Esteban Borghetti - Afila tus cuchillos mp3
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Josué veía que la toma de Jericó debía ser el primer paso en la conquista de Canaán. Pero ante todo buscó una garantía de la dirección divina; y ella le fue concedida. Habiéndose retirado del campamento para meditar y pedir en oración que el Dios de Israel fuera delante de su pueblo, vio a un guerrero armado, de alta estatura y aspecto imponente, "el cual tenía una espada desnuda en su mano." A la pregunta desafiante de Josué: "¿Eres de los nuestros, o de nuestros enemigos?" contestó: "No; mas Príncipe del ejército de Jehová, ahora he venido." (Véase Josué 5-7.) La misma orden que se había dado a Moisés en Horeb: "Quita tus zapatos de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es" reveló el carácter verdadero del misterioso forastero. Era Cristo, el Sublime, quien estaba delante del jefe de Israel. Dominado por santo temor, Josué cayó sobre su rostro, adoró, y tras oír la promesa: "Mira, yo he entregado en tu mano a Jericó y a su rey, con sus varones de guerra," recibió instrucciones respecto a la toma de la ciudad.
En obediencia al mandamiento divino, Josué reunió los ejércitos de Israel. No debían emprender asalto alguno. Sólo debían marchar alrededor de la ciudad, llevando el arca de Dios y tocando las bocinas. En primer lugar, venían los guerreros, o sea un cuerpo de varones escogidos, no para vencer con su propia habilidad y valentía, sino por obediencia a las instrucciones dadas por Dios. Seguían siete sacerdotes con trompetas. Luego el arca de Dios, rodeada de una aureola de gloria divina, era llevada por sacerdotes ataviados con las vestiduras de su santo cargo. Seguía el ejército de Israel, con cada tribu bajo su estandarte. Tal era la procesión que rodeaba la ciudad condenada. No se oía otro sonido que el de los pasos de aquella hueste numerosa, y el solemne tañido de las trompetas que repercutía entre las colinas y resonaba por las calles de Jericó. Una vez dada la vuelta, el ejército volvía silenciosamente a sus tiendas, y el arca se colocaba nuevamente en su sitio en el tabernáculo.
Con asombro y alarma, los centinelas de la ciudad observaban cada movimiento y lo referían a las autoridades. No comprendían el significado de todo este despliegue; pero al ver a aquella hueste numerosa marchar cada día alrededor de su ciudad, con el arca santa y los sacerdotes que la acompañaban, el misterio de la escena infundió terror en el corazón tanto de los sacerdotes como del pueblo. Volvieron a inspeccionar sus fuertes defensas, seguros de que podrían resistir con éxito el ataque más vigoroso. Muchos se burlaban de la idea de que estas demostraciones singulares pudieran hacerles daño. Otros eran presa de pavor al ver la procesión que cada día cercaba la ciudad. Recordaban que una vez las aguas del mar Rojo se habían dividido ante este pueblo, y que acababa de abrírselas el paso a través del Jordán. No sabían qué otros milagros podría hacer Dios por ellos.
Durante seis días, la hueste de Israel dio una vuelta por día alrededor de la ciudad. Llegó el séptimo día, y al primer rayo del sol naciente, Josué movilizó los ejércitos del Señor. Les dio la orden de marchar siete veces alrededor de Jericó, y cuando oyesen el fuerte tañido de las trompetas, gritasen en alta voz, porque Dios les había dado la ciudad.
Solemnemente el inmenso ejército marchó alrededor de las murallas condenadas. Reinaba el silencio; sólo se oía el paso lento y uniforme de muchos pies y el sonido ocasional de las trompetas, que perturbaba la tranquilidad de la madrugada.
Las murallas macizas de piedra sólida parecían desafiar el asedio de los hombres. Los que vigilaban en las murallas observaron con temor creciente, que cuando terminó la primera vuelta, se realizó la segunda, y luego la tercera, la cuarta, la quinta y la sexta. ¿Qué objeto podrían tener estos movimientos misteriosos? ¿Qué gran acontecimiento estaría a punto de producirse? No tuvieron que esperar mucho tiempo. Cuando acabó la séptima vuelta, la larga procesión hizo alto. Las trompetas, que por algún tiempo habían callado, prorrumpieron ahora en un ruido atronador que hizo temblar la tierra misma. Las paredes de piedra sólida, con sus torres y almenas macizas, se estremecieron y se levantaron de sus cimientos, y con grande estruendo cayeron desplomadas a tierra en ruinas. Los habitantes de Jericó quedaron paralizados de terror, y los ejércitos de Israel penetraron en la ciudad y tomaron posesión de ella.
Los israelitas no habían ganado la victoria por sus propias fuerzas; la victoria había sido totalmente del Señor; y como primicias de la tierra, la ciudad, con todo lo que ella contenía, debía dedicarse como sacrificio a Dios. Debía recalcarse en la mente de los israelitas que en la conquista de Canaán ellos no habían de pelear por sí mismos, sino como simples instrumentos para ejecutar la voluntad de Dios; no habían de procurar riquezas o exaltación personal, sino la gloria de Jehová su Rey. Antes de la toma de Jericó se les había dado la orden: "La ciudad será anatema a Jehová, ella con todas las cosas que están en ella." "Guardaos vosotros del anatema, que ni toquéis, ni toméis alguna cosa del anatema, porque no hagáis anatema el campo de Israel, y lo turbéis."
Todos los habitantes de la ciudad, con toda alma viviente que contenía, "hombres y mujeres, mozos y viejos, hasta los bueyes, y ovejas, y asnos" fueron pasados a cuchillo. Sólo la fiel Rahab, con todos los de su casa, se salvó, en cumplimiento de la promesa hecha por los espías. La ciudad misma fue incendiada; sus palacios y sus templos, sus magníficas moradas, con todo su moblaje de lujo, las ricas cortinas y la costosa indumentaria, todo fue entregado a las llamas. Lo que no pudo ser destruido por el fuego, "toda la plata, y el oro, y vasos de metal y de hierro," había de dedicarse al servicio del tabernáculo. El sitio mismo de la ciudad fue maldito; jamás se había de construir a Jericó como fortaleza; una amenaza de severos castigos pesaba sobre cualquiera que intentase restaurar las murallas destruidas por el poder divino. Se hizo la solemne declaración en presencia de todo Israel: "Maldito delante de Jehová el hombre que se levantara y reedificare esta ciudad de Jericó. En su primogénito eche sus cimientos, y en su menor asiente sus puertas."
La destrucción total de los habitantes de Jericó no fue sino el cumplimiento de las órdenes dadas previamente por medio de Moisés con respecto a las naciones de los habitantes de Canaán: "Del todo las destruirás." "De las ciudades de estos pueblos, ... ninguna persona dejarás con vida." (Deut. 7: 2; 20: 16.) "Muchos consideran estos mandamientos como contrarios al espíritu de amor y de misericordia ordenado en otras partes de la Biblia; pero eran en verdad dictados por la sabiduría y bondad infinitas. Dios estaba por establecer a Israel en Canaán, para desarrollarlo en una nación y un gobierno que fuesen una manifestación de su reino en la tierra. No sólo habían de ser los israelitas herederos de la religión verdadera, sino que habían de difundir sus principios por todos los ámbitos del mundo. Los cananeos se habían entregado al paganismo más vil y degradante; y era necesario limpiar la tierra de lo que con toda seguridad habría de impedir que se cumplieran los bondadosos propósitos de Dios.
"A los habitantes de Canaán se les habían otorgado amplias oportunidades de arrepentirse. Cuarenta años antes, la apertura del mar Rojo y los juicios caídos sobre Egipto habían atestiguado el poder supremo del Dios de Israel. Y ahora la derrota de los reyes de Madián, Galaad y Basán, había recalcado aún más que Jehová superaba a todos los dioses. Los juicios que cayeron sobre Israel a causa de su participación en los ritos abominables de Baal-peor, habían demostrado cuán santo es el carácter de Jehová y cuánto aborrece la impureza. Los habitantes de Jericó conocían todos estos acontecimientos, y eran muchos los que, aunque se negaban a obedecerla, participaban de la convicción de Rahab, de que Jehová, el Dios de Israel, era "Dios arriba en el cielo y abajo en la tierra." Como los antediluvianos, los cananeos vivían sólo para blasfemar contra el Cielo y corromper la tierra. Tanto el amor como la justicia exigían la pronta ejecución de estos rebeldes contra Dios y enemigos del hombre."
"¡Cuán fácilmente derribaron los ejércitos celestiales las murallas " de Jericó, orgullosa ciudad cuyos baluartes, cuarenta años antes, habían aterrado a los espías incrédulos! El Poderoso de Israel había dicho: "He entregado en tu mano a Jericó." Y contra esa palabra fueron impotentes las fuerzas humanas."
"Por fe cayeron los muros de Jericó." (Heb. 11: 30.) El Capitán de las huestes del Señor se comunicaba únicamente con Josué; no se revelaba a toda la congregación, y a ésta le tocaba creer o no creer en las palabras de Josué, obedecer los mandamientos que daba en el nombre del Señor, o negar su autoridad. No podían ver el ejército de ángeles que les asistían a ellos bajo la jefatura del Hijo de Dios. Hubieran podido discurrir: "¡Cuán poco sentido tienen estos movimientos y cuán ridículo es dar diariamente la vuelta alrededor de las murallas de la ciudad y tocar las bocinas de cuernos de carneros! Esto no puede tener efecto alguno sobre estas altas fortificaciones." Pero el plan mismo de continuar con esta ceremonia durante tanto tiempo antes de la caída final de las murallas, dio a los israelitas ocasión para desarrollar su fe. Había de hacerles comprender que su fuerza no dependía de la sabiduría del hombre, ni de su poder, sino únicamente del Dios de su salvación. Debían acostumbrarse así a confiar enteramente en su Jefe divino.
Dios hará cosas maravillosas por los que confían en él. El motivo porque los que profesan ser sus hijos no tienen más fuerza consiste en que confían demasiado en su propia sabiduría, y no le dan al Señor ocasión de revelar su poder en favor de ellos. El ayudará a sus hijos creyentes en toda emergencia, si ponen toda su confianza en él y le obedecen fielmente.
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Josué veía que la toma de Jericó debía ser el primer paso en la conquista de Canaán. Pero ante todo buscó una garantía de la dirección divina; y ella le fue concedida. Habiéndose retirado del campamento para meditar y pedir en oración que el Dios de Israel fuera delante de su pueblo, vio a un guerrero armado, de alta estatura y aspecto imponente, "el cual tenía una espada desnuda en su mano." A la pregunta desafiante de Josué: "¿Eres de los nuestros, o de nuestros enemigos?" contestó: "No; mas Príncipe del ejército de Jehová, ahora he venido." (Véase Josué 5-7.) La misma orden que se había dado a Moisés en Horeb: "Quita tus zapatos de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es" reveló el carácter verdadero del misterioso forastero. Era Cristo, el Sublime, quien estaba delante del jefe de Israel. Dominado por santo temor, Josué cayó sobre su rostro, adoró, y tras oír la promesa: "Mira, yo he entregado en tu mano a Jericó y a su rey, con sus varones de guerra," recibió instrucciones respecto a la toma de la ciudad.
En obediencia al mandamiento divino, Josué reunió los ejércitos de Israel. No debían emprender asalto alguno. Sólo debían marchar alrededor de la ciudad, llevando el arca de Dios y tocando las bocinas. En primer lugar, venían los guerreros, o sea un cuerpo de varones escogidos, no para vencer con su propia habilidad y valentía, sino por obediencia a las instrucciones dadas por Dios. Seguían siete sacerdotes con trompetas. Luego el arca de Dios, rodeada de una aureola de gloria divina, era llevada por sacerdotes ataviados con las vestiduras de su santo cargo. Seguía el ejército de Israel, con cada tribu bajo su estandarte. Tal era la procesión que rodeaba la ciudad condenada. No se oía otro sonido que el de los pasos de aquella hueste numerosa, y el solemne tañido de las trompetas que repercutía entre las colinas y resonaba por las calles de Jericó. Una vez dada la vuelta, el ejército volvía silenciosamente a sus tiendas, y el arca se colocaba nuevamente en su sitio en el tabernáculo.
Con asombro y alarma, los centinelas de la ciudad observaban cada movimiento y lo referían a las autoridades. No comprendían el significado de todo este despliegue; pero al ver a aquella hueste numerosa marchar cada día alrededor de su ciudad, con el arca santa y los sacerdotes que la acompañaban, el misterio de la escena infundió terror en el corazón tanto de los sacerdotes como del pueblo. Volvieron a inspeccionar sus fuertes defensas, seguros de que podrían resistir con éxito el ataque más vigoroso. Muchos se burlaban de la idea de que estas demostraciones singulares pudieran hacerles daño. Otros eran presa de pavor al ver la procesión que cada día cercaba la ciudad. Recordaban que una vez las aguas del mar Rojo se habían dividido ante este pueblo, y que acababa de abrírselas el paso a través del Jordán. No sabían qué otros milagros podría hacer Dios por ellos.
Durante seis días, la hueste de Israel dio una vuelta por día alrededor de la ciudad. Llegó el séptimo día, y al primer rayo del sol naciente, Josué movilizó los ejércitos del Señor. Les dio la orden de marchar siete veces alrededor de Jericó, y cuando oyesen el fuerte tañido de las trompetas, gritasen en alta voz, porque Dios les había dado la ciudad.
Solemnemente el inmenso ejército marchó alrededor de las murallas condenadas. Reinaba el silencio; sólo se oía el paso lento y uniforme de muchos pies y el sonido ocasional de las trompetas, que perturbaba la tranquilidad de la madrugada.
Las murallas macizas de piedra sólida parecían desafiar el asedio de los hombres. Los que vigilaban en las murallas observaron con temor creciente, que cuando terminó la primera vuelta, se realizó la segunda, y luego la tercera, la cuarta, la quinta y la sexta. ¿Qué objeto podrían tener estos movimientos misteriosos? ¿Qué gran acontecimiento estaría a punto de producirse? No tuvieron que esperar mucho tiempo. Cuando acabó la séptima vuelta, la larga procesión hizo alto. Las trompetas, que por algún tiempo habían callado, prorrumpieron ahora en un ruido atronador que hizo temblar la tierra misma. Las paredes de piedra sólida, con sus torres y almenas macizas, se estremecieron y se levantaron de sus cimientos, y con grande estruendo cayeron desplomadas a tierra en ruinas. Los habitantes de Jericó quedaron paralizados de terror, y los ejércitos de Israel penetraron en la ciudad y tomaron posesión de ella.
Los israelitas no habían ganado la victoria por sus propias fuerzas; la victoria había sido totalmente del Señor; y como primicias de la tierra, la ciudad, con todo lo que ella contenía, debía dedicarse como sacrificio a Dios. Debía recalcarse en la mente de los israelitas que en la conquista de Canaán ellos no habían de pelear por sí mismos, sino como simples instrumentos para ejecutar la voluntad de Dios; no habían de procurar riquezas o exaltación personal, sino la gloria de Jehová su Rey. Antes de la toma de Jericó se les había dado la orden: "La ciudad será anatema a Jehová, ella con todas las cosas que están en ella." "Guardaos vosotros del anatema, que ni toquéis, ni toméis alguna cosa del anatema, porque no hagáis anatema el campo de Israel, y lo turbéis."
Todos los habitantes de la ciudad, con toda alma viviente que contenía, "hombres y mujeres, mozos y viejos, hasta los bueyes, y ovejas, y asnos" fueron pasados a cuchillo. Sólo la fiel Rahab, con todos los de su casa, se salvó, en cumplimiento de la promesa hecha por los espías. La ciudad misma fue incendiada; sus palacios y sus templos, sus magníficas moradas, con todo su moblaje de lujo, las ricas cortinas y la costosa indumentaria, todo fue entregado a las llamas. Lo que no pudo ser destruido por el fuego, "toda la plata, y el oro, y vasos de metal y de hierro," había de dedicarse al servicio del tabernáculo. El sitio mismo de la ciudad fue maldito; jamás se había de construir a Jericó como fortaleza; una amenaza de severos castigos pesaba sobre cualquiera que intentase restaurar las murallas destruidas por el poder divino. Se hizo la solemne declaración en presencia de todo Israel: "Maldito delante de Jehová el hombre que se levantara y reedificare esta ciudad de Jericó. En su primogénito eche sus cimientos, y en su menor asiente sus puertas."
La destrucción total de los habitantes de Jericó no fue sino el cumplimiento de las órdenes dadas previamente por medio de Moisés con respecto a las naciones de los habitantes de Canaán: "Del todo las destruirás." "De las ciudades de estos pueblos, ... ninguna persona dejarás con vida." (Deut. 7: 2; 20: 16.) "Muchos consideran estos mandamientos como contrarios al espíritu de amor y de misericordia ordenado en otras partes de la Biblia; pero eran en verdad dictados por la sabiduría y bondad infinitas. Dios estaba por establecer a Israel en Canaán, para desarrollarlo en una nación y un gobierno que fuesen una manifestación de su reino en la tierra. No sólo habían de ser los israelitas herederos de la religión verdadera, sino que habían de difundir sus principios por todos los ámbitos del mundo. Los cananeos se habían entregado al paganismo más vil y degradante; y era necesario limpiar la tierra de lo que con toda seguridad habría de impedir que se cumplieran los bondadosos propósitos de Dios.
"A los habitantes de Canaán se les habían otorgado amplias oportunidades de arrepentirse. Cuarenta años antes, la apertura del mar Rojo y los juicios caídos sobre Egipto habían atestiguado el poder supremo del Dios de Israel. Y ahora la derrota de los reyes de Madián, Galaad y Basán, había recalcado aún más que Jehová superaba a todos los dioses. Los juicios que cayeron sobre Israel a causa de su participación en los ritos abominables de Baal-peor, habían demostrado cuán santo es el carácter de Jehová y cuánto aborrece la impureza. Los habitantes de Jericó conocían todos estos acontecimientos, y eran muchos los que, aunque se negaban a obedecerla, participaban de la convicción de Rahab, de que Jehová, el Dios de Israel, era "Dios arriba en el cielo y abajo en la tierra." Como los antediluvianos, los cananeos vivían sólo para blasfemar contra el Cielo y corromper la tierra. Tanto el amor como la justicia exigían la pronta ejecución de estos rebeldes contra Dios y enemigos del hombre."
"¡Cuán fácilmente derribaron los ejércitos celestiales las murallas " de Jericó, orgullosa ciudad cuyos baluartes, cuarenta años antes, habían aterrado a los espías incrédulos! El Poderoso de Israel había dicho: "He entregado en tu mano a Jericó." Y contra esa palabra fueron impotentes las fuerzas humanas."
"Por fe cayeron los muros de Jericó." (Heb. 11: 30.) El Capitán de las huestes del Señor se comunicaba únicamente con Josué; no se revelaba a toda la congregación, y a ésta le tocaba creer o no creer en las palabras de Josué, obedecer los mandamientos que daba en el nombre del Señor, o negar su autoridad. No podían ver el ejército de ángeles que les asistían a ellos bajo la jefatura del Hijo de Dios. Hubieran podido discurrir: "¡Cuán poco sentido tienen estos movimientos y cuán ridículo es dar diariamente la vuelta alrededor de las murallas de la ciudad y tocar las bocinas de cuernos de carneros! Esto no puede tener efecto alguno sobre estas altas fortificaciones." Pero el plan mismo de continuar con esta ceremonia durante tanto tiempo antes de la caída final de las murallas, dio a los israelitas ocasión para desarrollar su fe. Había de hacerles comprender que su fuerza no dependía de la sabiduría del hombre, ni de su poder, sino únicamente del Dios de su salvación. Debían acostumbrarse así a confiar enteramente en su Jefe divino.
Dios hará cosas maravillosas por los que confían en él. El motivo porque los que profesan ser sus hijos no tienen más fuerza consiste en que confían demasiado en su propia sabiduría, y no le dan al Señor ocasión de revelar su poder en favor de ellos. El ayudará a sus hijos creyentes en toda emergencia, si ponen toda su confianza en él y le obedecen fielmente.
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