a privar a su vida natural de toda oportunidad de pecar por medio del cuerpo.
5) Orar y estudiar la Biblia. Los cristianos deben escudriñar la Biblia con oración y meditación. Deben dejar que la Palabra de Dios penetre profundamente en sus almas a fin de permitir que su vida natural sea purificada. Si realmente hacen lo que Dios dice, su vida del alma no podrá continuar su libre activi-dad. Este es el significado de 1 Pedro 1:22: «Habiendo purificado vuestras almas con vuestra obedien-cia a la verdad».
6) Llevar diariamente la cruz. Debido a que el Señor desea separar nuestro espíritu y alma, Él dispone cruces en nuestros asuntos diarios para que las llevemos. El tomar la cruz diariamente y el negarse a uno mismo en todo momento, el no hacer provisión para la carne ni aun un solo instante, y el que el
Espíritu nos muestre constantemente cuáles son las actividades del alma en nuestras vidas: esto es vida espiritual. Mediante la obediencia fiel seremos llevados al encuentro de la división del alma y el espíritu de modo que podamos tener la experiencia de un andar puro espiritual.
7) Vivir en conformidad con el espíritu. Ésta es una condición no sólo para nuestra preservación sino también para una clara separación entre el espíritu y el alma. Hemos de procurar andar por el espíritu en todos los aspectos, distinguiendo lo que es del espíritu y lo que es del alma, y haciendo la resolución, también, de seguir lo primero y rechazar lo segundo.
Aprender a reconocer la obra del espíritu y seguirla. Éstas son las condiciones que por nuestra parte hemos de cumplir. El Espíritu Santo requiere nuestra cooperación. El Señor no podrá hacer su parte a menos que nosotros hagamos la nuestra. Pero si nosotros cumplimos nuestra responsabilidad, nuestro Sumo Sacerdote va a separar nuestro espíritu de nuestra alma con la espada aguda de su Espíritu en el poder de su cruz. Todo lo que pertenece a la emoción, la sensación, la mente y la energía natural será separado, una cosa tras otra, del espíritu a fin de no dejar rastro de fusión. El estar sobre el altar es lo que hemos de hacer nosotros, pero el dividir el alma del espíritu con el cuchillo aguzado es lo que hace el Sumo Sacerdote. Si nos encomendamos verdaderamente a la cruz de nuestro Sumo Sacerdote, Él no fallará en ejecutar su ministerio separando nuestro espíritu y alma. No tenemos por qué preocuparnos de su parte. Al ver que nosotros hemos cumplido los requisitos para poder obrar, Él va a separar más tarde nuestro espíritu y nuestra alma en el momento apropiado.
Los que se han dado cuenta del peligro de una mezcla de estos dos órganos no pueden por menos que buscar liberación.
Aunque la ruta a la liberación está abierta, sin embargo no deja de presentar sus dificultades. Los cre-yentes han de perseverar en la oración para que puedan ver su propio estado lamentable y entender el revestimiento, obra y exigencias del Espíritu Santo. Deben conocer el misterio y realidad del Espíritu Santo que mora en ellos. Que honren su santa presencia y que no le contristen; que sepan que, aparte del pecado, lo que le contrista más, así como lo que les perjudica más profundamente a ellos es el andar y obrar en conformidad con su propia vida. El pecado primero y original del hombre fue buscar lo que era bueno, sabio e intelectual según su propia idea. Los hijos de Dios hoy hacen con frecuencia la misma equivocación. Deberían comprender que como han creído en el Señor y tienen el Espíritu Santo que les reviste, sería necesario dar al Espíritu autoridad completa sobre sus almas. ¿Pensamos que, como hemos orado y pedido al Espíritu Santo que revele su mentalidad y obre en nosotros, todo será hecho en conformidad a nuestros deseos? Esta suposición no es correcta; porque a menos que entreguemos a la muerte de modo específico y cada día nuestra vida natural, junto con su poder, sabiduría, vyo y sen-sación, y a menos que igualmente deseemos sinceramente en nuestra mente y voluntad obedecer y con-fiar en el Espíritu Santo, no veremos que Él realice de veras la obra.
El pueblo del Señor debería entender que es la Palabra de Dios la que parte el alma y el espíritu. El Se-ñor Jesús es Él mismo el Verbo o Palabra de Dios, de modo que Él mismo efectúa la división. ¿Estamos dispuestos a permitir que su vida y obra consumada separen nuestra alma y espíritu? ¿Estamos dispuestos a que su vida llene de tal modo nuestro espíritu que la vida del alma quede inmovilizada? La Biblia es la Palabra escrita de Dios. El Señor Jesús usa la enseñanza de la Biblia para separar nuestra alma del espíritu. ¿Estamos dispuestos a seguir esta verdad? ¿Estamos dispuestos a hacer lo que ense-ñan las Escrituras sin introducir nuestra opinión? ¿Consideramos la autoridad de la Biblia suficiente sin buscar ayuda humana en nuestra obediencia? Hemos de obedecer al Señor y todo lo que Él nos enseña en su Palabra si queremos entrar en un camino verdaderamente espiritual. Ésta es la espada que opera en la separación de nuestra alma y espíritu.
Re: Watchman Nee - Los creyentes espirituales y el alma
El alma bajo el control del espíritu.-
En los comienzos de este volumen hicimos una comparación de todo nuestro ser —espíritu, alma y cuerpo— con el antiguo templo judío, la habitación de Dios. Dios moraba en el Lugar Santísimo. Un velo separaba el Lugar Santísimo del Lugar Santo. Este velo parecía encerrar la gloria y presencia de Dios dentro del Lugar Santísimo, excluyéndola del Lugar Santo. Los hombres de aquellos tiempos, pues, sólo podían conocer las cosas situadas fuera del velo en el Lugar Santo. Aparte de la fe, en su vi-da externa, no podían captar la presencia de Dios.
Este velo, sin embargo, sólo existía temporalmente. En el momento designado, cuando la carne de nuestro Señor Jesús (que es la realidad del velo, Heb. 10:20) fue crucificada en la cruz, el velo fue ras-gado de arriba abajo. Lo que separaba el Lugar Santísimo del Lugar Santo fue eliminado. El intento de Dios no era de residir permanentemente solo en el Lugar Santísimo. Muy al contrario. Deseaba extender su presencia al Lugar Santo también. Estaba meramente esperando que la cruz completara su obra, porque fue sólo la cruz la que rasgó el velo y permitió que la gloria de Dios brillara fuera del Lugar Santísimo.
Hoy Dios quiere que los suyos gocen una experiencia como la del templo en su espíritu y alma: siempre y cuando se permita a la cruz que perfeccione su obra en ellos. Cuando los creyentes obedecen de buena gana al Santo Espíritu, la comunión entre lo Santo y lo Santísimo se va profundizando día tras día, hasta que experimentan un gran cambio. Es la cruz la que efectúa el desgarro del velo; esto es, la cruz funciona de tal forma en la vida del creyente que éste tiene una experiencia como la del velo rasgado entre su espíritu y su alma. Su vida natural renuncia a su independencia y espera la vida del espíritu para recibir dirección y aprovisionamiento.
El velo fue rasgado en dos, «de arriba abajo» (Mar. 15:38). Esto ha de ser obra de Dios, no del hombre. Cuando la obra de la cruz ha terminado, Dios rasga el velo. Esto no puede ser realizado ni por medio de nuestra labor, ni por nuestra fuerza, ni por nuestros ruegos. El momento en que la cruz ha cumplido su tarea es el momento en que se rasga el velo. Por tanto, renovemos nuestra consagración y ofrezcámonos nosotros mismos a Dios sin reservas. Estemos dispuestos a que nuestra vida, del alma sea entregada a morir a fin de que el Señor que mora en el Lugar Santísimo pueda terminar su obra. Si Él observa que la cruz ha realizado su obra completa en nosotros, el Señor, indudablemente, integrará lo Santísimo y lo Santo dentro de nosotros, del mismo modo que en siglos pasados rasgó el velo con su poder para que su Santo Espíritu pudiera fluir de su glorioso cuerpo.
Así la gloria, al abrigo del Altísimo, abrumará nuestra vida cotidiana de los sentidos. Todo nuestro an-dar y nuestro quehacer en el Lugar Santo serán santificados en la gloria del Santísimo. Tal como lo es nuestro espíritu, así también nuestra alma será revestida y regulada por el Espíritu Santo de Dios.
Nuestra mente, emoción y voluntad serán llenas de Él. Lo que hemos mantenido por la fe en el espíritu, ahora lo conocemos y experimentamos también en el alma, sin faltar nada y sin haber perdido nada. ¡Qué vida bienaventurada es ésta! «Y la gloria de Jehová llenó la casa. Y no podían entrar los sacerdo-tes en la casa de Jehová, porque la gloria de Jehová había llenado la casa de Jehová» (2 Crón. 7:1-2). Por hermosas que hayan sido nuestras actividades en el servicio sacerdotal en el Lugar Santo, todas ce-sarán a la gloriosa luz de Dios. A partir de entonces su gloria lo regirá todo.
Esto nos lleva al otro aspecto, igualmente significativo, del dividir el espíritu y el alma. Por lo que a la influencia del alma y control del espíritu se refiere, la obra de la cruz es el efectuar la división de los dos; pero por lo que se refiere al lleno del espíritu y su régimen, la cruz obra hacia la entrega de la in-dependencia del alma, de modo que pueda haber una reconciliación completa con el espíritu. Los cre-yentes deberían buscar la experiencia de la unidad del espíritu y el alma. Si permitiéramos a la cruz y al Espíritu Santo que operaran completamente en nosotros, descubriríamos que aquello a lo que el alma ha renunciado es apenas una fracción de lo que gana en último lugar: lo muerto ha dado ahora su fruto, lo perdido es ahora guardado para vida eterna. Cuando nuestra alma es puesta bajo las riendas del espíritu sufre un cambio inmenso. Antes parecía ser inútil y perdida para Dios, porque se empleaba para el yo y con frecuencia se movía independientemente; después Dios gana nuestra alma, aunque al hombre puede haberle parecido que era aplastada. Pasamos a ser como «los que tienen fe y guardan sus almas» (Heb. 10:39). Esto es mucho más profundo que lo que comúnmente llamamos con el término «salvado», porque señala especialmente a la vida. Como hemos aprendido a no andar por la sensación y la vista, ahora podemos guardar nuestra vida por la fe para servir y glorificar a Dios. «Recibid con mansedumbre la palabra implantada, la cual puede salvar vuestras almas» (Stgo. 1:21).
Cuando la Palabra de Dios es implantada recibimos su nueva naturaleza en nosotros y de este modo somos capacitados para llevar fruto. Conseguimos la vida del Verbo por la Palabra de vida. Aunque los órganos del alma permanecen todavía, estos órganos ya no funcionan por medio de su poder; más bien operan por el poder de la Palabra de Dios. Ésta es «la salvación de vuestras almas» (1 Pedro 1:9).
En los comienzos de este volumen hicimos una comparación de todo nuestro ser —espíritu, alma y cuerpo— con el antiguo templo judío, la habitación de Dios. Dios moraba en el Lugar Santísimo. Un velo separaba el Lugar Santísimo del Lugar Santo. Este velo parecía encerrar la gloria y presencia de Dios dentro del Lugar Santísimo, excluyéndola del Lugar Santo. Los hombres de aquellos tiempos, pues, sólo podían conocer las cosas situadas fuera del velo en el Lugar Santo. Aparte de la fe, en su vi-da externa, no podían captar la presencia de Dios.
Este velo, sin embargo, sólo existía temporalmente. En el momento designado, cuando la carne de nuestro Señor Jesús (que es la realidad del velo, Heb. 10:20) fue crucificada en la cruz, el velo fue ras-gado de arriba abajo. Lo que separaba el Lugar Santísimo del Lugar Santo fue eliminado. El intento de Dios no era de residir permanentemente solo en el Lugar Santísimo. Muy al contrario. Deseaba extender su presencia al Lugar Santo también. Estaba meramente esperando que la cruz completara su obra, porque fue sólo la cruz la que rasgó el velo y permitió que la gloria de Dios brillara fuera del Lugar Santísimo.
Hoy Dios quiere que los suyos gocen una experiencia como la del templo en su espíritu y alma: siempre y cuando se permita a la cruz que perfeccione su obra en ellos. Cuando los creyentes obedecen de buena gana al Santo Espíritu, la comunión entre lo Santo y lo Santísimo se va profundizando día tras día, hasta que experimentan un gran cambio. Es la cruz la que efectúa el desgarro del velo; esto es, la cruz funciona de tal forma en la vida del creyente que éste tiene una experiencia como la del velo rasgado entre su espíritu y su alma. Su vida natural renuncia a su independencia y espera la vida del espíritu para recibir dirección y aprovisionamiento.
El velo fue rasgado en dos, «de arriba abajo» (Mar. 15:38). Esto ha de ser obra de Dios, no del hombre. Cuando la obra de la cruz ha terminado, Dios rasga el velo. Esto no puede ser realizado ni por medio de nuestra labor, ni por nuestra fuerza, ni por nuestros ruegos. El momento en que la cruz ha cumplido su tarea es el momento en que se rasga el velo. Por tanto, renovemos nuestra consagración y ofrezcámonos nosotros mismos a Dios sin reservas. Estemos dispuestos a que nuestra vida, del alma sea entregada a morir a fin de que el Señor que mora en el Lugar Santísimo pueda terminar su obra. Si Él observa que la cruz ha realizado su obra completa en nosotros, el Señor, indudablemente, integrará lo Santísimo y lo Santo dentro de nosotros, del mismo modo que en siglos pasados rasgó el velo con su poder para que su Santo Espíritu pudiera fluir de su glorioso cuerpo.
Así la gloria, al abrigo del Altísimo, abrumará nuestra vida cotidiana de los sentidos. Todo nuestro an-dar y nuestro quehacer en el Lugar Santo serán santificados en la gloria del Santísimo. Tal como lo es nuestro espíritu, así también nuestra alma será revestida y regulada por el Espíritu Santo de Dios.
Nuestra mente, emoción y voluntad serán llenas de Él. Lo que hemos mantenido por la fe en el espíritu, ahora lo conocemos y experimentamos también en el alma, sin faltar nada y sin haber perdido nada. ¡Qué vida bienaventurada es ésta! «Y la gloria de Jehová llenó la casa. Y no podían entrar los sacerdo-tes en la casa de Jehová, porque la gloria de Jehová había llenado la casa de Jehová» (2 Crón. 7:1-2). Por hermosas que hayan sido nuestras actividades en el servicio sacerdotal en el Lugar Santo, todas ce-sarán a la gloriosa luz de Dios. A partir de entonces su gloria lo regirá todo.
Esto nos lleva al otro aspecto, igualmente significativo, del dividir el espíritu y el alma. Por lo que a la influencia del alma y control del espíritu se refiere, la obra de la cruz es el efectuar la división de los dos; pero por lo que se refiere al lleno del espíritu y su régimen, la cruz obra hacia la entrega de la in-dependencia del alma, de modo que pueda haber una reconciliación completa con el espíritu. Los cre-yentes deberían buscar la experiencia de la unidad del espíritu y el alma. Si permitiéramos a la cruz y al Espíritu Santo que operaran completamente en nosotros, descubriríamos que aquello a lo que el alma ha renunciado es apenas una fracción de lo que gana en último lugar: lo muerto ha dado ahora su fruto, lo perdido es ahora guardado para vida eterna. Cuando nuestra alma es puesta bajo las riendas del espíritu sufre un cambio inmenso. Antes parecía ser inútil y perdida para Dios, porque se empleaba para el yo y con frecuencia se movía independientemente; después Dios gana nuestra alma, aunque al hombre puede haberle parecido que era aplastada. Pasamos a ser como «los que tienen fe y guardan sus almas» (Heb. 10:39). Esto es mucho más profundo que lo que comúnmente llamamos con el término «salvado», porque señala especialmente a la vida. Como hemos aprendido a no andar por la sensación y la vista, ahora podemos guardar nuestra vida por la fe para servir y glorificar a Dios. «Recibid con mansedumbre la palabra implantada, la cual puede salvar vuestras almas» (Stgo. 1:21).
Cuando la Palabra de Dios es implantada recibimos su nueva naturaleza en nosotros y de este modo somos capacitados para llevar fruto. Conseguimos la vida del Verbo por la Palabra de vida. Aunque los órganos del alma permanecen todavía, estos órganos ya no funcionan por medio de su poder; más bien operan por el poder de la Palabra de Dios. Ésta es «la salvación de vuestras almas» (1 Pedro 1:9).
Re: Watchman Nee - Los creyentes espirituales y el alma
Los nervios humanos son muy sensibles y son activados fácilmente por medio de estímulos exteriores. Las palabras, las formas, los ambientes y los sentimientos nos afectan en gran manera. Nuestra mente se ocupa en muchos pensamientos, planes y fantasías que son un mundo de confusión. Nuestra voluntad es activada para que haga ejecutar muchos actos según deleites diversos. Ninguno de los órganos de nuestra alma puede traernos paz. De modo singular o colectivo, perturban, confunden, alborotan. Pero cuando nuestra alma está en la mano del espíritu podemos ser librados de todos estos disturbios. El
Señor Jesús nos implora: «Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí; porque yo soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas» (Mat. 11:29). Si nos inclinamos favora-blemente a ceder al Señor, a tomar nuestro yugo y a seguirle, nuestra alma no será estimulada desorde-nadamente. Si aprendemos de Él, viendo que cuando era despreciado por los hombres continuaba haciendo la voluntad de Dios y no la propia, nuestra alma recobrará la tranquilidad. La razón de nues-tros sentimientos lastimados se halla en el hecho de que nos resistimos a que se nos trate como a nuestro Señor y nos repugna someternos a la voluntad y mandato de Dios. Si entregáramos nuestras energías naturales a la muerte y capituláramos enteramente ante el Señor, nuestra alma, aunque tan sensible en sus nervios, descansaría en el Señor y no la entendería mal.
El alma que se pone bajo la autoridad del Espíritu Santo es un alma en reposo. Antes estaba haciendo planes ajetreada, hoy está en calma confiando en el Señor. Antes estaba acongojada por toda clase de afanes, hoy es como un niño reposando en el regazo de su madre. Antes albergábamos innumerables pensamientos y ambiciones, hoy consideramos que la voluntad de Dios es lo mejor y descansamos en Él. Al obedecer al Señor totalmente, nos gozamos en el corazón plenamente. Con la consagración com-pleta viene la paz perfecta. «Como siervos de Cristo, haciendo de corazón la voluntad de Dios» (Efe. 6:6). No confiamos en el alma para que ejecute la voluntad de Dios, sino que ejecutamos su voluntad desde el alma, esto es, con todo nuestro corazón. El alma que antes se rebelaba contra el deseo de Dios ahora está perfectamente entregada a Él por medio de la operación de la cruz. Lo que antes ejecutaba su propia voluntad, o trataba de hacer la voluntad de Dios según sus propias ideas, ahora es una en el co-razón con Dios en todas las cosas.
Un alma bajo el gobierno del Espíritu Santo nunca se preocupa de sí misma. «No os acongojéis sobre vuestra vida (alma en el original)» (Mat. 6:25). Ahora buscamos primero el reino de Dios y su justicia porque creemos que Dios suplirá nuestras necesidades diarias. Una vez tocados por la cruz por medio del Espíritu Santo, el alma ya no puede acongojarse a causa de sí misma. Aunque el ser consciente de sí misma es la primera expresión del alma, los creyentes, en realidad, podríamos decir que se pierden a sí mismos en Dios; de ahí que pueden confiar en Dios por completo. Toda obra del alma, incluyendo el amor a uno mismo, el egocentrismo, el orgullo personal, ha sido eliminada de modo tan completo que los creyentes ya no son personas centradas en sí mismas.
Como la cruz ha hecho su tarea nosotros no hacemos ya planes activamente por nuestra cuenta. En vez de sufrir ansiedades podemos buscar sosegados el reino de Dios y su justicia.
Sabemos, si tenemos interés en lo que importa a Dios, que Él va hacerse cargo de nuestros cuidados y preocupaciones. Hubo un tiempo en que nos hacíamos preguntas acerca de los milagros; ahora vivimos de milagros hechos por Dios y conocemos por experiencia que Dios provee todas nuestras necesidades. Todo esto fluye de modo natural, puesto que el poder de Dios nos respalda. Los cuidados de esta vida aparecen como detalles minúsculos verdaderamente a lo largo del camino de nuestra vida.
«De modo que los que padecen según la voluntad de Dios, encomienden sus almas al fiel Creador» (1 Pedro 4:19). Muchas personas conocen a Dios como el Creador, pero no como Padre; los creyentes, sin embargo, deberían experimentarle no sólo como Padre sino también como Creador. Como tal, Dios nos revela su poder. Por esto entenderemos y reconoceremos que todo el universo está en realidad en su mano. Antes nos era difícil creer la idea de que las cosas en el mundo no podían moverse contra su vo-luntad; pero ahora sabemos que cada elemento del universo —sea humano, natural o sobrenatural— está bajo su cuidadoso escrutinio y sabia ordenación. Reconocemos ahora que todas las cosas nos llegan, sea por orden suya o por su permiso. Un alma gobernada por el Espíritu Santo es un alma que confía.
Nuestra alma debería desear al Señor, así como confiar en Él. «Mi alma está apegada a ti» (Salmo 63:8). Ya no nos atrevemos a ser independientes de Dios ni a servir a Dios según la idea de nuestra alma. Más bien hoy le seguimos con temor y temblor, y le seguimos de cerca. Nuestra alma de veras está apegada al Señor. Ya no hay acciones independientes, sino que hay plena entrega a Él. Y esto no es por compulsión; lo hacemos alegremente. Lo que odiamos a partir de entonces fue nuestra vida; lo que amamos plenamente es el Señor.
Estas personas no pueden por menos que repetir la exclamación de María: «Engrandece mi alma al Se-ñor» (Luc. 1:46). Ya no hay importancia propia, sea en público o en privado. Estos creyentes reconocen y admiten su incompetencia y sólo desean exaltar al Señor con humildad de corazón. No van a robar a Dios su gloria ya más, sino que le engrandecerán en sus almas. Porque si el Señor no es magnificado en el alma, no lo es en ninguna otra parte.
Sólo éstos «no estiman su vida preciosa para sí mismos» (Hechos 20:24) y pueden ponerla por sus hermanos (1 Juan 3:16). A menos que uno deje de amarse a sí mismo, el creyente nunca podrá dejar de retraerse cuando en realidad se le llame a tomar su cruz por Cristo. El que vive la vida de un mártir y está dispuesto a ser clavado en su cruz, es capaz también de morir la muerte de mártir si llega el mo-mento en que esto es necesario.
Puede poner su vida por su hermano si la ocasión lo exige, porque en los días corrientes se ha negado a sí mismo continuamente y no ha buscado sus propios derechos o bienestar, sino que ha derramado su alma por los hermanos. El amor verdadero hacia el Señor y a los hermanos no surge del amor a uno mismo.
El «me amó» y «se dio a sí mismo por mí» (Gál. 2:20). El amor fluye de la negación de la vida propia. El derramamiento de sangre es la fuente de bendición. Una vida así es en realidad una vida de prospe-ridad, como está escrito: «tu alma prospera» (3 Juan 2). Esta prosperidad no se origina con lo que el yo ha ganado sino con lo que el yo se ha negado. Un alma perdida no es una vida perdida, porque el alma se pierde en Dios. La vida del alma es egoísta, y por tanto nos ata. Pero el alma que ha renunciado a sí misma, habitará en la infinitud de la vida de Dios. Esto es libertad, esto es prosperidad. Cuanto más perdemos más ganamos. Nuestras posesiones no se miden por cuánto recibimos sino por cuánto damos. ¡Qué fructífera es esta vida!
El abandonar la vida del alma, sin embargo, no es una liberación tan fácil como la del pecado. Como es nuestra vida, hemos de hacer cada día la decisión de no vivirla sino por medio de la vida de Dios. La cruz debe ser llevada fielmente y esto de modo progresivamente más fiel. Alcemos los ojos a nuestro
Señor, el cual «sufrió la cruz, menospreciando el oprobio... Considerad, pues, a aquel... para que no desfallezcáis faltos de ánimo» (Heb. 12:2-3). La carrera que tenemos delante no es otra que la de su desprecio al oprobio y su sufrimiento en la cruz.
«Bendice, alma mía, a Jehová, y bendigan todas mis entrañas su santo nombre» (Salmo 103:1).
Señor Jesús nos implora: «Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí; porque yo soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas» (Mat. 11:29). Si nos inclinamos favora-blemente a ceder al Señor, a tomar nuestro yugo y a seguirle, nuestra alma no será estimulada desorde-nadamente. Si aprendemos de Él, viendo que cuando era despreciado por los hombres continuaba haciendo la voluntad de Dios y no la propia, nuestra alma recobrará la tranquilidad. La razón de nues-tros sentimientos lastimados se halla en el hecho de que nos resistimos a que se nos trate como a nuestro Señor y nos repugna someternos a la voluntad y mandato de Dios. Si entregáramos nuestras energías naturales a la muerte y capituláramos enteramente ante el Señor, nuestra alma, aunque tan sensible en sus nervios, descansaría en el Señor y no la entendería mal.
El alma que se pone bajo la autoridad del Espíritu Santo es un alma en reposo. Antes estaba haciendo planes ajetreada, hoy está en calma confiando en el Señor. Antes estaba acongojada por toda clase de afanes, hoy es como un niño reposando en el regazo de su madre. Antes albergábamos innumerables pensamientos y ambiciones, hoy consideramos que la voluntad de Dios es lo mejor y descansamos en Él. Al obedecer al Señor totalmente, nos gozamos en el corazón plenamente. Con la consagración com-pleta viene la paz perfecta. «Como siervos de Cristo, haciendo de corazón la voluntad de Dios» (Efe. 6:6). No confiamos en el alma para que ejecute la voluntad de Dios, sino que ejecutamos su voluntad desde el alma, esto es, con todo nuestro corazón. El alma que antes se rebelaba contra el deseo de Dios ahora está perfectamente entregada a Él por medio de la operación de la cruz. Lo que antes ejecutaba su propia voluntad, o trataba de hacer la voluntad de Dios según sus propias ideas, ahora es una en el co-razón con Dios en todas las cosas.
Un alma bajo el gobierno del Espíritu Santo nunca se preocupa de sí misma. «No os acongojéis sobre vuestra vida (alma en el original)» (Mat. 6:25). Ahora buscamos primero el reino de Dios y su justicia porque creemos que Dios suplirá nuestras necesidades diarias. Una vez tocados por la cruz por medio del Espíritu Santo, el alma ya no puede acongojarse a causa de sí misma. Aunque el ser consciente de sí misma es la primera expresión del alma, los creyentes, en realidad, podríamos decir que se pierden a sí mismos en Dios; de ahí que pueden confiar en Dios por completo. Toda obra del alma, incluyendo el amor a uno mismo, el egocentrismo, el orgullo personal, ha sido eliminada de modo tan completo que los creyentes ya no son personas centradas en sí mismas.
Como la cruz ha hecho su tarea nosotros no hacemos ya planes activamente por nuestra cuenta. En vez de sufrir ansiedades podemos buscar sosegados el reino de Dios y su justicia.
Sabemos, si tenemos interés en lo que importa a Dios, que Él va hacerse cargo de nuestros cuidados y preocupaciones. Hubo un tiempo en que nos hacíamos preguntas acerca de los milagros; ahora vivimos de milagros hechos por Dios y conocemos por experiencia que Dios provee todas nuestras necesidades. Todo esto fluye de modo natural, puesto que el poder de Dios nos respalda. Los cuidados de esta vida aparecen como detalles minúsculos verdaderamente a lo largo del camino de nuestra vida.
«De modo que los que padecen según la voluntad de Dios, encomienden sus almas al fiel Creador» (1 Pedro 4:19). Muchas personas conocen a Dios como el Creador, pero no como Padre; los creyentes, sin embargo, deberían experimentarle no sólo como Padre sino también como Creador. Como tal, Dios nos revela su poder. Por esto entenderemos y reconoceremos que todo el universo está en realidad en su mano. Antes nos era difícil creer la idea de que las cosas en el mundo no podían moverse contra su vo-luntad; pero ahora sabemos que cada elemento del universo —sea humano, natural o sobrenatural— está bajo su cuidadoso escrutinio y sabia ordenación. Reconocemos ahora que todas las cosas nos llegan, sea por orden suya o por su permiso. Un alma gobernada por el Espíritu Santo es un alma que confía.
Nuestra alma debería desear al Señor, así como confiar en Él. «Mi alma está apegada a ti» (Salmo 63:8). Ya no nos atrevemos a ser independientes de Dios ni a servir a Dios según la idea de nuestra alma. Más bien hoy le seguimos con temor y temblor, y le seguimos de cerca. Nuestra alma de veras está apegada al Señor. Ya no hay acciones independientes, sino que hay plena entrega a Él. Y esto no es por compulsión; lo hacemos alegremente. Lo que odiamos a partir de entonces fue nuestra vida; lo que amamos plenamente es el Señor.
Estas personas no pueden por menos que repetir la exclamación de María: «Engrandece mi alma al Se-ñor» (Luc. 1:46). Ya no hay importancia propia, sea en público o en privado. Estos creyentes reconocen y admiten su incompetencia y sólo desean exaltar al Señor con humildad de corazón. No van a robar a Dios su gloria ya más, sino que le engrandecerán en sus almas. Porque si el Señor no es magnificado en el alma, no lo es en ninguna otra parte.
Sólo éstos «no estiman su vida preciosa para sí mismos» (Hechos 20:24) y pueden ponerla por sus hermanos (1 Juan 3:16). A menos que uno deje de amarse a sí mismo, el creyente nunca podrá dejar de retraerse cuando en realidad se le llame a tomar su cruz por Cristo. El que vive la vida de un mártir y está dispuesto a ser clavado en su cruz, es capaz también de morir la muerte de mártir si llega el mo-mento en que esto es necesario.
Puede poner su vida por su hermano si la ocasión lo exige, porque en los días corrientes se ha negado a sí mismo continuamente y no ha buscado sus propios derechos o bienestar, sino que ha derramado su alma por los hermanos. El amor verdadero hacia el Señor y a los hermanos no surge del amor a uno mismo.
El «me amó» y «se dio a sí mismo por mí» (Gál. 2:20). El amor fluye de la negación de la vida propia. El derramamiento de sangre es la fuente de bendición. Una vida así es en realidad una vida de prospe-ridad, como está escrito: «tu alma prospera» (3 Juan 2). Esta prosperidad no se origina con lo que el yo ha ganado sino con lo que el yo se ha negado. Un alma perdida no es una vida perdida, porque el alma se pierde en Dios. La vida del alma es egoísta, y por tanto nos ata. Pero el alma que ha renunciado a sí misma, habitará en la infinitud de la vida de Dios. Esto es libertad, esto es prosperidad. Cuanto más perdemos más ganamos. Nuestras posesiones no se miden por cuánto recibimos sino por cuánto damos. ¡Qué fructífera es esta vida!
El abandonar la vida del alma, sin embargo, no es una liberación tan fácil como la del pecado. Como es nuestra vida, hemos de hacer cada día la decisión de no vivirla sino por medio de la vida de Dios. La cruz debe ser llevada fielmente y esto de modo progresivamente más fiel. Alcemos los ojos a nuestro
Señor, el cual «sufrió la cruz, menospreciando el oprobio... Considerad, pues, a aquel... para que no desfallezcáis faltos de ánimo» (Heb. 12:2-3). La carrera que tenemos delante no es otra que la de su desprecio al oprobio y su sufrimiento en la cruz.
«Bendice, alma mía, a Jehová, y bendigan todas mis entrañas su santo nombre» (Salmo 103:1).
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