Charles Fitch - El Pecado no Tendra Dominio Sobre Ti,
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Charles Fitch - El Pecado no Tendra Dominio Sobre Ti,
Charles Fitch - El Pecado no Tendra Dominio Sobre Ti,
“Despertad a la justicia y no pequéis”. 1 Cor. 15:34. KJV.
Puntos de Vista Sobre Santificación El Señor Jesús Cristo “a Quien no habiéndolo visto lo amo, en Quien, aun cuando ahora no lo veo, pero creo, me regocijo con alegría indecible y plena de gloria” (1 Pedro 1:8), me ha hecho mucho bien, que soy tremendamente sin valor, Su propia seguridad, “el que Me ame será amado por Mi Padre y Yo lo amaré, y Yo mismo me manifestaré a él” (Juan 14:21). Yo creo que sería básico en mi no entender, que a través de la graciosa condescendencia de mi Redentor, Él me ha hecho gozar ricas manifestaciones de Su amor. Lo digo para Su alabanza. Él me ha dicho “no estéis preocupado por nada, pero en cada cosa, a través de oración y súplica con acción de gracias, para hacer conocidas mis peticiones delante de Dios, y la paz de Dios, que ultrapasa todo entendimiento, ha guardado mi corazón y mi mente a través de Cristo Jesús” (Fil. 4:6-7). De la abundancia de mi corazón, habla mi boca (Luc. 6:45), y yo les he dado a aquellos que atienden a mi ministerio el entender, que es mi creencia, que Dios ha “creado en mi un corazón puro, y ha renovado un espíritu recto dentro de mí” (Salmo 51:10), que Él me ha hecho entender algo de las bendiciones de los “puros de corazón” (Mat. 5:8). Algunos han pensado que yo estaba “trayendo cosas extrañas a sus oídos”, y esa información se divulgó bastante. En la última reunión del Presbiterio, los hermanos, con perfecta propiedad, y con mucha delicadeza, me pidieron que les dijera “qué es esta nueva doctrina”. Yo les di una pequeña declaración de mis sentimientos y puntos de vista, y les respondí aun varias otras preguntas. El Presbiterio, entonces, con perfecta propiedad, en mi aprensión, escogió un comité para conferir posteriormente conmigo al respecto. Todo esto yo lo apoyé completamente. Luego después, recibí una nota de uno de los miembros del comité, en la cual, en una manera muy cristiana, él me colocó las siguientes preguntas, de las cuales requería una respuesta:
1.- ¿Usted cree que la Biblia enseña, que los hombres son perfectos en santidad en esta vida? (Le pido que responda si o no).
2.- ¿Quiénes fueron sin pecado en la historia bíblica, excepto Cristo? (Nómbrelos apenas).
3.- Entre todos los mártires, cuyos hechos han llegado hasta nosotros, ¿cuántos cree usted que fueron perfectos?
4.- En los tiempos modernos, ¿no ha sido la mayoría de los hombres evidentemente pecadores, y no han reconocido ellos mismos que es así?
5.- En el círculo de sus conocidos, los que claman por perfección, ¿no han fallado al igual que aquellos que lo hacen siempre?
6.- Aquellos que lo rodean y que apoyan esto, son más sumisos y santos que los otros?
7.- ¿No es verdad que las personas perfectas frecuentemente caen en inconsistencias palpables?
8.- ¿Usted apoya la creencia, de que usted está generalmente sin pecado, en pensamiento, deseo, palabra, acción o defecto?
9.- ¿Y yo lo he escuchado decir, y enseñar públicamente, y defender la posición, de que existen hombres entre nosotros que son sin pecado?
He tomado la decisión de colocarme totalmente abierto a mis hermanos y al mundo, porque creo que es lo más fácil y lo mejor; y me regocijo en la oportunidad que se me da, de testimoniarle a otros de “las riquezas de la gloria de este misterio, que es Cristo en mí, la esperanza de gloria” (Col. 1:27). Quiero, por la gracia de Dios, ser “una epístola viva, conocida y leía por todos los hombres” (2 Cor. 3:2). Es mi oración, que Dios facultará a otros, así como lo ha hecho conmigo, a decir, “Dios es mí salvación, confiaré y no temeré, porque el Señor Jehová es mi fuerza y mi canción, Él también se ha convertido en mi salvación”, y así “sacaréis con gozo aguas de las fuentes de la salvación, y diréis, alabado sea el Señor”. (Isa. 12:2-4). Y que “el redimido del Señor vuelva y venga con cantos a Sión, y haya gozo eterno sobre sus cabezas; y que puedan obtener alegría y regocijo, y que la pena y el dolor puedan volar lejos” (Isa. 51:11). Entonces la “alegría del Señor será vuestra fuerza” (Neh. 8:10).
“Despertad a la justicia y no pequéis”. 1 Cor. 15:34. KJV.
Puntos de Vista Sobre Santificación El Señor Jesús Cristo “a Quien no habiéndolo visto lo amo, en Quien, aun cuando ahora no lo veo, pero creo, me regocijo con alegría indecible y plena de gloria” (1 Pedro 1:8), me ha hecho mucho bien, que soy tremendamente sin valor, Su propia seguridad, “el que Me ame será amado por Mi Padre y Yo lo amaré, y Yo mismo me manifestaré a él” (Juan 14:21). Yo creo que sería básico en mi no entender, que a través de la graciosa condescendencia de mi Redentor, Él me ha hecho gozar ricas manifestaciones de Su amor. Lo digo para Su alabanza. Él me ha dicho “no estéis preocupado por nada, pero en cada cosa, a través de oración y súplica con acción de gracias, para hacer conocidas mis peticiones delante de Dios, y la paz de Dios, que ultrapasa todo entendimiento, ha guardado mi corazón y mi mente a través de Cristo Jesús” (Fil. 4:6-7). De la abundancia de mi corazón, habla mi boca (Luc. 6:45), y yo les he dado a aquellos que atienden a mi ministerio el entender, que es mi creencia, que Dios ha “creado en mi un corazón puro, y ha renovado un espíritu recto dentro de mí” (Salmo 51:10), que Él me ha hecho entender algo de las bendiciones de los “puros de corazón” (Mat. 5:8). Algunos han pensado que yo estaba “trayendo cosas extrañas a sus oídos”, y esa información se divulgó bastante. En la última reunión del Presbiterio, los hermanos, con perfecta propiedad, y con mucha delicadeza, me pidieron que les dijera “qué es esta nueva doctrina”. Yo les di una pequeña declaración de mis sentimientos y puntos de vista, y les respondí aun varias otras preguntas. El Presbiterio, entonces, con perfecta propiedad, en mi aprensión, escogió un comité para conferir posteriormente conmigo al respecto. Todo esto yo lo apoyé completamente. Luego después, recibí una nota de uno de los miembros del comité, en la cual, en una manera muy cristiana, él me colocó las siguientes preguntas, de las cuales requería una respuesta:
1.- ¿Usted cree que la Biblia enseña, que los hombres son perfectos en santidad en esta vida? (Le pido que responda si o no).
2.- ¿Quiénes fueron sin pecado en la historia bíblica, excepto Cristo? (Nómbrelos apenas).
3.- Entre todos los mártires, cuyos hechos han llegado hasta nosotros, ¿cuántos cree usted que fueron perfectos?
4.- En los tiempos modernos, ¿no ha sido la mayoría de los hombres evidentemente pecadores, y no han reconocido ellos mismos que es así?
5.- En el círculo de sus conocidos, los que claman por perfección, ¿no han fallado al igual que aquellos que lo hacen siempre?
6.- Aquellos que lo rodean y que apoyan esto, son más sumisos y santos que los otros?
7.- ¿No es verdad que las personas perfectas frecuentemente caen en inconsistencias palpables?
8.- ¿Usted apoya la creencia, de que usted está generalmente sin pecado, en pensamiento, deseo, palabra, acción o defecto?
9.- ¿Y yo lo he escuchado decir, y enseñar públicamente, y defender la posición, de que existen hombres entre nosotros que son sin pecado?
He tomado la decisión de colocarme totalmente abierto a mis hermanos y al mundo, porque creo que es lo más fácil y lo mejor; y me regocijo en la oportunidad que se me da, de testimoniarle a otros de “las riquezas de la gloria de este misterio, que es Cristo en mí, la esperanza de gloria” (Col. 1:27). Quiero, por la gracia de Dios, ser “una epístola viva, conocida y leía por todos los hombres” (2 Cor. 3:2). Es mi oración, que Dios facultará a otros, así como lo ha hecho conmigo, a decir, “Dios es mí salvación, confiaré y no temeré, porque el Señor Jehová es mi fuerza y mi canción, Él también se ha convertido en mi salvación”, y así “sacaréis con gozo aguas de las fuentes de la salvación, y diréis, alabado sea el Señor”. (Isa. 12:2-4). Y que “el redimido del Señor vuelva y venga con cantos a Sión, y haya gozo eterno sobre sus cabezas; y que puedan obtener alegría y regocijo, y que la pena y el dolor puedan volar lejos” (Isa. 51:11). Entonces la “alegría del Señor será vuestra fuerza” (Neh. 8:10).
Última edición por PREDICADOR el Dom Mar 25, 2012 3:42 pm, editado 1 vez
Re: Charles Fitch - El Pecado no Tendra Dominio Sobre Ti,
Querido Hermano: De acuerdo con su solicitación, y mi promesa, voy a empeñarme, en el temor de Dios, y bajo el sentido de mi responsabilidad hacia Él, en darle mis puntos de vista completos, en relación a las preguntas que usted me ha propuesto. Creo que usted no lo considerará de ninguna manera impropio que yo le de a usted mis puntos de vista completos de todo el asunto, en vez de una mera respuesta categórica a sus preguntas. Prefiero la manera que he adoptado aquí, porque quiero presentarle el visto de vista en su totalidad, tal como se encuentra en mi propia mente. Además, considero el asunto tan importante, como así también los intereses pendientes, como para ser dejados a un lado en un simple resumen. No es mi intención encubrir o evadir nada, en relación a lo que usted o el Presbiterio quiera saber de mis puntos de vista. Mi deseo es, tanto cuanto yo pueda hacer, ser completamente explícito.
Pero me temo que deba sufrir mucho, a través de los mal entendidos de otros, en relación a mis propias impresiones de la verdad, si es que yo no hiciese nada más que lo que usted me pidió que hiciese en su comunicación.
Permítame, por eso, abrirle todo mi corazón como lo tendría que hacer un hermano cristiano, y habiéndolo hecho así, voy a dejar más agradecido y cariñosamente, el evento con Él, en quien he aprendido a dejar todos mis cuidados (1 Pedro 5:7), y cuya gloria es el único objeto por el cual deseo vivir. En Su guía, que ha dicho, “Te instruiré, y te enseñaré, en el camino en que debes andar; te instruiré con Mis ojos” (Salmo 32:8); y, “el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención” (1 Cor. 1:30), y el que ha dicho, “si alguien tiene falta de sabiduría, pídasela a Dios, quien se la da libremente a todos los hombres, y no reprende, y se le dará” (San. 1:5); yo me vacio a mí mismo mientras escribo. Puedo darle aquellos puntos de vista, y solamente aquellos, en que me siento más deseoso de enfrentar en el gran y tremendo día del arreglo de cuentas.
También les daré, hasta donde sea posible, en el lenguaje de las escrituras, para que vean en qué se basa mi fe, y si pervierto o no, la Palabra de Dios.
Permítame, entonces, comenzar diciendo que me encuentro a mí mismo, en mi estado natural, un transgresor de la santa y justa ley de Dios; tan culpable como para merecer el “castigo con destrucción eterna de la presencia del Señor y de la gloria de Su poder” (2 Tes. 1:9). También me encuentro a mí mismo totalmente incapaz de hacer la más mínima expiación de todos mis diez mil pecados, o de encontrar para uno de ellos la menor excusa o paliativo. En mí mismo, permanezco, y siempre permaneceré delante del universo, como un reprobado sin esperanza, ligado irrecuperablemente a la condenación del infierno. Pero he estudiado en el evangelio, que el Señor Jesús Cristo, a través de Su sacrificio expiatorio, ha ofrecido total satisfacción, a la justicia de Dios por mis pecados, y así ha abierto un camino a través del cual el castigo de mis pecados puede ser evitado, desde que yo posea aquella “santidad sin la cual ningún hombre puede ver al Señor” (Heb. 12:14).
La pregunta toda absorbente para mí, entonces, tanto cuanto sea mi propia preocupación en los intereses eternos, es esta: ¿Cómo puedo ser obediente a ese alto mandamiento del Dios Altísimo, “¡sed santo, porque Yo soy santo!”? (1 Pedro 1:16; Lev. 11:44). Yo no tengo, yo no puedo tener, yo no debiera tener ninguna expectativa de habitar donde Dios habita, de ser un objeto de Su amor eterno, y un compartidor de las eternas bendiciones las cuales solamente Él puede otorgar, a menos que posea un carácter totalmente semejante al de Él, a menos que yo ame, con un corazón indivisible, lo que Él ama, y odie lo que Él odie, y todo lo que Él odia, con un aborrecimiento, total, completo, uniforme, perpetuo, como el que Él posee. No tiene que haber en mí un acercamiento a ningún pensamiento o sentimiento que no esté en perfecto, y total acuerdo, con cada cosa que Dios es, y con cada cosa que Dios hace. Esto debe ser mi carácter, o entonces nunca veré a la faz de Dios en paz.
¿Pero cómo puedo llegar a poseer un carácter así? Cada sentimiento de mi corazón, en mi estado natural, es completamente opuesto a Dios, en mí está la mente carnal, la cual es enemistad contra Él; ¿cómo puede esta cosa odiosa ser hecha apta para darle cabida a la adoración, al amor extasiable? Existen en mí por naturaleza todos los elementos del infierno. Encendidos por el toque de la ira de Dios, ellos arderán en un fuego destruidor. ¿Cómo puedo tener una naturaleza hecha para el cielo? Yo conozco mi plena obligación de parar de odiar a Dios instantáneamente, y de amarlo inmediatamente y para siempre con un corazón totalmente indivisible. “Pero yo se que en mí (esto es, en mí carne), no habita nada bueno; porque el querer está presente en mí; pero cómo efectuar aquello que es bueno, no lo encuentro. Porque el bien que quiero, no lo hago; pero lo malo que no quiero, ese hago. Encuentro entonces una ley, que cuando quiero hacer el bien, el mal está presente en mí. Porque me regocijo en la ley de Dios, en el hombre interior: pero veo otra ley en mis miembros, guerreando contra la ley de mi mente, y llevándome a la cautividad de la ley del pecado el cual está en mis miembros. Oh infeliz hombre que soy, ¿quién me librará del cuerpo de esta muerte?” (Rom. 7:18-24).
Este es mi caso. Cristo ha muerto por mis pecados. El gobierno de Dios está listo para liberarme, pero ¿quién me librará de un “corazón malo no creyente en el Dios viviente?” (Heb. 3:12). Con un corazón así, influenciado por las tentaciones del diablo, y por las seducciones de un mundo pecaminoso, yo estoy seguro (abandonado a mí mismo) que continuaré pecando eternamente, así como lo es Satanás, y tendrá que tomar mi morada con él para siempre.
Lo que necesito entonces, las exigencias que pide mi naturaleza caída, con un llanto sumamente alto y amargo, es un Salvador del pecado. No me aprovecha en nada que Cristo haya hecho una expiación por mis pecados, si soy abandonado a mis propios recursos. Seres santos cayeron delante de los engaños de aquel sutil tentador, que, “como un león rugiente, trata de devorarme” (1 Pedro 5:8), y mi corazón malo ciertamente me hará su víctima. Estoy eternamente condenado a menos que pueda encontrar un Salvador del pecado.
Nunca podré salvarme yo mismo del pecado. Mis enemigos espirituales están listos para devorarme, y mi propio corazón malo me impele hacia la boca del león, hacia las fauces bien abiertas del infierno. ¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Oh ayuda! Es el grito que emerge de lo más profundo de mi alma. ¿Existe, en el universo de Dios, alguna manera de salvar un pobre y perdido pecador, de su propio amor hacia el pecado? ¿Algún camino para limpiar su poluído corazón, y llenarlo de santidad, pura perfecta, perpetua santidad; sin la cual él nunca podrá entrar en el cielo?
Con esta preocupación, mi querido hermano, me aproximo a la Biblia. ¿Ha revelado Dios alguna cosa así como salvación del pecado? Si una salvación así puede ser encontrada, tiene que encontrarse en la Biblia, y si no puedo encontrarlo en la Biblia, entonces cada rayo de luz se aleja del horizonte de mi alma, y la eterna noche del desespero se cierra sobre mi.
He sido ciertamente informado que puedo ser salvo del pecado en la muerte; pero esa es la esperanza del Universalista. Puedo haber sido informado que el Universalista nunca ha nacido de nuevo, y que aquel que ha nacido de nuevo ciertamente será salvo cuando deje el mundo; pero no se de nada, en lo cual pueda confiar con seguridad, de que la muerte sea el medio, o el tiempo, de la santificación. Yo creo que, “así como el árbol cae, así quedará” (Ecle. 11:3), que “no hay obra, ni trabajo, ni ciencia, ni sabiduría, en la tumba adonde vamos” (Ecle. 9:10); y que si un hombre deja el mundo en sus pecados, él permanece pecador para siempre. Yo creo que ésta es mi única prueba, de que es aquí donde yo tengo que ser salvado del pecado, o nunca veré la faz del Señor en paz. Yo creo, por eso, que mi interés eterno penden de la pregunta, si Dios ha hecho provisión para salvarme del pecado, antes que yo deje este mundo. Para prevenir todo mal entendimiento, diré aquí, que estoy muy lejos de creer que el hombre regenerado con los restos de pecado, esté en la misma condición que el Universalista que nunca ha sido renovado; sino que ninguno tiene alguna razón para creer que la muerte irá a efectuar algún cambio en su carácter. Si no hay salvación del pecado antes de la muerte, creo estar perdido. Aquí, entonces, para dejar el asunto lo más claro posible, en la luz en que ha sido entendido por mi propia mente, voy a hacer tres preguntas:
I.- ¿Ha hecho Dios, en la economía de Su gracia, provisión para salvar a Su pueblo de sus pecados?
II.- ¿Si esa provisión ha sido hecha, pueden los cristianos apropiarse de ella en esta vida?
III.- ¿De qué manera puede la provisión de gracia de Dios estar disponible, para salvar a Su pueblo de sus pecados?
I.- ¿Ha hecho Dios, en la economía de Su gracia, provisión para salvar a Su pueblo de sus pecados?
Lo encuentro cuando el ángel se lo dice a José, en relación al prometido Mesías, en Mateo 1:21, “y llamarás Su nombre Jesús” (que quiere decir Salvador) “porque Él salvará a Su pueblo de sus pecados”. Por este único propósito, entonces, Él es mi Salvador, para salvarme de mis pecados; y este es justamente el Salvador que yo necesito.
Cuando Juan el Bautista apuntó a Cristo, dijo, “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). Esto es lo que yo necesito, un Salvador que quite mis pecados. También leemos en Efesios, que Su pueblo fue “escogido en Él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de Él en amor” (Efe. 1:4), que Él “amó a la iglesia y se dio a Sí mismo por ella, para que pudiese santificarla y lavarla, con el lavamiento del agua, a través de la palabra, para que Él pudiese presentársela a Sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tiene mancha o arruga o cualquier cosa semejante; sino que sea santa y sin mancha” (Efe., 5:25-27).
En la epístola a Tito, leemos que “el gran Dios y nuestro Salvador Jesús Cristo se dio a Sí mismo por nosotros, para que Él pudiese redimirnos de toda iniquidad, y purificar para Sí un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tito 2:13-14). En la epístola a los hebreos, encontramos a Cristo siendo presentado como Mediador del Nuevo Pacto, el cual es este – citado de Jeremías 31:33 – y encontrado en Heb. 10:16-17, “pondré Mis leyes en sus corazones, y en sus mentes les escribiré, y yo les seré Dios, y ellos Me serán pueblo, y de sus pecados y de sus iniquidades no me acordaré más”. En el tercer capítulo de la epístola de Juan encontramos escrito: “Todo aquel que cometa pecado transgrede también la ley, porque el pecado es la transgresión de la ley. Y sabéis que Él fue manifestado para quitar nuestros pecados”, para quitar nuestras transgresiones de la ley, y dejarnos en un estado de obediencia. “Y en Él no hay pecado. Todo aquel que habita en Él no peca; todo aquel que peca no Lo ha visto, ni Lo conoce” (1 Juan 3:4-6).
Ahora, mi querido hermano, yo creo que Cristo vino “a salvar a Su pueblo de sus pecados” (Mat. 1:21); “para hacerlos santos y sin mancha delante de Él en amor” (Efe. 1:4); “para presentárselos a Él mismo, una iglesia gloriosa, sin mancha o arruga o cosa parecida, sino santa y sin mancha” (Efe. 5:27); “para redimirnos de toda iniquidad, y purificarnos delante de Él como un pueblo peculiar, celoso de buenas obras” (Tito 2:14); “para escribir Su ley en nuestros corazones” (Heb. 10:16); y “para quitar nuestros pecados, para que pudiésemos habitar en Él y no pecar” (1 Juan 3:5-6). Esto, por eso, creo que es la salvación del evangelio, que Cristo vino, de acuerdo con las palabras del ángel a Daniel, “para terminar la transgresión, y parar con los pecados”; y también para “hacer reconciliación por la iniquidad, y traer la justicia eterna” (Dan. 9:24), en cuya base, podemos ser liberados del castigo que el pecado merece. Encuentro entonces, más claramente y más satisfactorio para mi propio entendimiento, que Dios, en la economía de Su gracia, ha hecho provisión para “salvar a Su pueblo de sus pecados” (Mat. 1:21). Yo saludo esta salvación, por eso, como una salvación exactamente adaptada a mis necesidades como un ser caído, y mientras me desespero de poder ser salvado alguna vez por mí mismo de mis pecados, saludo al Señor Jesús Cristo como un Salvador, manifestado para quitar mis pecados, para escribir Su ley en mi corazón, para redimirme de toda iniquidad, para hacerme santo y sin mancha delante de Él en amor, para santificarme y limpiarme con el lavado del agua de la palabra, para que Él me pueda presentar a Sí mismo, sin ninguna mancha o arruga o cualquier otra cosa parecida, sino santo y sin mancha.
He encontrado, por eso, al Salvador y la salvación que yo necesito, claramente revelada a mí en la Palabra de Dios; y en ese salvador yo arrojo mi alma, mi ser, por el tiempo y por la eternidad; en mí mismo, sin esperanza, desamparado pecador pero confiando en un Salvador “en quien habita toda la plenitud de la Deidad”, y quien me ha hecho “completo en Él” (Col. 2:9-10), de manera que puedo esperar a través de Su salvación, de “permanecer perfecto y completo en toda la voluntad de Dios” (Col. 4:12). Esta es mi esperanza de vida eterna, que Cristo Jesús mi Redentor me salvará de mis pecados: y en comparación con esta esperanza, todo el universo material es para mí de menor valor que “el pequeño polvo de la balanza” (Isa. 40:15). Quítenme esta esperanza, y me quitarán la luz de mi alma, y me dejarán en la negrura de la oscuridad para siempre.
Creo, entonces, que se ha hecho una plena provisión en el evangelio para salvar al pueblo de Dios de sus pecados
Pero me temo que deba sufrir mucho, a través de los mal entendidos de otros, en relación a mis propias impresiones de la verdad, si es que yo no hiciese nada más que lo que usted me pidió que hiciese en su comunicación.
Permítame, por eso, abrirle todo mi corazón como lo tendría que hacer un hermano cristiano, y habiéndolo hecho así, voy a dejar más agradecido y cariñosamente, el evento con Él, en quien he aprendido a dejar todos mis cuidados (1 Pedro 5:7), y cuya gloria es el único objeto por el cual deseo vivir. En Su guía, que ha dicho, “Te instruiré, y te enseñaré, en el camino en que debes andar; te instruiré con Mis ojos” (Salmo 32:8); y, “el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención” (1 Cor. 1:30), y el que ha dicho, “si alguien tiene falta de sabiduría, pídasela a Dios, quien se la da libremente a todos los hombres, y no reprende, y se le dará” (San. 1:5); yo me vacio a mí mismo mientras escribo. Puedo darle aquellos puntos de vista, y solamente aquellos, en que me siento más deseoso de enfrentar en el gran y tremendo día del arreglo de cuentas.
También les daré, hasta donde sea posible, en el lenguaje de las escrituras, para que vean en qué se basa mi fe, y si pervierto o no, la Palabra de Dios.
Permítame, entonces, comenzar diciendo que me encuentro a mí mismo, en mi estado natural, un transgresor de la santa y justa ley de Dios; tan culpable como para merecer el “castigo con destrucción eterna de la presencia del Señor y de la gloria de Su poder” (2 Tes. 1:9). También me encuentro a mí mismo totalmente incapaz de hacer la más mínima expiación de todos mis diez mil pecados, o de encontrar para uno de ellos la menor excusa o paliativo. En mí mismo, permanezco, y siempre permaneceré delante del universo, como un reprobado sin esperanza, ligado irrecuperablemente a la condenación del infierno. Pero he estudiado en el evangelio, que el Señor Jesús Cristo, a través de Su sacrificio expiatorio, ha ofrecido total satisfacción, a la justicia de Dios por mis pecados, y así ha abierto un camino a través del cual el castigo de mis pecados puede ser evitado, desde que yo posea aquella “santidad sin la cual ningún hombre puede ver al Señor” (Heb. 12:14).
La pregunta toda absorbente para mí, entonces, tanto cuanto sea mi propia preocupación en los intereses eternos, es esta: ¿Cómo puedo ser obediente a ese alto mandamiento del Dios Altísimo, “¡sed santo, porque Yo soy santo!”? (1 Pedro 1:16; Lev. 11:44). Yo no tengo, yo no puedo tener, yo no debiera tener ninguna expectativa de habitar donde Dios habita, de ser un objeto de Su amor eterno, y un compartidor de las eternas bendiciones las cuales solamente Él puede otorgar, a menos que posea un carácter totalmente semejante al de Él, a menos que yo ame, con un corazón indivisible, lo que Él ama, y odie lo que Él odie, y todo lo que Él odia, con un aborrecimiento, total, completo, uniforme, perpetuo, como el que Él posee. No tiene que haber en mí un acercamiento a ningún pensamiento o sentimiento que no esté en perfecto, y total acuerdo, con cada cosa que Dios es, y con cada cosa que Dios hace. Esto debe ser mi carácter, o entonces nunca veré a la faz de Dios en paz.
¿Pero cómo puedo llegar a poseer un carácter así? Cada sentimiento de mi corazón, en mi estado natural, es completamente opuesto a Dios, en mí está la mente carnal, la cual es enemistad contra Él; ¿cómo puede esta cosa odiosa ser hecha apta para darle cabida a la adoración, al amor extasiable? Existen en mí por naturaleza todos los elementos del infierno. Encendidos por el toque de la ira de Dios, ellos arderán en un fuego destruidor. ¿Cómo puedo tener una naturaleza hecha para el cielo? Yo conozco mi plena obligación de parar de odiar a Dios instantáneamente, y de amarlo inmediatamente y para siempre con un corazón totalmente indivisible. “Pero yo se que en mí (esto es, en mí carne), no habita nada bueno; porque el querer está presente en mí; pero cómo efectuar aquello que es bueno, no lo encuentro. Porque el bien que quiero, no lo hago; pero lo malo que no quiero, ese hago. Encuentro entonces una ley, que cuando quiero hacer el bien, el mal está presente en mí. Porque me regocijo en la ley de Dios, en el hombre interior: pero veo otra ley en mis miembros, guerreando contra la ley de mi mente, y llevándome a la cautividad de la ley del pecado el cual está en mis miembros. Oh infeliz hombre que soy, ¿quién me librará del cuerpo de esta muerte?” (Rom. 7:18-24).
Este es mi caso. Cristo ha muerto por mis pecados. El gobierno de Dios está listo para liberarme, pero ¿quién me librará de un “corazón malo no creyente en el Dios viviente?” (Heb. 3:12). Con un corazón así, influenciado por las tentaciones del diablo, y por las seducciones de un mundo pecaminoso, yo estoy seguro (abandonado a mí mismo) que continuaré pecando eternamente, así como lo es Satanás, y tendrá que tomar mi morada con él para siempre.
Lo que necesito entonces, las exigencias que pide mi naturaleza caída, con un llanto sumamente alto y amargo, es un Salvador del pecado. No me aprovecha en nada que Cristo haya hecho una expiación por mis pecados, si soy abandonado a mis propios recursos. Seres santos cayeron delante de los engaños de aquel sutil tentador, que, “como un león rugiente, trata de devorarme” (1 Pedro 5:8), y mi corazón malo ciertamente me hará su víctima. Estoy eternamente condenado a menos que pueda encontrar un Salvador del pecado.
Nunca podré salvarme yo mismo del pecado. Mis enemigos espirituales están listos para devorarme, y mi propio corazón malo me impele hacia la boca del león, hacia las fauces bien abiertas del infierno. ¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Oh ayuda! Es el grito que emerge de lo más profundo de mi alma. ¿Existe, en el universo de Dios, alguna manera de salvar un pobre y perdido pecador, de su propio amor hacia el pecado? ¿Algún camino para limpiar su poluído corazón, y llenarlo de santidad, pura perfecta, perpetua santidad; sin la cual él nunca podrá entrar en el cielo?
Con esta preocupación, mi querido hermano, me aproximo a la Biblia. ¿Ha revelado Dios alguna cosa así como salvación del pecado? Si una salvación así puede ser encontrada, tiene que encontrarse en la Biblia, y si no puedo encontrarlo en la Biblia, entonces cada rayo de luz se aleja del horizonte de mi alma, y la eterna noche del desespero se cierra sobre mi.
He sido ciertamente informado que puedo ser salvo del pecado en la muerte; pero esa es la esperanza del Universalista. Puedo haber sido informado que el Universalista nunca ha nacido de nuevo, y que aquel que ha nacido de nuevo ciertamente será salvo cuando deje el mundo; pero no se de nada, en lo cual pueda confiar con seguridad, de que la muerte sea el medio, o el tiempo, de la santificación. Yo creo que, “así como el árbol cae, así quedará” (Ecle. 11:3), que “no hay obra, ni trabajo, ni ciencia, ni sabiduría, en la tumba adonde vamos” (Ecle. 9:10); y que si un hombre deja el mundo en sus pecados, él permanece pecador para siempre. Yo creo que ésta es mi única prueba, de que es aquí donde yo tengo que ser salvado del pecado, o nunca veré la faz del Señor en paz. Yo creo, por eso, que mi interés eterno penden de la pregunta, si Dios ha hecho provisión para salvarme del pecado, antes que yo deje este mundo. Para prevenir todo mal entendimiento, diré aquí, que estoy muy lejos de creer que el hombre regenerado con los restos de pecado, esté en la misma condición que el Universalista que nunca ha sido renovado; sino que ninguno tiene alguna razón para creer que la muerte irá a efectuar algún cambio en su carácter. Si no hay salvación del pecado antes de la muerte, creo estar perdido. Aquí, entonces, para dejar el asunto lo más claro posible, en la luz en que ha sido entendido por mi propia mente, voy a hacer tres preguntas:
I.- ¿Ha hecho Dios, en la economía de Su gracia, provisión para salvar a Su pueblo de sus pecados?
II.- ¿Si esa provisión ha sido hecha, pueden los cristianos apropiarse de ella en esta vida?
III.- ¿De qué manera puede la provisión de gracia de Dios estar disponible, para salvar a Su pueblo de sus pecados?
I.- ¿Ha hecho Dios, en la economía de Su gracia, provisión para salvar a Su pueblo de sus pecados?
Lo encuentro cuando el ángel se lo dice a José, en relación al prometido Mesías, en Mateo 1:21, “y llamarás Su nombre Jesús” (que quiere decir Salvador) “porque Él salvará a Su pueblo de sus pecados”. Por este único propósito, entonces, Él es mi Salvador, para salvarme de mis pecados; y este es justamente el Salvador que yo necesito.
Cuando Juan el Bautista apuntó a Cristo, dijo, “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). Esto es lo que yo necesito, un Salvador que quite mis pecados. También leemos en Efesios, que Su pueblo fue “escogido en Él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de Él en amor” (Efe. 1:4), que Él “amó a la iglesia y se dio a Sí mismo por ella, para que pudiese santificarla y lavarla, con el lavamiento del agua, a través de la palabra, para que Él pudiese presentársela a Sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tiene mancha o arruga o cualquier cosa semejante; sino que sea santa y sin mancha” (Efe., 5:25-27).
En la epístola a Tito, leemos que “el gran Dios y nuestro Salvador Jesús Cristo se dio a Sí mismo por nosotros, para que Él pudiese redimirnos de toda iniquidad, y purificar para Sí un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tito 2:13-14). En la epístola a los hebreos, encontramos a Cristo siendo presentado como Mediador del Nuevo Pacto, el cual es este – citado de Jeremías 31:33 – y encontrado en Heb. 10:16-17, “pondré Mis leyes en sus corazones, y en sus mentes les escribiré, y yo les seré Dios, y ellos Me serán pueblo, y de sus pecados y de sus iniquidades no me acordaré más”. En el tercer capítulo de la epístola de Juan encontramos escrito: “Todo aquel que cometa pecado transgrede también la ley, porque el pecado es la transgresión de la ley. Y sabéis que Él fue manifestado para quitar nuestros pecados”, para quitar nuestras transgresiones de la ley, y dejarnos en un estado de obediencia. “Y en Él no hay pecado. Todo aquel que habita en Él no peca; todo aquel que peca no Lo ha visto, ni Lo conoce” (1 Juan 3:4-6).
Ahora, mi querido hermano, yo creo que Cristo vino “a salvar a Su pueblo de sus pecados” (Mat. 1:21); “para hacerlos santos y sin mancha delante de Él en amor” (Efe. 1:4); “para presentárselos a Él mismo, una iglesia gloriosa, sin mancha o arruga o cosa parecida, sino santa y sin mancha” (Efe. 5:27); “para redimirnos de toda iniquidad, y purificarnos delante de Él como un pueblo peculiar, celoso de buenas obras” (Tito 2:14); “para escribir Su ley en nuestros corazones” (Heb. 10:16); y “para quitar nuestros pecados, para que pudiésemos habitar en Él y no pecar” (1 Juan 3:5-6). Esto, por eso, creo que es la salvación del evangelio, que Cristo vino, de acuerdo con las palabras del ángel a Daniel, “para terminar la transgresión, y parar con los pecados”; y también para “hacer reconciliación por la iniquidad, y traer la justicia eterna” (Dan. 9:24), en cuya base, podemos ser liberados del castigo que el pecado merece. Encuentro entonces, más claramente y más satisfactorio para mi propio entendimiento, que Dios, en la economía de Su gracia, ha hecho provisión para “salvar a Su pueblo de sus pecados” (Mat. 1:21). Yo saludo esta salvación, por eso, como una salvación exactamente adaptada a mis necesidades como un ser caído, y mientras me desespero de poder ser salvado alguna vez por mí mismo de mis pecados, saludo al Señor Jesús Cristo como un Salvador, manifestado para quitar mis pecados, para escribir Su ley en mi corazón, para redimirme de toda iniquidad, para hacerme santo y sin mancha delante de Él en amor, para santificarme y limpiarme con el lavado del agua de la palabra, para que Él me pueda presentar a Sí mismo, sin ninguna mancha o arruga o cualquier otra cosa parecida, sino santo y sin mancha.
He encontrado, por eso, al Salvador y la salvación que yo necesito, claramente revelada a mí en la Palabra de Dios; y en ese salvador yo arrojo mi alma, mi ser, por el tiempo y por la eternidad; en mí mismo, sin esperanza, desamparado pecador pero confiando en un Salvador “en quien habita toda la plenitud de la Deidad”, y quien me ha hecho “completo en Él” (Col. 2:9-10), de manera que puedo esperar a través de Su salvación, de “permanecer perfecto y completo en toda la voluntad de Dios” (Col. 4:12). Esta es mi esperanza de vida eterna, que Cristo Jesús mi Redentor me salvará de mis pecados: y en comparación con esta esperanza, todo el universo material es para mí de menor valor que “el pequeño polvo de la balanza” (Isa. 40:15). Quítenme esta esperanza, y me quitarán la luz de mi alma, y me dejarán en la negrura de la oscuridad para siempre.
Creo, entonces, que se ha hecho una plena provisión en el evangelio para salvar al pueblo de Dios de sus pecados
Re: Charles Fitch - El Pecado no Tendra Dominio Sobre Ti,
II.- Les pregunto ahora si los cristianos pueden apoderarse de esta provisión de la gracia de Dios, de tal manera que sean salvos del pecado en esta vida.
En el primer capítulo de Lucas, encuentro que Zacarías, siendo llenado con el Espíritu Santo, profetizó, diciendo: “Bendito el Señor Dios de Israel, que ha visitado y redimido a su pueblo, y nos levantó un poderoso Salvador en la casa de David su siervo, como habló por boca de sus santos profetas que fueron desde el principio; salvación de nuestros enemigos, y de la mano de todos los que nos aborrecieron; para hacer misericordia con nuestros padres, y acordarse de su santo pacto; del juramento que hizo a Abrahán nuestro padre, que nos había de conceder que, librados de nuestros enemigos, sin temor le serviríamos en santidad y en justicia delante de Él, TODOS NUESTROS DÍAS” (Luc. 1:68-75). Yo creo, que aquel que “sirve a Dios sin temor, en santidad y justicia delante de Él todos los días de su vida”, ha sido salvado del pecado, todos los días de su vida. Yo creo que Dios “le juró a Abrahán nuestro padre, que Él les garantizaría, que nosotros seríamos liberados de las manos de nuestros enemigos, para que pudiésemos servirlo sin temor, en santidad y en justicia, delante de Él, todos los días de nuestras vidas; y que Él levantaría un cuerno de salvación para nosotros, para realizar su misericordia prometida a nuestros padres, para recordar su santo pacto, este juramento que Él juró. Yo creo en todo esto, en el testimonio de un hombre lleno del Espíritu Santo. Ya que, por ello, yo creo que el juramento de Dios es confiable, especialmente desde que Cristo vino con el propósito de cumplir dicho juramento, y desde que ese juramento nos garantiza el hecho de caminar delante de Dios en santidad y en justicia todos los días de nuestra vida, por todo eso yo estoy dispuesto a creer. Yo me atrevo a no pecar contra Dios, creyendo que Dios no está listo para ser fiel a Su juramento; un juramento, que también que Cristo vino con el propósito de cumplir. Yo leí que “aquel que no cree en Dios lo hace mentiroso” (1 Juan 5:10). Yo no puedo hacer a Dios mentiroso diciendo que Él no es fiel a Su juramento.
Nuevamente. Cuando los discípulos de Cristo dijeron, “Señor enséñanos a orar” (Luc. 11:1), Él los dirigió para que orasen, “hágase Tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mat. 6:10). Si la voluntad de Dios es hecha en el cielo por una obediencia sin pecado, somos enseñados a orar por lo mismo en la tierra; y yo no creo que Cristo nos haya enseñado a orar por alguna cosa que Él no está dispuesto a garantizar. Nuevamente, somos enseñados a orar que “el mismo Dios de paz nos santificará completamente, y preservará todo nuestro espíritu, y alma, y cuerpo, inocente en la venida de Cristo”; y se nos asegura que “aquel que nos ha llamado es fiel, y lo hará” (1 Tes. 5:23-24). Nuevamente, “si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados, y de limpiarnos de toda injusticia” (1 Juan 1:9). Como fiel, yo creo, tanto en un caso como en el otro. No conozco ninguna razón para esperar por perdón o limpieza hasta que venga la muerte.
En la comprobación de esta posición, de que los cristianos se pueden apropiar de la gracia de Dios, de tal manera que sean salvos del pecado en esta vida, voy hablar aquí directamente en respuesta a su pregunta, “¿quién, fuera de Cristo, mencionado en la historia bíblica, estuvo libre de pecado?” He citado las palabras de uno, que exclamó en vista de su servidumbre a la ley del pecado y de la muerte, “Oh miserable hombre que soy, ¿quién me librará? Como respuesta a su propia pregunta él responde, “gracias doy a Dios, a través de Jesús Cristo my Señor” (Rom. 7:24-25). Él dice aun más, “ahora, pues, ninguna condenación para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu. Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte. Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a Su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Rom. 8:1-4). Pablo, por ello, encontró un camino, a través del cual ser libre de la ley del pecado y de la muerte y de tener la justicia de la ley cumplida en él. Esto no podría ser nada menos que amar a Dios con todo el corazón y a su prójimo como a sí mismo; porque el que hace menos que esto es un transgresor. La ley no puede hacer esto, debido a la debilidad de la carne, pero Dios lo hizo a través de Cristo – cumplió en Él la justicia de la ley, y así lo liberó de la ley del pecado, bajo la cual anteriormente había gemido en condenación. Ahora él estaba libre de la condenación, pero cómo podrían los que continúan pecando sentirse libres de la condenación, es para mi imposible entender. Él había encontrado, que aquellos que están en Jesús Cristo no estaban bajo condenación, y Juan nos dice, que aquellos que habitan en Cristo no pecan.
Pablo también dice en otro lugar, que “aquel que está muerto ha sido liberado del pecado” (Rom. 6:7). Ahora, si estamos muertos en Cristo, creemos que viviremos también con Él. Si hemos muerto al pecado después de la semejanza de la muerte de Cristo, podemos caminar en novedad de vida, después de la semejanza de Su resurrección. “Cristo, siendo resucitado de la muerte, no muere más, la muerte no tiene más dominio sobre Él” (Rom. 6:9), ni tampoco nosotros, si hemos muerto al pecado, tendrá el pecado ningún dominio sobre nosotros. Así, el mandato del apóstol – “Así también vosotros (así también como yo) consideráos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús” (Rom. 6:11). Consideráos muertos al pecado, confiando en Cristo para que os mantenga vivos. Tal vez se pueda decir, que una persona pueda reconocerse a sí misma como muerta al pecado, que se ha arrepentido, pero que ahora continua pecando todos los días. Pero si yo encuentro un hombre que se intoxica todos los días, no puedo considerarlo muerto a ese pecado, no importa lo que él diga a respecto de su arrepentimiento anterior, y lo mismo es verdadero de cualquier otro pecado en pensamiento, palabra o acción. Ningún hombre está muerto al pecado si sigue pecando, y así como Cristo murió una vez, no muere otra vez, así el que está muerto para el pecado no peca más. Si cae en pecado, quiere decir que no está muerto para el pecado. Esos eran los sentimientos de Pablo, y como yo no puedo acusarlo de ser inconsistente al predicar algo que él no practicaba, tengo que creer que él estaba muerto al pecado y vivo para Dios, y que estaba libre de la condenación en Cristo Jesús, y que Él habitaba en él de tal manera que él no pecaba.
Nuevamente escuchamos decir a este apóstol en otro lugar, “estoy crucificado con Cristo: sin embargo vivo, pero no yo, sino que Cristo vive en mi, y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó, y se dio a Sí mismo por mi. No frustro la gracia de Dios: porque si la justicia viene de la ley, entonces Cristo ha muerto en vano” (Gal. 2:20-21). No puedo concebir que un hombre use un lenguaje como este, y que haya estado viviendo todos los días en pecado. Si un hombre es crucificado con Cristo, tiene que estar muerto al pecado, y un hombre así, el apóstol nos ha dicho que “está libre del pecado” (Rom. 6:7). Ningún hombre puede decir, estoy completamente persuadido, “vivo, pero no yo, sino que Cristo vive en mi”, si todavía continua viviendo en pecado. Ni tampoco puede uno que viva en pecado decir, “la vida que ahora vivo aquí en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a Sí mismo por mi” (Gal. 2:20). Pablo dice, “yo no frustro la gracia de Dios” (Gal. 2:21). No pretendo conseguir una justicia por mis propios esfuerzos desvalidos, para obedecer la ley. Yo descanso en la fidelidad de Cristo, el cual me ama, para salvarme.
Pedro también aprendió, que “el divino poder de Jesús nuestro Señor que nos ha dado todas las cosas que pertenecen a la vida y a la devoción, a través del conocimiento del que nos ha llamado a la gloria y a la virtud; por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo escapado de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia” (2 Pedro 1:3-4). No puedo dudar que Pedro había experimentado en su propio corazón lo que él escribió, y yo creo, por eso, que habiendo sido hecho participante de la naturaleza divina, a través de las preciosas y grandísimas promesas de Dios, y “habiendo escapado de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia; él habitó de tal manera en Cristo, que no pecó” (1 Juan 3:6).
Juan también declara en su primera Epístola a aquellos a quienes escribe, “que aquello que él había oído - lo que había visto con sus propios ojos - lo que había mirado, y que sus manos habían palpado del Verbo de vida” (1 Juan 1:1). Él escribió que, por eso, todo le era una cuestión de experiencia propia. Él había visto y había sentido en sí mismo, “que en Dios había luz, y que en Él no había ninguna tiniebla” (1 Juan 1:5); y que cuando cualquier hombre camina en la luz, en compañía con Dios, “la sangre de Jesucristo Su Hijo, ¡lo limpia de todo pecado!” (1 Juan 1:7). Juan también había visto y había sentido que “si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados, y para limpiarnos de toda injusticia” (1 Juan 1:9). Juan también había aprendido de su propia experiencia, que “Cristo fue manifestado para quitar nuestros pecados” (1 Juan 3:5). Él había oído, había visto con sus ojos y había palpado esta verdad (1 Juan 1:1). Él también había aprendido que “todo aquel que habita en Él no peca” (1 Juan 3:6); que “todo aquel que es nacido de Dios no comete pecado, porque su simiente permanece en él; y que mientras esto es verdadero, él no puede pecar, porque él es nacido de Dios” (1 Juan 3:9). No puedo dudar que Juan era un hombre que redujo sus propios principios a la práctica, especialmente cuando escribió solamente aquello que había oído, y visto, y palpado de la Palabra de Vida, y por eso habitó de tal manera en Cristo, que no pecó.
Así, querido hermano, le he demostrado, conclusivamente, por lo menos a mi entender, que en la economía de la gracia de Dios existen provisiones disponibles que le permiten al cristiano caminar delante de Dios “en santidad y justicia todos los días de su vida”, y así “habitar en Cristo para no pecar” (Lucas 1:75; 1 Juan 3:6). Al así hacerlo, le he dado mis puntos de vista en relación a la completa certeza de que es posible la santidad en esta vida y en relación a la pregunta de si alguien en este mundo alguna vez la ha conseguido.
En el primer capítulo de Lucas, encuentro que Zacarías, siendo llenado con el Espíritu Santo, profetizó, diciendo: “Bendito el Señor Dios de Israel, que ha visitado y redimido a su pueblo, y nos levantó un poderoso Salvador en la casa de David su siervo, como habló por boca de sus santos profetas que fueron desde el principio; salvación de nuestros enemigos, y de la mano de todos los que nos aborrecieron; para hacer misericordia con nuestros padres, y acordarse de su santo pacto; del juramento que hizo a Abrahán nuestro padre, que nos había de conceder que, librados de nuestros enemigos, sin temor le serviríamos en santidad y en justicia delante de Él, TODOS NUESTROS DÍAS” (Luc. 1:68-75). Yo creo, que aquel que “sirve a Dios sin temor, en santidad y justicia delante de Él todos los días de su vida”, ha sido salvado del pecado, todos los días de su vida. Yo creo que Dios “le juró a Abrahán nuestro padre, que Él les garantizaría, que nosotros seríamos liberados de las manos de nuestros enemigos, para que pudiésemos servirlo sin temor, en santidad y en justicia, delante de Él, todos los días de nuestras vidas; y que Él levantaría un cuerno de salvación para nosotros, para realizar su misericordia prometida a nuestros padres, para recordar su santo pacto, este juramento que Él juró. Yo creo en todo esto, en el testimonio de un hombre lleno del Espíritu Santo. Ya que, por ello, yo creo que el juramento de Dios es confiable, especialmente desde que Cristo vino con el propósito de cumplir dicho juramento, y desde que ese juramento nos garantiza el hecho de caminar delante de Dios en santidad y en justicia todos los días de nuestra vida, por todo eso yo estoy dispuesto a creer. Yo me atrevo a no pecar contra Dios, creyendo que Dios no está listo para ser fiel a Su juramento; un juramento, que también que Cristo vino con el propósito de cumplir. Yo leí que “aquel que no cree en Dios lo hace mentiroso” (1 Juan 5:10). Yo no puedo hacer a Dios mentiroso diciendo que Él no es fiel a Su juramento.
Nuevamente. Cuando los discípulos de Cristo dijeron, “Señor enséñanos a orar” (Luc. 11:1), Él los dirigió para que orasen, “hágase Tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mat. 6:10). Si la voluntad de Dios es hecha en el cielo por una obediencia sin pecado, somos enseñados a orar por lo mismo en la tierra; y yo no creo que Cristo nos haya enseñado a orar por alguna cosa que Él no está dispuesto a garantizar. Nuevamente, somos enseñados a orar que “el mismo Dios de paz nos santificará completamente, y preservará todo nuestro espíritu, y alma, y cuerpo, inocente en la venida de Cristo”; y se nos asegura que “aquel que nos ha llamado es fiel, y lo hará” (1 Tes. 5:23-24). Nuevamente, “si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados, y de limpiarnos de toda injusticia” (1 Juan 1:9). Como fiel, yo creo, tanto en un caso como en el otro. No conozco ninguna razón para esperar por perdón o limpieza hasta que venga la muerte.
En la comprobación de esta posición, de que los cristianos se pueden apropiar de la gracia de Dios, de tal manera que sean salvos del pecado en esta vida, voy hablar aquí directamente en respuesta a su pregunta, “¿quién, fuera de Cristo, mencionado en la historia bíblica, estuvo libre de pecado?” He citado las palabras de uno, que exclamó en vista de su servidumbre a la ley del pecado y de la muerte, “Oh miserable hombre que soy, ¿quién me librará? Como respuesta a su propia pregunta él responde, “gracias doy a Dios, a través de Jesús Cristo my Señor” (Rom. 7:24-25). Él dice aun más, “ahora, pues, ninguna condenación para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu. Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte. Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a Su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Rom. 8:1-4). Pablo, por ello, encontró un camino, a través del cual ser libre de la ley del pecado y de la muerte y de tener la justicia de la ley cumplida en él. Esto no podría ser nada menos que amar a Dios con todo el corazón y a su prójimo como a sí mismo; porque el que hace menos que esto es un transgresor. La ley no puede hacer esto, debido a la debilidad de la carne, pero Dios lo hizo a través de Cristo – cumplió en Él la justicia de la ley, y así lo liberó de la ley del pecado, bajo la cual anteriormente había gemido en condenación. Ahora él estaba libre de la condenación, pero cómo podrían los que continúan pecando sentirse libres de la condenación, es para mi imposible entender. Él había encontrado, que aquellos que están en Jesús Cristo no estaban bajo condenación, y Juan nos dice, que aquellos que habitan en Cristo no pecan.
Pablo también dice en otro lugar, que “aquel que está muerto ha sido liberado del pecado” (Rom. 6:7). Ahora, si estamos muertos en Cristo, creemos que viviremos también con Él. Si hemos muerto al pecado después de la semejanza de la muerte de Cristo, podemos caminar en novedad de vida, después de la semejanza de Su resurrección. “Cristo, siendo resucitado de la muerte, no muere más, la muerte no tiene más dominio sobre Él” (Rom. 6:9), ni tampoco nosotros, si hemos muerto al pecado, tendrá el pecado ningún dominio sobre nosotros. Así, el mandato del apóstol – “Así también vosotros (así también como yo) consideráos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús” (Rom. 6:11). Consideráos muertos al pecado, confiando en Cristo para que os mantenga vivos. Tal vez se pueda decir, que una persona pueda reconocerse a sí misma como muerta al pecado, que se ha arrepentido, pero que ahora continua pecando todos los días. Pero si yo encuentro un hombre que se intoxica todos los días, no puedo considerarlo muerto a ese pecado, no importa lo que él diga a respecto de su arrepentimiento anterior, y lo mismo es verdadero de cualquier otro pecado en pensamiento, palabra o acción. Ningún hombre está muerto al pecado si sigue pecando, y así como Cristo murió una vez, no muere otra vez, así el que está muerto para el pecado no peca más. Si cae en pecado, quiere decir que no está muerto para el pecado. Esos eran los sentimientos de Pablo, y como yo no puedo acusarlo de ser inconsistente al predicar algo que él no practicaba, tengo que creer que él estaba muerto al pecado y vivo para Dios, y que estaba libre de la condenación en Cristo Jesús, y que Él habitaba en él de tal manera que él no pecaba.
Nuevamente escuchamos decir a este apóstol en otro lugar, “estoy crucificado con Cristo: sin embargo vivo, pero no yo, sino que Cristo vive en mi, y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó, y se dio a Sí mismo por mi. No frustro la gracia de Dios: porque si la justicia viene de la ley, entonces Cristo ha muerto en vano” (Gal. 2:20-21). No puedo concebir que un hombre use un lenguaje como este, y que haya estado viviendo todos los días en pecado. Si un hombre es crucificado con Cristo, tiene que estar muerto al pecado, y un hombre así, el apóstol nos ha dicho que “está libre del pecado” (Rom. 6:7). Ningún hombre puede decir, estoy completamente persuadido, “vivo, pero no yo, sino que Cristo vive en mi”, si todavía continua viviendo en pecado. Ni tampoco puede uno que viva en pecado decir, “la vida que ahora vivo aquí en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a Sí mismo por mi” (Gal. 2:20). Pablo dice, “yo no frustro la gracia de Dios” (Gal. 2:21). No pretendo conseguir una justicia por mis propios esfuerzos desvalidos, para obedecer la ley. Yo descanso en la fidelidad de Cristo, el cual me ama, para salvarme.
Pedro también aprendió, que “el divino poder de Jesús nuestro Señor que nos ha dado todas las cosas que pertenecen a la vida y a la devoción, a través del conocimiento del que nos ha llamado a la gloria y a la virtud; por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo escapado de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia” (2 Pedro 1:3-4). No puedo dudar que Pedro había experimentado en su propio corazón lo que él escribió, y yo creo, por eso, que habiendo sido hecho participante de la naturaleza divina, a través de las preciosas y grandísimas promesas de Dios, y “habiendo escapado de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia; él habitó de tal manera en Cristo, que no pecó” (1 Juan 3:6).
Juan también declara en su primera Epístola a aquellos a quienes escribe, “que aquello que él había oído - lo que había visto con sus propios ojos - lo que había mirado, y que sus manos habían palpado del Verbo de vida” (1 Juan 1:1). Él escribió que, por eso, todo le era una cuestión de experiencia propia. Él había visto y había sentido en sí mismo, “que en Dios había luz, y que en Él no había ninguna tiniebla” (1 Juan 1:5); y que cuando cualquier hombre camina en la luz, en compañía con Dios, “la sangre de Jesucristo Su Hijo, ¡lo limpia de todo pecado!” (1 Juan 1:7). Juan también había visto y había sentido que “si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados, y para limpiarnos de toda injusticia” (1 Juan 1:9). Juan también había aprendido de su propia experiencia, que “Cristo fue manifestado para quitar nuestros pecados” (1 Juan 3:5). Él había oído, había visto con sus ojos y había palpado esta verdad (1 Juan 1:1). Él también había aprendido que “todo aquel que habita en Él no peca” (1 Juan 3:6); que “todo aquel que es nacido de Dios no comete pecado, porque su simiente permanece en él; y que mientras esto es verdadero, él no puede pecar, porque él es nacido de Dios” (1 Juan 3:9). No puedo dudar que Juan era un hombre que redujo sus propios principios a la práctica, especialmente cuando escribió solamente aquello que había oído, y visto, y palpado de la Palabra de Vida, y por eso habitó de tal manera en Cristo, que no pecó.
Así, querido hermano, le he demostrado, conclusivamente, por lo menos a mi entender, que en la economía de la gracia de Dios existen provisiones disponibles que le permiten al cristiano caminar delante de Dios “en santidad y justicia todos los días de su vida”, y así “habitar en Cristo para no pecar” (Lucas 1:75; 1 Juan 3:6). Al así hacerlo, le he dado mis puntos de vista en relación a la completa certeza de que es posible la santidad en esta vida y en relación a la pregunta de si alguien en este mundo alguna vez la ha conseguido.
Re: Charles Fitch - El Pecado no Tendra Dominio Sobre Ti,
III.- Voy a considerar ahora cómo las provisiones de la gracia de Dios se vuelven disponibles para el cristiano.-
La oración de nuestro Salvador fue: “Santifícalos a través de Tu verdad; Tu Palabra es verdad” (Juan 17:17).
¿A través de qué verdad es santificado el cristiano?
1.- No a través de ningún desvalido esfuerzo propio para obedecer los preceptos de la Biblia. Cuando cualquier hombre trate de ser santificado a través de estos medios, ciertamente encontrará “una ley en sus miembros, que se rebela contra la ley de mi mente y que me lleva cautivo a la ley del pecado”; y constantemente encontrará una ocasión para decir: “Oh, miserable hombre que soy; ¿quién me libertará?” (Rom. 7:23-24).
2.- El cristiano puede ser santificado a través de las promesas de la verdad de Dios. “Teniendo, por ello, estas promesas, muy queridas, limpiémonos nosotros mismos de toda inmundicia de la carne y del espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2 Cor. 7:1). “Como todas las cosas que pertenecen a la vida y a la devoción, nos han sido dadas por Su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por Su gloria y virtud; por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo escapado de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia” (2 Pedro 1:3-4).
3.- Permítanme ser completamente comprendido, entonces, de que ningún hombre ha sido alguna vez santificado, si confía en sus propios esfuerzos para obedecer la ley. Ese frustra la gracia de Dios. Él será realmente santo, si ama a Dios con todo su corazón, y a su prójimo como a sí mismo; pero él nunca realmente hará esto, a través de algún esfuerzo desvalido de sí mismo. Tiene que ser hecho por la gracia de Dios, y él ciertamente frustrará esa gracia, si no vive la vida que ahora vive en la carne, por la fe del Hijo de Dios (Gal. 2:20-21).
Tenemos, por lo tanto, que limpiarnos de toda inmundicia de la carne y del espíritu, a través de las promesas de Dios. Estas contienen la verdad, a través de la cual podemos ser santificados, de acuerdo con la oración de nuestro Salvador.
Aquí surgen dos preguntas: 1) ¿Qué es lo que ha prometido Dios? 2) ¿Cómo podemos apoderarnos del cumplimiento de esas promesas?
1.- Me acuerdo que se dice (Gal. 3:16), “Ahora, a Abrahán y a su simiente fueron hechas las promesas” y que (verso 29) “si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abrahán sois, y herederos según la promesa”. Cuando yo encuentro una promesa en la Biblia adaptada a las necesidades de mí caso, como yo soy uno de la simiente de Abrahán, si yo soy de Cristo, yo soy uno de aquellos para quien la promesa fue hecha, y soy heredero de todos los bienes que Dios en aquella promesa, se ha comprometido en ofrecer. Con esta certeza yo miro las promesas, y pregunto, con inmenso interés: ¿qué es lo que Dios mi Redentor me quiere dar? Aquí puedo mirar a través de toda la Biblia, porque a Abrahán y a su simiente le fue hecha la promesa, y yo soy uno de aquellos, porque yo creo en Cristo.
(Deut. 30:6) “Y circuncidará Jehová tu Dios tu corazón, y el corazón de tu descendencia, para que ames a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, a fin de que vivas”. Está muy claro que el que ama a Dios no pecará. La razón por la cual esta y otras promesas extraordinarias no se han cumplido, en todos los profesos seguidores de Dios en todas las épocas, es porque no hemos sabido apropiarnos del cumplimiento de tales promesas.
(Eze. 36:25-27,29) “Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra. Y os guardaré de todas vuestras inmundicias”. Si se dijera que esas promesas fueron hechas para los judíos, yo respondo: “a Abrahán y a su simiente fueron hechas las promesas” (Gal. 3:16), y yo reclamo ser uno de aquellos. Ninguno de entre aquellos necesita ser limpiado de todas sus inmundicias, y de todos sus ídolos, y de ser salvado de todas sus suciedades, más que yo. Por lo tanto, yo me adueño como un heredero de los bienes aquí prometidos.
(Jer. 32:38-40) “Y me serán por pueblo, y yo seré a ellos por Dios. Y les daré un corazón, y un camino, para que me teman perpetuamente, para que tengan bien ellos, y sus hijos después de ellos. Y haré con ellos pacto eterno, que no me volveré atrás de hacerles bien, y pondré Mí temor en el corazón de ellos, para que no se aparten de Mí”. Si nuevamente se dice que estas promesas fueron hechas solamente para los Judíos, yo niego que cualquier descendiente natural de Abrahán tenga algún derecho, título, o herencia, en estas excelentes y preciosas promesas, que no puedan también pertenecerme a mí como discípulo de Cristo. Si se dice, que estas promesas están relacionadas con el retorno literal de los Judíos a su país, yo respondo, que Dios ha dicho, “no quitará el bien a los que andan en integridad” (Salmo 84:11); y que “el que no escatimó ni a Su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con Él todas las cosas?” (Rom. 8:32). Y si ningún pecador perdido necesita los bienes aquí prometidos tanto como yo, le suplico humildemente a Cristo que todos los bienes aquí colocados delante de mí, sean considerados como mi herencia.
Nuevamente, se dice, (Jer. 31:31-33) “He aquí que vienen días, dice Jehová, en los cuales haré nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá. No como el pacto que hice con sus padres el día que tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos invalidaron mi pacto, aunque fui Yo un marido para ellos, dice Jehová. Pero este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: daré Mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y Yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo”. Este es el mismo ofrecimiento de ser llevado a amar a Dios con todo el corazón, alma, mente y fuerza: y de este ofrecimiento y beneficio del nuevo pacto no puedo ser privado; porque de este nuevo pacto Cristo es el Mediador, tal como nos lo dice Pablo, en la epístola a los Hebreos; de tal manera que cumplir con este nuevo pacto es lo que realmente Cristo vino a hacer. Su propia sangre, el propio Cristo la llama “la sangre del nuevo pacto”, o del nuevo testamento (Mar. 14:24); y Pablo dijo de sí mismo y de sus amigos apóstoles, “Dios nos ha hecho ministros del nuevo testamento, no de la letra que mata, sino del Espíritu que da vida” (2 Cor,. 3:6).
Este nuevo pacto, por lo tanto, que pone la ley de Dios en el corazón de Su pueblo, y a través de ello les quita sus pecados, debiera ser visto como el tema grande y glorioso de aquellos que predican en el nombre de Cristo. Es el cumplimiento de este pacto que Cristo tenía en vista, cuando dijo, “bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (Mat. 5:6). “El que a Mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en Mí cree, no tendrá sed jamás. Como me envió el Padre viviente, y Yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por Mí” (Juan 6:35,57). “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿Qué hombre hay de vosotros, que si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pescado, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan? (Mat. 7:7-11; Luc. 11:9-13). Que estas promesas se refieren a las bendiciones del nuevo pacto, yo lo deduzco del hecho de que no hay nada que nosotros necesitemos más, como tener la ley de Dios puesta en nuestros corazones, de tal manera que podamos realmente amarlo, “con todo nuestro corazón, y con toda nuestra alma” (Mat. 22:37; Deut. 10:12). Y ya que Él ha hecho este pacto, y ha enviado a Cristo para que sea su Mediador, y así nos ha asegurado Su deseo en darnos todas las cosas buenas, yo veo el camino completamente abierto, para que los cristianos sean “limpiados de toda injusticia” (1 Juan 1:9). Es en el cumplimiento de este nuevo pacto, que serán consumadas las palabras de nuestro Salvador cuando oró: “Venga Tu reino; así sea hecho en la tierra como en el cielo” (Mat. 6:10); porque cuando la ley de Dios es puesta en los corazones de Su pueblo, de manera que realmente Lo amen “con todo el corazón, y con toda el alma”, entonces ha venido Su reino dentro de ellos, y entonces Su “voluntad es hecha en ellos en la tierra así como es hecha en el cielo”. Para las bendiciones de este nuevo pacto también podemos aplicar otras grandes y preciosas promesas de nuestro Salvador. “Y todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis” (Mat. 21:22). “Hasta ahora nada habéis pedido en Mí nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea cumplido” (Juan 16:24). Cuando los cristianos encuentran que sus pecados han sido quitados, y que el nuevo pacto se ha cumplido en ellos, de tal manera que pueden “amar a Dios con todo su corazón y con toda su alma”, entonces “su júbilo es completo”, y nunca estará completo sino hasta ese instante. De acuerdo con esto, Juan, al escribir su Epístola, dice, “estas cosas os escribimos, para que vuestro gozo sea cumplido” (1 Juan 1:4). ¿Y qué escribe entonces, para darles a los cristianos un gozo completo? Él dice, “y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado; si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad; y sabéis que Él apareció para quitar nuestros pecados, y no hay pecado en Él. Todo aquel que permanece en Él, no peca” (1 Juan 1:7,9; 3:5-6). Estas son las cosas que le dan realmente gozo al cristiano, y nada menos que esto puede hacerlo.
Voy a citar aun un pasaje más, y entonces habré terminado este punto. Es aquel pasaje en relación con el cual Pablo le dice a los Corintios, “así que, amados, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2 Cor. 7:1). El pasaje es este: “¿Y qué acuerdo hay entre el templo de Dios y los ídolos? Porque vosotros sois el templo del Dios viviente, como Dios dijo: habitaré y andaré entre ellos, y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Por lo cual salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y Yo os recibiré. Y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso” (2 Cor. 6:16-18).
Aquí, bajo mi punto de vista, el apóstol quiere decir que, en las promesas, “habitaré y andaré entre ellos, y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo”, es la promesa de ser limpiados de toda inmundicia de la carne y del espíritu, y de perfecta santidad en el temor de Dios. Si, entonces, nosotros podemos encontrar un camino que nos asegure el cumplimiento de estas excelentes, grandes y preciosas promesas, podremos, tal como yo lo veo, alcanzar el más alto y precioso bien. Yo no preguntaría entonces,
La oración de nuestro Salvador fue: “Santifícalos a través de Tu verdad; Tu Palabra es verdad” (Juan 17:17).
¿A través de qué verdad es santificado el cristiano?
1.- No a través de ningún desvalido esfuerzo propio para obedecer los preceptos de la Biblia. Cuando cualquier hombre trate de ser santificado a través de estos medios, ciertamente encontrará “una ley en sus miembros, que se rebela contra la ley de mi mente y que me lleva cautivo a la ley del pecado”; y constantemente encontrará una ocasión para decir: “Oh, miserable hombre que soy; ¿quién me libertará?” (Rom. 7:23-24).
2.- El cristiano puede ser santificado a través de las promesas de la verdad de Dios. “Teniendo, por ello, estas promesas, muy queridas, limpiémonos nosotros mismos de toda inmundicia de la carne y del espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2 Cor. 7:1). “Como todas las cosas que pertenecen a la vida y a la devoción, nos han sido dadas por Su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por Su gloria y virtud; por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo escapado de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia” (2 Pedro 1:3-4).
3.- Permítanme ser completamente comprendido, entonces, de que ningún hombre ha sido alguna vez santificado, si confía en sus propios esfuerzos para obedecer la ley. Ese frustra la gracia de Dios. Él será realmente santo, si ama a Dios con todo su corazón, y a su prójimo como a sí mismo; pero él nunca realmente hará esto, a través de algún esfuerzo desvalido de sí mismo. Tiene que ser hecho por la gracia de Dios, y él ciertamente frustrará esa gracia, si no vive la vida que ahora vive en la carne, por la fe del Hijo de Dios (Gal. 2:20-21).
Tenemos, por lo tanto, que limpiarnos de toda inmundicia de la carne y del espíritu, a través de las promesas de Dios. Estas contienen la verdad, a través de la cual podemos ser santificados, de acuerdo con la oración de nuestro Salvador.
Aquí surgen dos preguntas: 1) ¿Qué es lo que ha prometido Dios? 2) ¿Cómo podemos apoderarnos del cumplimiento de esas promesas?
1.- Me acuerdo que se dice (Gal. 3:16), “Ahora, a Abrahán y a su simiente fueron hechas las promesas” y que (verso 29) “si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abrahán sois, y herederos según la promesa”. Cuando yo encuentro una promesa en la Biblia adaptada a las necesidades de mí caso, como yo soy uno de la simiente de Abrahán, si yo soy de Cristo, yo soy uno de aquellos para quien la promesa fue hecha, y soy heredero de todos los bienes que Dios en aquella promesa, se ha comprometido en ofrecer. Con esta certeza yo miro las promesas, y pregunto, con inmenso interés: ¿qué es lo que Dios mi Redentor me quiere dar? Aquí puedo mirar a través de toda la Biblia, porque a Abrahán y a su simiente le fue hecha la promesa, y yo soy uno de aquellos, porque yo creo en Cristo.
(Deut. 30:6) “Y circuncidará Jehová tu Dios tu corazón, y el corazón de tu descendencia, para que ames a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, a fin de que vivas”. Está muy claro que el que ama a Dios no pecará. La razón por la cual esta y otras promesas extraordinarias no se han cumplido, en todos los profesos seguidores de Dios en todas las épocas, es porque no hemos sabido apropiarnos del cumplimiento de tales promesas.
(Eze. 36:25-27,29) “Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra. Y os guardaré de todas vuestras inmundicias”. Si se dijera que esas promesas fueron hechas para los judíos, yo respondo: “a Abrahán y a su simiente fueron hechas las promesas” (Gal. 3:16), y yo reclamo ser uno de aquellos. Ninguno de entre aquellos necesita ser limpiado de todas sus inmundicias, y de todos sus ídolos, y de ser salvado de todas sus suciedades, más que yo. Por lo tanto, yo me adueño como un heredero de los bienes aquí prometidos.
(Jer. 32:38-40) “Y me serán por pueblo, y yo seré a ellos por Dios. Y les daré un corazón, y un camino, para que me teman perpetuamente, para que tengan bien ellos, y sus hijos después de ellos. Y haré con ellos pacto eterno, que no me volveré atrás de hacerles bien, y pondré Mí temor en el corazón de ellos, para que no se aparten de Mí”. Si nuevamente se dice que estas promesas fueron hechas solamente para los Judíos, yo niego que cualquier descendiente natural de Abrahán tenga algún derecho, título, o herencia, en estas excelentes y preciosas promesas, que no puedan también pertenecerme a mí como discípulo de Cristo. Si se dice, que estas promesas están relacionadas con el retorno literal de los Judíos a su país, yo respondo, que Dios ha dicho, “no quitará el bien a los que andan en integridad” (Salmo 84:11); y que “el que no escatimó ni a Su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con Él todas las cosas?” (Rom. 8:32). Y si ningún pecador perdido necesita los bienes aquí prometidos tanto como yo, le suplico humildemente a Cristo que todos los bienes aquí colocados delante de mí, sean considerados como mi herencia.
Nuevamente, se dice, (Jer. 31:31-33) “He aquí que vienen días, dice Jehová, en los cuales haré nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá. No como el pacto que hice con sus padres el día que tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos invalidaron mi pacto, aunque fui Yo un marido para ellos, dice Jehová. Pero este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: daré Mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y Yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo”. Este es el mismo ofrecimiento de ser llevado a amar a Dios con todo el corazón, alma, mente y fuerza: y de este ofrecimiento y beneficio del nuevo pacto no puedo ser privado; porque de este nuevo pacto Cristo es el Mediador, tal como nos lo dice Pablo, en la epístola a los Hebreos; de tal manera que cumplir con este nuevo pacto es lo que realmente Cristo vino a hacer. Su propia sangre, el propio Cristo la llama “la sangre del nuevo pacto”, o del nuevo testamento (Mar. 14:24); y Pablo dijo de sí mismo y de sus amigos apóstoles, “Dios nos ha hecho ministros del nuevo testamento, no de la letra que mata, sino del Espíritu que da vida” (2 Cor,. 3:6).
Este nuevo pacto, por lo tanto, que pone la ley de Dios en el corazón de Su pueblo, y a través de ello les quita sus pecados, debiera ser visto como el tema grande y glorioso de aquellos que predican en el nombre de Cristo. Es el cumplimiento de este pacto que Cristo tenía en vista, cuando dijo, “bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (Mat. 5:6). “El que a Mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en Mí cree, no tendrá sed jamás. Como me envió el Padre viviente, y Yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por Mí” (Juan 6:35,57). “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿Qué hombre hay de vosotros, que si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pescado, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan? (Mat. 7:7-11; Luc. 11:9-13). Que estas promesas se refieren a las bendiciones del nuevo pacto, yo lo deduzco del hecho de que no hay nada que nosotros necesitemos más, como tener la ley de Dios puesta en nuestros corazones, de tal manera que podamos realmente amarlo, “con todo nuestro corazón, y con toda nuestra alma” (Mat. 22:37; Deut. 10:12). Y ya que Él ha hecho este pacto, y ha enviado a Cristo para que sea su Mediador, y así nos ha asegurado Su deseo en darnos todas las cosas buenas, yo veo el camino completamente abierto, para que los cristianos sean “limpiados de toda injusticia” (1 Juan 1:9). Es en el cumplimiento de este nuevo pacto, que serán consumadas las palabras de nuestro Salvador cuando oró: “Venga Tu reino; así sea hecho en la tierra como en el cielo” (Mat. 6:10); porque cuando la ley de Dios es puesta en los corazones de Su pueblo, de manera que realmente Lo amen “con todo el corazón, y con toda el alma”, entonces ha venido Su reino dentro de ellos, y entonces Su “voluntad es hecha en ellos en la tierra así como es hecha en el cielo”. Para las bendiciones de este nuevo pacto también podemos aplicar otras grandes y preciosas promesas de nuestro Salvador. “Y todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis” (Mat. 21:22). “Hasta ahora nada habéis pedido en Mí nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea cumplido” (Juan 16:24). Cuando los cristianos encuentran que sus pecados han sido quitados, y que el nuevo pacto se ha cumplido en ellos, de tal manera que pueden “amar a Dios con todo su corazón y con toda su alma”, entonces “su júbilo es completo”, y nunca estará completo sino hasta ese instante. De acuerdo con esto, Juan, al escribir su Epístola, dice, “estas cosas os escribimos, para que vuestro gozo sea cumplido” (1 Juan 1:4). ¿Y qué escribe entonces, para darles a los cristianos un gozo completo? Él dice, “y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado; si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad; y sabéis que Él apareció para quitar nuestros pecados, y no hay pecado en Él. Todo aquel que permanece en Él, no peca” (1 Juan 1:7,9; 3:5-6). Estas son las cosas que le dan realmente gozo al cristiano, y nada menos que esto puede hacerlo.
Voy a citar aun un pasaje más, y entonces habré terminado este punto. Es aquel pasaje en relación con el cual Pablo le dice a los Corintios, “así que, amados, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2 Cor. 7:1). El pasaje es este: “¿Y qué acuerdo hay entre el templo de Dios y los ídolos? Porque vosotros sois el templo del Dios viviente, como Dios dijo: habitaré y andaré entre ellos, y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Por lo cual salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y Yo os recibiré. Y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso” (2 Cor. 6:16-18).
Aquí, bajo mi punto de vista, el apóstol quiere decir que, en las promesas, “habitaré y andaré entre ellos, y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo”, es la promesa de ser limpiados de toda inmundicia de la carne y del espíritu, y de perfecta santidad en el temor de Dios. Si, entonces, nosotros podemos encontrar un camino que nos asegure el cumplimiento de estas excelentes, grandes y preciosas promesas, podremos, tal como yo lo veo, alcanzar el más alto y precioso bien. Yo no preguntaría entonces,
Re: Charles Fitch - El Pecado no Tendra Dominio Sobre Ti,
2.- ¿Cómo podemos obtener el cumplimiento de las promesas de Dios?
En este punto quiero recalcar, que hay un pasaje que me ha servido como una llave para abrir los ricos tesoros de la Palabra de Dios; y que, por algunos años, ha estado abriéndome más y más “cuales las riquezas de la gloria de su herencia en los santos” (Efe. 1:18), y que ha hecho mucho para traerme hasta donde estoy hoy, “por la gracia de Dios”, hoy día. Se encuentra en 2 Cor. 1:20 y dice: “Porque todas las promesas de Dios son en él Si, y en él Amén, por medio de nosotros, para la gloria de Dios”. A través de esto yo entiendo, que aunque ninguna promesa de Dios se haya cumplido en nosotros, excepto a través del amor de Cristo, nosotros podemos tener el cumplimiento de toda promesa, en el cumplimiento de la cual nosotros confiamos en Cristo; y que cuando confiamos en Cristo, y recibimos a través de su amor el cumplimiento de las promesas de Dios, entonces Dios es glorificado por nosotros. Tome entonces la promesa, “Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados” (Isa. 43:25). ¿En quién se cumple esa promesa? En él, y solamente en él, en el que confía en Cristo, de que se cumpla por el amor de Cristo. Una persona así, siempre recibe perdón, pero solamente quien cree realmente en eso.
Tome ahora la promesa, “esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré... y os guardaré de todas vuestras inmundicias” (Eze. 36:25,29); “y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tes. 5:23); ¿Y en quiénes se cumplieron esas promesas? Así como las promesas que pleitean el perdón del pecado, son todas si y amén en Cristo, para la gloria de Dios a través de nosotros, de tal manera que cuando vamos a Cristo, y confiamos en Él, de tener estas promesas cumplidas en nosotros por amor a Él mismo, el propio Dios “esparcirá sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré... y os guardaré de todas vuestras inmundicias, y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo”. A través de las promesas de Dios, entonces, nos limpiamos a nosotros mismos de toda inmundicia de la carne y del espíritu, y obtenemos una santidad perfecta en el temor de Dios, cuando creemos en el Señor Jesús Cristo, de que estas promesas se cumplirán en nosotros por amor a Él mismo. Aquí, me parece, hay, en estos últimos días, un gran alejamiento de la fe, y cuando la iglesia de Cristo aprenda a limpiarse a sí misma de toda inmundicia de la carne y del espíritu, y de tener una perfecta santidad en el temor de Dios, confiando en Cristo para el cumplimiento de esas excelentemente grandes y preciosas promesas que pleitean para su salvación de todas sus inmundicias, ella se pondrá sus preciosas ropas, y surgirá y brillará, habiendo recibido su luz, y habiendo surgido la gloria del Señor sobre ella (Isa. 52:1;60:1).
Y ahora querido hermano, voy a mirar directamente sus preguntas. Usted ya ha obtenido una abundante respuesta en relación a la pregunta de si el hombre es, o puede ser santo en esta vida. Aun cuando yo crea que existe muy poca santidad en el mundo, creo que existe una abundante provisión hecha por la gracia de Dios a través de la cual los cristianos pueden “estar firmes, perfectos y completos en todo lo que Dios quiere” (Col. 4:12).; y yo creo que en los días de Pablo, Pedro y Juan, esta gracia estaba totalmente disponible, a través de la fe en Cristo, por el cumplimiento de las promesas de Dios, y así también es ahora, para todo aquel que haga uso del mismo camino.
En relación a los mártires, yo creo que nadie nunca fue un mártir de Cristo, si no estaba totalmente limpio de todo pecado; porque, entregar todo el mundo, y entregar la propia vida, por amor a Cristo, muestra claramente que esa persona tiene que haber amado a Cristo, con todo su indivisible corazón, y por ello, tiene que haber estado libre de todo pecado. Los hombres pueden llegar a ser mártires por otras cosas, que no tienen ninguna relación con Cristo, como millones lo han hecho con las malas pasiones de los hombres; pero ningún hombre, en mi comprensión, nunca llegó a ser un mártir por amor a Cristo, sin que su corazón haya sido purificado, y llenado con el amor a Cristo. Yo creo, por lo tanto, que cada mártir real del evangelio fue limpio de todo pecado, antes de dejar el mundo.
En tiempos modernos, muchos hombres devotos parece que no han sido capaces de apropiarse de todas las riquezas de la gracia de Dios, y han mantenido, que ningún cristiano en la tierra “se ha limpiado de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2 Cor. 7:1). Pero si un hombre puede ser limpiado del pecado, a través de la fe en Cristo por el cumplimiento de las promesas de Dios, un instante antes de morir, ¿por qué no un día, o un año, o 20, o 50 años?
Usted quiso saber mis puntos de vista, en relación al carácter general de aquellos que han abrazado la doctrina de la completa santificación en esta vida. Yo respondo, que no tengo ninguna duda de que algunos, profesando una creencia en esta doctrina, han sido licenciosos, de tal manera que tenemos algunos que profesan creer en la doctrina del nuevo nacimiento, pero yo no veo que en ninguno de los dos casos, su licenciosidad sea de algún modo responsable, sobre la doctrina que ellos dicen creer. No puedo más concebir que un hombre pueda volverse licencioso como una consecuencia directa de creer en Cristo para ser mantenido por la gracia de Dios fuera de todo pecado, y que entonces ese hombre tenga que sumergirse en el infierno, como consecuencia de creer en Cristo de que Él es capaz de sacarlo de ese infierno. En ambos casos, en mi opinión, el mal debe resultar de querer la fe de Cristo, pero no del ejercicio de ella.
Y ahora, para la mayor seguridad de aquellos que siempre temen, yo respondo, de que aquellos que confían en Cristo en ser mantenidos sin pecar, es el hombre, y solamente el hombre, que siempre teme. Él no solamente teme, sino que sabe de que nunca debería, en ninguna circunstancia, mantener se sin pecar por sí mismo, y por ello él vuela a Cristo; pero aquel que no teme siempre, no confía en Cristo, y por eso cae en el pecado. Por lo tanto yo creo plenamente, de que aquellos que temen continuamente, están más seguros, desde que sus temores sea suficientemente grandes como para conducirlos al Señor, en Quien solamente hay justicia y fuerza. Este temor no es tormentoso, es una dulce relación en Cristo.
Por lo tanto, no creo que cualquier absurdo, irregularidad, inconsistencia o crimen que un hombre cometa, sean de alguna manera responsable sobre la doctrina que yo sostengo. Mientras más preciosa sea la moneda verdadera, más deseable es la moneda falsa, para un hombre impío. La bendita doctrina de que es posible ser mantenido sin cometer ningún pecado a través de la fe en Cristo, será falseada por los hombres impíos, por motivos licenciosos, no tengo ninguna duda; ¡pero debo yo, por eso, lanzar fuera la moneda, la más preciosa que jamás haya sido dada al hombre perdido, desde la casa de la moneda inagotable del cielo! No, mi hermano. La Palabra de Dios me asegura que mi Redentor fue llamado “JESÚS, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mat. 1:21).; “Y sabéis que Él apareció para quitar nuestros pecados, y no hay pecado en Él. Todo aquel que permanece en Él, no peca” (1 Juan 3:5-6); y a ese Salvador tengo que aferrarme como si fuese el agarrón de la muerte; porque no veo ningún momento de seguridad en ninguna otra parte, sino bajo la sombra de Sus alas. “El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente. Diré yo a Jehová: esperanza mía, y castillo mío; mi Dios, en quien confiaré. Él te librará del lazo del cazador, de la peste destructora. Con sus plumas te cubrirá, y debajo de sus alas estarás seguro; escudo y adarga es su verdad”. (Salmo 91:1-4).
Y ahora, hermano, creo que existen aquellos que realmente abrazan esta gran salvación completamente, de tal manera que sus caracteres son formados a través de ella, y que pueden decir, “lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a Sí mismo por mí” (Gal. 2:20).; y ciertamente creo que ellos no solamente están decididos, sino que eminentemente, son más mansos y celestiales que cualquier otra clase de hombres. Es mi deber decir aquí, sin embargo, que nada, en mi punto de vista, es santo, lo cual chasquea el cumplimiento de aquella promesa, “y circuncidará Jehová tu Dios tu corazón, y el corazón de tu descendencia, para que ames a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, a fin de que vivas” (Deut. 30:6). El hijo de Dios no es, en mi opinión, “un sepulcro blanqueado” (Mat. 23:27). Santidad es “la justicia de la ley cumplida en nosotros” (Rom. 8:4). Con cualquier punto de vista de santificación que no haga que esta consista en amar a Dios con todo el corazón, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos, yo no tengo amistad (concordancia). Si un hombre me dice que su creencia, es que a través de las operaciones del Espíritu Santo sobre su corazón, recibido por la fe en Cristo por el cumplimiento de las promesas de Dios, él ha sido habilitado, “a amar a Dios con todo su corazón, y a su prójimo como a sí mismo” (Luc. 10:27); puesto que yo creo que Dios ha prometido en “circuncidar su corazón, para amar al Señor su Dios con todo su corazón, y con toda su alma”. Yo no tengo ningún derecho a dudar de que las promesas de Dios son así cumplidas en él, a menos que yo vea que en su vida él se aparta del camino recto del Señor, tal como ha sido revelado en Su santa Palabra. Pero “a la ley y al testimonio. Si no dijeren conforme a esto (o no actuaren conforme a esto), es porque no hay luz en ellos”. (Isa. 8:20).
Estoy completamente enterado, sin embargo, de que existen aquellos que dicen ser “perfectos en Cristo Jesús” (Col. 1:28), pero que cometen grandes errores en este mismo punto; y de esta manera lo hacen, de una forma muy gravosa, porque “no sea vituperado el camino de la verdad” (Rom. 14:16). Dejando a un lado la clara Palabra de Dios, como una regla, y la única regla que debe gobernar su fe, y probar sus sentimientos, y formar sus opiniones, y conformar toda su conducta, y volviendo a tomar la creencia de que el Espíritu Santo habita de tal manera en ellos, que no necesitan buscar la Biblia como su único guía, pero que pueden seguir cualquier impulso que surja dentro de ellos, se colocan inmediatamente en el ancho camino del fanatismo, y se vuelven lo que Cristo habría sido, si lo hubiese hecho, en relación a la sugestión de Satanás, para que se arrojase él mismo del pináculo del templo, tentadores de Dios. Aun cuando me haya prometido a mí, en Su Palabra, cada requisito para alcanzar todas las necesidades reales de mi ser, aun el completo cumplimiento de mi más alto bien, tanto en la tierra como en el cielo, Él nunca me ha dado licencia para transgredir ya sea Sus leyes físicas o morales, en la expectativa de que Él me suplirá una necesidad que yo presuntuosamente creé. Si yo tuviese que ganarle a una eminencia, con la expectativa de que Dios me salvará de la muerte eliminando la ley de la gravedad, o dándome alas; o, si me abstengo voluntariamente de comer, con la expectativa de que Dios preservará mi vida sin comer; o si me aventuro en el mar en un barco que hace agua, con la expectativa de que Dios me salvará de hundirme; en todo eso yo estoy tentado a Dios, a través de una transgresión consciente de una ley física. Yo no tengo ningún derecho de esperar cualquier seguridad milagrosa delante de mis manos, tal como Él lo hizo con Moisés, de que Él va a estar conmigo de una manera milagrosa. De la misma manera no puedo transgredir los preceptos morales, lanzándome a mí mismo en el camino de la tentación innecesariamente, pensando que Dios me librará de ser vencido; o haciendo algo que la Palabra de Dios claramente condena, en la presunción de que el Espíritu Santo me guía hacia eso, y de que eso por lo tanto no es pecado. Yo se que existen aquellos que se han aventurado en este terreno, y al hacer esto han traído muchos reproches sobre Cristo y Su causa. Yo no debo creer en “todo espíritu, sino que debo probar los espíritus, para ver si son de Dios” (1 Juan 4:1). ¿Pero a través de qué medio debo probar los espíritus? Claramente a través de la Palabra revelada; yo no tengo otra regla, y no necesito otra. Si siento un impulso, y entonces quiero hacer algo que es contrario a la clara Palabra de Dios, no necesito errar la fuente de la cual provino tal impulso. Yo se que el diablo es el originador de ese impulso, tan ciertamente como si yo estuviese viendo su cabeza de serpiente, o su lengua bifurcada, o sus ojos resplandecientes, o si escuchase sus silbantes palabras de su infernal garganta. Yo se que existen aquellos que están acostumbrados a decir, “cualquier cosa que el Señor me diga, yo la haré”. Pero yo se que el Señor nunca les dirá algo que sea contrario a lo que está en la Biblia; y cuando son llevados a hacer cualquiera de estas cosas, ciertamente están siendo guiados por Satanás. Además, no estoy queriendo influenciar la conducta de mi prójimo, a menos que pueda mostrarles buenas y suficientes razones del curso de vida que yo desearía que ellos siguiesen. Puedo esperar mucho más, que donde me guíe el Espíritu Santo, Él me mostrará las mejores razones para seguirlo; y, por estas razones, yo debo mirar la Palabra que Él ha inspirado.
A partir de este error de seguir impulsos en vez de seguir la Palabra de Dios, han surgido muchas inconsistencias, y en algunos casos, que no pongo en duda, prácticas licenciosas de algunos llamados Perfeccionistas. En vez de permanecer cerca de la Palabra de Dios, convirtiéndola en su única regla de vida, escribiéndola en sus corazones, y las mantendrás como “frontales entre tus ojos” (Deut. 6:8), ellos han embebido con la idea de que el Espíritu Santo mora en ellos, como si fuese un guía infalible, sin ninguna referencia a la clara voluntad revelada de Dios. Y cuando un hombre camina sobre ese camino, puede esperar, como le sucedió a aquel que descendía de Jerusalén hacia Jericó, encontrarse entre ladrones, encontrarse herido, robado de sus vestimentas, y después, dejado, casi muerto. Él mismo se arrojó indefenso entre enemigos mortales; porque la Palabra de Dios debiera haber sido una espada para él y un escudo. Él podría haber arrojado fuera el timón, el compás, la carta de navegación, el cuadrante y el cronómetro en la mitad el océano, y dejar que Dios lo guiase al puerto al cual quería llegar. O entonces, vagabundeando entre dificultades en una noche oscura, arrojar fuera su lámpara de aceite, y caminar de forma segura por la fe. El Espíritu Santo ha sido en realidad dado para guiarnos en toda la verdad, pero toda la verdad que necesitamos saber está en la Biblia; y toda la guía que necesitamos, es un correcto entendimiento y práctica de lo que contiene la Biblia.
Pero cuando Dios me ha revelado claramente que Él está listo para “derramar agua limpia sobre mí y dejarme limpio de todas mis inmundicias, y de todos mis ídolos para dejarme limpio, y para salvarme de todas mis inmundicias” (Eze. 36:25,29); cuando inquiero a respecto de Él para que lo ejecute en mí; y cuando Él había jurado que lo haría en mí, que “habiendo sido liberado de la mano de mis enemigos, pudiera servirlo sin miedo, en santidad y en justicia ante Él todos los días de mi vida, y habiendo levantado a Cristo, un cuerno de salvación para mí, para llevar a cabo aquel pacto y juramento” (Luc. 1:74-75,69,72-73), y me ha asegurado que “todas las promesas de Dios en Cristo son sí y en Él amén, para la gloria de Dios por mí (2 Cor. 1:20); ¿si sigo impulsos en vez de seguir la Biblia, cuando confío plenamente en Cristo, que estas promesas y este juramento de Dios será cumplido en mí por amor de Cristo? ¿Puedo estar en peligro de alejarme tocando mi propio cuerno de salvación, el cual Dios ha levantado para mí, y confiando solamente en Él de que Él va a efectuar en mí exactamente lo que Él vino a hacer?
A esta altura, mi hermano, mi corazón está oprimido, y trata de buscar palabras para expresar sus efusivas emociones. Me creo, a mí mismo, estar parado en una posición donde divergen dos caminos. En uno, veo a una clase de personas caminando, que gritan, “fuera con los sábados, con las ordenanzas y con la Palabra escrita de Dios, fuera con todas las leyes y reglas de conducta, tanto humanas como divinas. No necesitamos de ninguna ley, ni regla de fe o práctica, ni medios de gracia, ni devoción privada ni comunión con nuestro Padre en secreto, ni altares domésticos, ni oraciones sinceras ni esforzadas, ni esfuerzo fiel y preservante, para convertir a un mundo perdido para Dios. Habitamos en Cristo y Él en nosotros, y por eso no podemos pecar; y cualquiera que sea el impulso que sentimos, sabemos que es la influencia del Santo Espíritu, el cual no puede errar, y por lo tanto lo podemos seguir con absoluta seguridad donde quiera que sea que nos lleve tal experiencia”. En esos oídos yo gritaría de la forma más fuerte que pudiera hacerlo, ¡peligro, peligro, peligro! ¡cuidado, cuidado! ¡no os metáis en tal camino! ¡Alejáos, no paséis por él, dad media vuelta y alejáos! Hay hombres llamados Perfeccionistas. ¿Puedo andar con ellos en ese terreno? Ni siquiera un paso. Para guardar los mandamientos y las ordenanzas del Señor, mi Biblia me dice que tengo que “someterme a mí mismo a toda ordenanza de hombre, por amor al Señor (1 Pedro 2:13), “que los poderes que hay son ordenados por Dios”, y el que “quiera que sea, que así, resista el poder, resiste la ordenanza de Dios” (Rom. 13:1-2). Con tales hombres, en esos asuntos, yo no tengo, yo no puedo tener, ninguna simpatía. Yo creo que hay algunas almas realmente convertidas, las cuales caen en estos errores, y son terriblemente engañados y desviados. Creo que otros toman estas nociones, en cuyos corazones ni por un instante ha estado el temor a Dios, y los siguen en toda suerte de licenciosidades y excesos criminales. Estos se convierten en los más perfectos y distinguidos siervos de Satanás, que él haya obtenido jamás para su obra. No consigo concebir que el archiengañador haya podido jamás juntar un conjunto tal de principios. Podría simpatizar con cualquier forma de infidelidad que haya alguna vez maldecido la tierra.
Pero por otro lado, y en el otro camino, veo una multitud de profesos creyentes caminando, quienes, por miedo a andar en el camino errado, no se atreven a creer en Dios cuando Él les dice, “Yo voy a limpiarlos de todas vuestras inmundicias, y de todos vuestros ídolos” (Eze. 36:25), y cuando les jura que Él “les garantiza, que ellos serán liberados de las manos de sus enemigos, puede servirlo sin temor, en santidad y justicia, ante Él todos los días de sus vidas” (Luc. 1:74-75). ¿Puedo simpatizar con la incredulidad de estos? Yo creo que es su privilegio, y también el mío, el de “habitar en Cristo, para no pecar” (1 Juan 3:6), para que “la obra de tal justicia sea la paz; el efecto de tal justicia, quietud y seguridad para siempre; y que todos los que creen en Cristo, puedan alcanzar en Él una habitación segura, un vivir seguro, un lugar tranquilo para descansar”. (Isa. 32:17-18). Anhelo que el pueblo de Dios sepa y disfrute de su alto privilegio de habitar en Cristo, porque yo creo firmemente que redundará en el grado más alto del honor de Dios y de Su bienestar. Esta visión de santificación, la reclamo, no tiene nada que ver con el elemento esencial de lo que se ha llamado Perfeccionismo. Ese nombre y sus principios yo los desapruebo totalmente, y le declaro al mundo que ningún hombre tiene el derecho de cargármelos a mí.
Pero cuando miro a mí alrededor buscando a los profesos seguidores de mi Salvador, y veo cuán poco saben, aparentemente, y cuán poco parecen disfrutar de esta gran salvación de nuestro Dios, me parece estar elevando la siguiente oración:
“Cada cansado y errante espíritu, guíalo a Tu perfecta paz”.
Y cuando veo cuántos, de los que llevan el nombre de Cristo, parecen estar rodeados de dudas y miedos, andando a tientas en densas oscuridades en pleno medio día, cayendo ante enemigos espirituales a los cuales ellos no conocen ni saben cómo hacerlos desaparecer, y llorando sobre una continua repetición de pecados, los cuales no saben cómo vencerlos, anhelo decirles a esos, “¡Despertad! ¡Parad de andar vagando, id a vuestro calmo hogar, caminantes! ¡Mirad, el Príncipe de la Paz! ¡Mirad, el Hijo de Dios ha venido!
No miréis más, como el esparcido e incrédulo Israel, por un Salvador que aun ha de venir. Decid, juntamente con el creyente Zacarías, “bendito sea el Señor Dios de Israel, porque Él ha visitado y ha redimido a Su pueblo. Y ha levantado un cuerno de salvación para nosotros, para ejecutar Su prometida misericordia, Su pacto, Su juramento; para librarnos de la mano de nuestros enemigos, y así garantizarnos de que podemos servirle sin miedo, en santidad y justicia ante Él, todos los días de nuestra vida” (Luc. 1:68-69,72,75).
Y tú me preguntas, finalmente, relacionado conmigo mismo. Aquí, querido hermano, hablo sin fingida timidez. Me gusta mirar a mi Salvador, y asegurarlo en toda Su totalidad en relación a mis necesitados, moribundos amigos. Pero en mí mismo, fuera de lo que la gracia de Dios ha hecho, y hará por mí, no encuentro nada más que la tiniebla y el perfecto alineamiento de Belcebú, el príncipe de los demonios. Hablo sinceramente, hermano mío. Yo se que Dios puede retirar Su gracia de mí, y dejarme sólo, y no hay ningún pecado que no esté al alcance de mis poderes, que yo ejecutaría inmediatamente y lo practicaría para siempre.
Y ahora, habiéndole contado lo que pienso de mí mismo, para mi propia vergüenza, permítame contarle qué es lo que pienso de la gracia de Dios, siendo todo para su alabanza. Dios ha prometido “habitar en mí, y caminar conmigo y ser mí Dios” (2 Cor. 6:16), y yo considero esto una garantía de cualquier bien posible que Él pueda darme. “Teniendo por lo tanto tales promesas”, yo espero que confiando en Cristo, que serán cumplidas en mí por Su amor, “para ser lavado de todas mis iniquidades de la carne y del espíritu, y para perfeccionar la santidad en el temor de Dios” (2 Cor. 7:1).
Mí Dios me ha mostrado que Él me garantizará, que yo, habiendo sido liberado de las manos de mis enemigos, pueda servirle sin miedo, en santidad y justicia, ante Él, todos los días de mí vida; y Él ha levantado a Jesucristo para que sea mi cuerno de salvación, para realizar en mí esta misericordia prometida a nuestros padres, para recordar este santo pacto, este juramento que Él juró. Yo, por lo tanto, espero, a través de la fortaleza y de la fidelidad de mí Señor Jesucristo, que realizará en mí este santo pacto y juramento de Dios, para ser liberado de las manos de mis enemigos, y para servir a Dios sin miedo, en santidad y justicia ante Él, todos los días de mí vida. Yo espero que Él, de acuerdo con Su propia promesa, será fiel para santificarme completamente, y para preservar todo mí espíritu, y alma, y cuerpo, sin mancha, hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo. En mí mismo, no soy más que un miserable y perdido pecador; pero en mí Salvador “habita toda la totalidad de la Deidad corporalmente”; y Él me ha hecho “completo en Él” (Col. 2:9-10). Por lo tanto, yo espero “habitar en Él”; y “quienquiera que habite en Él no peca” (1 Juan 3:6).
Y ahora, mi hermano, relacionado con lo que voy a predicar, sólo tengo que decir, que espero revelarle a mi querido amigo, tan lejos y tan largo como mí Dios me lo permita, “esta fuente que ha sido abierta para la casa de David, y para los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la inmundicia” (Zac. 13:1). Espero hacer todo lo que esté en mí poder hacer, mi querido amigo, conocido con el “santo pacto de nuestro Dios, y con el juramento con que Él juró, que Él nos garantizará, que nosotros, siendo liberados de las manos de nuestros enemigos, podemos servirle sin miedo, en santidad y justicia ante Él, todos los días de mí vida”, y que Cristo es nuestro “cuerno de salvación” (Luc. 1:72-75,69) para realizar este pacto, este juramento de un Dios guardador de pacto; de que toda promesa de Dios “es sí y amén en Cristo para la gloria de Dios por nosotros” (2 Cor. 1:20). Que Aquel que nos ha llamado es fiel, para santificarnos totalmente, y para preservar todo nuestro espíritu, alma y cuerpo sin mancha, hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo (1 Tes. 5:23). Que Cristo se dio a Sí mismo por nosotros, que Él puede santificarnos y limpiarnos con el agua que limpia, que es la palabra, para que Él pueda presentarnos a Él mismo, como una iglesia gloriosa, sin mancha, o arruga, o cualquier otra cosa, para que fuese santa y sin mancha (Efe. 5:25-27); y que ellos tienen solamente, como dice Pablo, “que creer en Dios que será así como se me ha dicho” (Hechos 27:25); y, como Abrahán, “para no dudar en la promesa de Dios a través de la incredulidad, sino que para ser fuerte en la fe, dando gloria a Dios, habiendo sido completamente persuadido que lo que Dios ha prometido, Él está capacitado para realizarlo (Rom. 4:20-21); y como Sara para juzgarlo justo por lo que ha prometido (Heb. 11:11); y colocando esta confianza en su Salvador, ellos recibirán el cumplimiento de las grandes y preciosas promesas, para ser “participantes de la naturaleza divina, habiendo escapado de la corrupción que hay en el mundo a través de la concupiscencia” (2 Pedro 1:4); que habiendo estas promesas y esta fe en Cristo por su cumplimiento, “ellos se lavarían a sí mismos de toda inmundicia de la carne y del espíritu, y podrán tener perfecta santidad en el temor de Dios” (2 Cor. 7:1). Esto, mi hermano, yo lo veo como la gloria, la excelencia coronada del evangelio, la estrella más brillante en todo el firmamento de la verdad revelada; y con el permiso de mí Salvador, espero decirle a mi querido amigo en este día de esperanza, hasta que la mano que los apunta sea dada a los gusanos. Es, para mi alma, una fuente de aguas vivas, que salta hacia la vida, y espero decirle a mi querido amigo, “a todos los sedientos, venid a las aguas; y los que no tienen dinero, venid, comprad y comed. Venid y comprad sin dinero y sin precio, vino y leche” (Isa. 55:1); y no paréis, hasta que los labios que tienen el alto privilegio de aceptar tal invitación, no puedan hablar más.
Y ahora, mi querido hermano, tenéis todo mi corazón completamente abierto, sin reserva; y a Dios me entrego a mí mismo, y a Su verdad, y a la causa del Salvador, más querido para mí que mí vida. “A Aquel que está capacitado para guardarnos de caer, y para presentarnos sin falta ante la presencia de Su gloria, con extrema alegría, al único Dios sabio nuestro Salvador, sea la gloria y la majestad, el dominio, el dominio, el poder, ahora y siempre. Amén”. (Judas 24-25).
En este punto quiero recalcar, que hay un pasaje que me ha servido como una llave para abrir los ricos tesoros de la Palabra de Dios; y que, por algunos años, ha estado abriéndome más y más “cuales las riquezas de la gloria de su herencia en los santos” (Efe. 1:18), y que ha hecho mucho para traerme hasta donde estoy hoy, “por la gracia de Dios”, hoy día. Se encuentra en 2 Cor. 1:20 y dice: “Porque todas las promesas de Dios son en él Si, y en él Amén, por medio de nosotros, para la gloria de Dios”. A través de esto yo entiendo, que aunque ninguna promesa de Dios se haya cumplido en nosotros, excepto a través del amor de Cristo, nosotros podemos tener el cumplimiento de toda promesa, en el cumplimiento de la cual nosotros confiamos en Cristo; y que cuando confiamos en Cristo, y recibimos a través de su amor el cumplimiento de las promesas de Dios, entonces Dios es glorificado por nosotros. Tome entonces la promesa, “Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados” (Isa. 43:25). ¿En quién se cumple esa promesa? En él, y solamente en él, en el que confía en Cristo, de que se cumpla por el amor de Cristo. Una persona así, siempre recibe perdón, pero solamente quien cree realmente en eso.
Tome ahora la promesa, “esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré... y os guardaré de todas vuestras inmundicias” (Eze. 36:25,29); “y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tes. 5:23); ¿Y en quiénes se cumplieron esas promesas? Así como las promesas que pleitean el perdón del pecado, son todas si y amén en Cristo, para la gloria de Dios a través de nosotros, de tal manera que cuando vamos a Cristo, y confiamos en Él, de tener estas promesas cumplidas en nosotros por amor a Él mismo, el propio Dios “esparcirá sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré... y os guardaré de todas vuestras inmundicias, y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo”. A través de las promesas de Dios, entonces, nos limpiamos a nosotros mismos de toda inmundicia de la carne y del espíritu, y obtenemos una santidad perfecta en el temor de Dios, cuando creemos en el Señor Jesús Cristo, de que estas promesas se cumplirán en nosotros por amor a Él mismo. Aquí, me parece, hay, en estos últimos días, un gran alejamiento de la fe, y cuando la iglesia de Cristo aprenda a limpiarse a sí misma de toda inmundicia de la carne y del espíritu, y de tener una perfecta santidad en el temor de Dios, confiando en Cristo para el cumplimiento de esas excelentemente grandes y preciosas promesas que pleitean para su salvación de todas sus inmundicias, ella se pondrá sus preciosas ropas, y surgirá y brillará, habiendo recibido su luz, y habiendo surgido la gloria del Señor sobre ella (Isa. 52:1;60:1).
Y ahora querido hermano, voy a mirar directamente sus preguntas. Usted ya ha obtenido una abundante respuesta en relación a la pregunta de si el hombre es, o puede ser santo en esta vida. Aun cuando yo crea que existe muy poca santidad en el mundo, creo que existe una abundante provisión hecha por la gracia de Dios a través de la cual los cristianos pueden “estar firmes, perfectos y completos en todo lo que Dios quiere” (Col. 4:12).; y yo creo que en los días de Pablo, Pedro y Juan, esta gracia estaba totalmente disponible, a través de la fe en Cristo, por el cumplimiento de las promesas de Dios, y así también es ahora, para todo aquel que haga uso del mismo camino.
En relación a los mártires, yo creo que nadie nunca fue un mártir de Cristo, si no estaba totalmente limpio de todo pecado; porque, entregar todo el mundo, y entregar la propia vida, por amor a Cristo, muestra claramente que esa persona tiene que haber amado a Cristo, con todo su indivisible corazón, y por ello, tiene que haber estado libre de todo pecado. Los hombres pueden llegar a ser mártires por otras cosas, que no tienen ninguna relación con Cristo, como millones lo han hecho con las malas pasiones de los hombres; pero ningún hombre, en mi comprensión, nunca llegó a ser un mártir por amor a Cristo, sin que su corazón haya sido purificado, y llenado con el amor a Cristo. Yo creo, por lo tanto, que cada mártir real del evangelio fue limpio de todo pecado, antes de dejar el mundo.
En tiempos modernos, muchos hombres devotos parece que no han sido capaces de apropiarse de todas las riquezas de la gracia de Dios, y han mantenido, que ningún cristiano en la tierra “se ha limpiado de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2 Cor. 7:1). Pero si un hombre puede ser limpiado del pecado, a través de la fe en Cristo por el cumplimiento de las promesas de Dios, un instante antes de morir, ¿por qué no un día, o un año, o 20, o 50 años?
Usted quiso saber mis puntos de vista, en relación al carácter general de aquellos que han abrazado la doctrina de la completa santificación en esta vida. Yo respondo, que no tengo ninguna duda de que algunos, profesando una creencia en esta doctrina, han sido licenciosos, de tal manera que tenemos algunos que profesan creer en la doctrina del nuevo nacimiento, pero yo no veo que en ninguno de los dos casos, su licenciosidad sea de algún modo responsable, sobre la doctrina que ellos dicen creer. No puedo más concebir que un hombre pueda volverse licencioso como una consecuencia directa de creer en Cristo para ser mantenido por la gracia de Dios fuera de todo pecado, y que entonces ese hombre tenga que sumergirse en el infierno, como consecuencia de creer en Cristo de que Él es capaz de sacarlo de ese infierno. En ambos casos, en mi opinión, el mal debe resultar de querer la fe de Cristo, pero no del ejercicio de ella.
Y ahora, para la mayor seguridad de aquellos que siempre temen, yo respondo, de que aquellos que confían en Cristo en ser mantenidos sin pecar, es el hombre, y solamente el hombre, que siempre teme. Él no solamente teme, sino que sabe de que nunca debería, en ninguna circunstancia, mantener se sin pecar por sí mismo, y por ello él vuela a Cristo; pero aquel que no teme siempre, no confía en Cristo, y por eso cae en el pecado. Por lo tanto yo creo plenamente, de que aquellos que temen continuamente, están más seguros, desde que sus temores sea suficientemente grandes como para conducirlos al Señor, en Quien solamente hay justicia y fuerza. Este temor no es tormentoso, es una dulce relación en Cristo.
Por lo tanto, no creo que cualquier absurdo, irregularidad, inconsistencia o crimen que un hombre cometa, sean de alguna manera responsable sobre la doctrina que yo sostengo. Mientras más preciosa sea la moneda verdadera, más deseable es la moneda falsa, para un hombre impío. La bendita doctrina de que es posible ser mantenido sin cometer ningún pecado a través de la fe en Cristo, será falseada por los hombres impíos, por motivos licenciosos, no tengo ninguna duda; ¡pero debo yo, por eso, lanzar fuera la moneda, la más preciosa que jamás haya sido dada al hombre perdido, desde la casa de la moneda inagotable del cielo! No, mi hermano. La Palabra de Dios me asegura que mi Redentor fue llamado “JESÚS, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mat. 1:21).; “Y sabéis que Él apareció para quitar nuestros pecados, y no hay pecado en Él. Todo aquel que permanece en Él, no peca” (1 Juan 3:5-6); y a ese Salvador tengo que aferrarme como si fuese el agarrón de la muerte; porque no veo ningún momento de seguridad en ninguna otra parte, sino bajo la sombra de Sus alas. “El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente. Diré yo a Jehová: esperanza mía, y castillo mío; mi Dios, en quien confiaré. Él te librará del lazo del cazador, de la peste destructora. Con sus plumas te cubrirá, y debajo de sus alas estarás seguro; escudo y adarga es su verdad”. (Salmo 91:1-4).
Y ahora, hermano, creo que existen aquellos que realmente abrazan esta gran salvación completamente, de tal manera que sus caracteres son formados a través de ella, y que pueden decir, “lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a Sí mismo por mí” (Gal. 2:20).; y ciertamente creo que ellos no solamente están decididos, sino que eminentemente, son más mansos y celestiales que cualquier otra clase de hombres. Es mi deber decir aquí, sin embargo, que nada, en mi punto de vista, es santo, lo cual chasquea el cumplimiento de aquella promesa, “y circuncidará Jehová tu Dios tu corazón, y el corazón de tu descendencia, para que ames a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, a fin de que vivas” (Deut. 30:6). El hijo de Dios no es, en mi opinión, “un sepulcro blanqueado” (Mat. 23:27). Santidad es “la justicia de la ley cumplida en nosotros” (Rom. 8:4). Con cualquier punto de vista de santificación que no haga que esta consista en amar a Dios con todo el corazón, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos, yo no tengo amistad (concordancia). Si un hombre me dice que su creencia, es que a través de las operaciones del Espíritu Santo sobre su corazón, recibido por la fe en Cristo por el cumplimiento de las promesas de Dios, él ha sido habilitado, “a amar a Dios con todo su corazón, y a su prójimo como a sí mismo” (Luc. 10:27); puesto que yo creo que Dios ha prometido en “circuncidar su corazón, para amar al Señor su Dios con todo su corazón, y con toda su alma”. Yo no tengo ningún derecho a dudar de que las promesas de Dios son así cumplidas en él, a menos que yo vea que en su vida él se aparta del camino recto del Señor, tal como ha sido revelado en Su santa Palabra. Pero “a la ley y al testimonio. Si no dijeren conforme a esto (o no actuaren conforme a esto), es porque no hay luz en ellos”. (Isa. 8:20).
Estoy completamente enterado, sin embargo, de que existen aquellos que dicen ser “perfectos en Cristo Jesús” (Col. 1:28), pero que cometen grandes errores en este mismo punto; y de esta manera lo hacen, de una forma muy gravosa, porque “no sea vituperado el camino de la verdad” (Rom. 14:16). Dejando a un lado la clara Palabra de Dios, como una regla, y la única regla que debe gobernar su fe, y probar sus sentimientos, y formar sus opiniones, y conformar toda su conducta, y volviendo a tomar la creencia de que el Espíritu Santo habita de tal manera en ellos, que no necesitan buscar la Biblia como su único guía, pero que pueden seguir cualquier impulso que surja dentro de ellos, se colocan inmediatamente en el ancho camino del fanatismo, y se vuelven lo que Cristo habría sido, si lo hubiese hecho, en relación a la sugestión de Satanás, para que se arrojase él mismo del pináculo del templo, tentadores de Dios. Aun cuando me haya prometido a mí, en Su Palabra, cada requisito para alcanzar todas las necesidades reales de mi ser, aun el completo cumplimiento de mi más alto bien, tanto en la tierra como en el cielo, Él nunca me ha dado licencia para transgredir ya sea Sus leyes físicas o morales, en la expectativa de que Él me suplirá una necesidad que yo presuntuosamente creé. Si yo tuviese que ganarle a una eminencia, con la expectativa de que Dios me salvará de la muerte eliminando la ley de la gravedad, o dándome alas; o, si me abstengo voluntariamente de comer, con la expectativa de que Dios preservará mi vida sin comer; o si me aventuro en el mar en un barco que hace agua, con la expectativa de que Dios me salvará de hundirme; en todo eso yo estoy tentado a Dios, a través de una transgresión consciente de una ley física. Yo no tengo ningún derecho de esperar cualquier seguridad milagrosa delante de mis manos, tal como Él lo hizo con Moisés, de que Él va a estar conmigo de una manera milagrosa. De la misma manera no puedo transgredir los preceptos morales, lanzándome a mí mismo en el camino de la tentación innecesariamente, pensando que Dios me librará de ser vencido; o haciendo algo que la Palabra de Dios claramente condena, en la presunción de que el Espíritu Santo me guía hacia eso, y de que eso por lo tanto no es pecado. Yo se que existen aquellos que se han aventurado en este terreno, y al hacer esto han traído muchos reproches sobre Cristo y Su causa. Yo no debo creer en “todo espíritu, sino que debo probar los espíritus, para ver si son de Dios” (1 Juan 4:1). ¿Pero a través de qué medio debo probar los espíritus? Claramente a través de la Palabra revelada; yo no tengo otra regla, y no necesito otra. Si siento un impulso, y entonces quiero hacer algo que es contrario a la clara Palabra de Dios, no necesito errar la fuente de la cual provino tal impulso. Yo se que el diablo es el originador de ese impulso, tan ciertamente como si yo estuviese viendo su cabeza de serpiente, o su lengua bifurcada, o sus ojos resplandecientes, o si escuchase sus silbantes palabras de su infernal garganta. Yo se que existen aquellos que están acostumbrados a decir, “cualquier cosa que el Señor me diga, yo la haré”. Pero yo se que el Señor nunca les dirá algo que sea contrario a lo que está en la Biblia; y cuando son llevados a hacer cualquiera de estas cosas, ciertamente están siendo guiados por Satanás. Además, no estoy queriendo influenciar la conducta de mi prójimo, a menos que pueda mostrarles buenas y suficientes razones del curso de vida que yo desearía que ellos siguiesen. Puedo esperar mucho más, que donde me guíe el Espíritu Santo, Él me mostrará las mejores razones para seguirlo; y, por estas razones, yo debo mirar la Palabra que Él ha inspirado.
A partir de este error de seguir impulsos en vez de seguir la Palabra de Dios, han surgido muchas inconsistencias, y en algunos casos, que no pongo en duda, prácticas licenciosas de algunos llamados Perfeccionistas. En vez de permanecer cerca de la Palabra de Dios, convirtiéndola en su única regla de vida, escribiéndola en sus corazones, y las mantendrás como “frontales entre tus ojos” (Deut. 6:8), ellos han embebido con la idea de que el Espíritu Santo mora en ellos, como si fuese un guía infalible, sin ninguna referencia a la clara voluntad revelada de Dios. Y cuando un hombre camina sobre ese camino, puede esperar, como le sucedió a aquel que descendía de Jerusalén hacia Jericó, encontrarse entre ladrones, encontrarse herido, robado de sus vestimentas, y después, dejado, casi muerto. Él mismo se arrojó indefenso entre enemigos mortales; porque la Palabra de Dios debiera haber sido una espada para él y un escudo. Él podría haber arrojado fuera el timón, el compás, la carta de navegación, el cuadrante y el cronómetro en la mitad el océano, y dejar que Dios lo guiase al puerto al cual quería llegar. O entonces, vagabundeando entre dificultades en una noche oscura, arrojar fuera su lámpara de aceite, y caminar de forma segura por la fe. El Espíritu Santo ha sido en realidad dado para guiarnos en toda la verdad, pero toda la verdad que necesitamos saber está en la Biblia; y toda la guía que necesitamos, es un correcto entendimiento y práctica de lo que contiene la Biblia.
Pero cuando Dios me ha revelado claramente que Él está listo para “derramar agua limpia sobre mí y dejarme limpio de todas mis inmundicias, y de todos mis ídolos para dejarme limpio, y para salvarme de todas mis inmundicias” (Eze. 36:25,29); cuando inquiero a respecto de Él para que lo ejecute en mí; y cuando Él había jurado que lo haría en mí, que “habiendo sido liberado de la mano de mis enemigos, pudiera servirlo sin miedo, en santidad y en justicia ante Él todos los días de mi vida, y habiendo levantado a Cristo, un cuerno de salvación para mí, para llevar a cabo aquel pacto y juramento” (Luc. 1:74-75,69,72-73), y me ha asegurado que “todas las promesas de Dios en Cristo son sí y en Él amén, para la gloria de Dios por mí (2 Cor. 1:20); ¿si sigo impulsos en vez de seguir la Biblia, cuando confío plenamente en Cristo, que estas promesas y este juramento de Dios será cumplido en mí por amor de Cristo? ¿Puedo estar en peligro de alejarme tocando mi propio cuerno de salvación, el cual Dios ha levantado para mí, y confiando solamente en Él de que Él va a efectuar en mí exactamente lo que Él vino a hacer?
A esta altura, mi hermano, mi corazón está oprimido, y trata de buscar palabras para expresar sus efusivas emociones. Me creo, a mí mismo, estar parado en una posición donde divergen dos caminos. En uno, veo a una clase de personas caminando, que gritan, “fuera con los sábados, con las ordenanzas y con la Palabra escrita de Dios, fuera con todas las leyes y reglas de conducta, tanto humanas como divinas. No necesitamos de ninguna ley, ni regla de fe o práctica, ni medios de gracia, ni devoción privada ni comunión con nuestro Padre en secreto, ni altares domésticos, ni oraciones sinceras ni esforzadas, ni esfuerzo fiel y preservante, para convertir a un mundo perdido para Dios. Habitamos en Cristo y Él en nosotros, y por eso no podemos pecar; y cualquiera que sea el impulso que sentimos, sabemos que es la influencia del Santo Espíritu, el cual no puede errar, y por lo tanto lo podemos seguir con absoluta seguridad donde quiera que sea que nos lleve tal experiencia”. En esos oídos yo gritaría de la forma más fuerte que pudiera hacerlo, ¡peligro, peligro, peligro! ¡cuidado, cuidado! ¡no os metáis en tal camino! ¡Alejáos, no paséis por él, dad media vuelta y alejáos! Hay hombres llamados Perfeccionistas. ¿Puedo andar con ellos en ese terreno? Ni siquiera un paso. Para guardar los mandamientos y las ordenanzas del Señor, mi Biblia me dice que tengo que “someterme a mí mismo a toda ordenanza de hombre, por amor al Señor (1 Pedro 2:13), “que los poderes que hay son ordenados por Dios”, y el que “quiera que sea, que así, resista el poder, resiste la ordenanza de Dios” (Rom. 13:1-2). Con tales hombres, en esos asuntos, yo no tengo, yo no puedo tener, ninguna simpatía. Yo creo que hay algunas almas realmente convertidas, las cuales caen en estos errores, y son terriblemente engañados y desviados. Creo que otros toman estas nociones, en cuyos corazones ni por un instante ha estado el temor a Dios, y los siguen en toda suerte de licenciosidades y excesos criminales. Estos se convierten en los más perfectos y distinguidos siervos de Satanás, que él haya obtenido jamás para su obra. No consigo concebir que el archiengañador haya podido jamás juntar un conjunto tal de principios. Podría simpatizar con cualquier forma de infidelidad que haya alguna vez maldecido la tierra.
Pero por otro lado, y en el otro camino, veo una multitud de profesos creyentes caminando, quienes, por miedo a andar en el camino errado, no se atreven a creer en Dios cuando Él les dice, “Yo voy a limpiarlos de todas vuestras inmundicias, y de todos vuestros ídolos” (Eze. 36:25), y cuando les jura que Él “les garantiza, que ellos serán liberados de las manos de sus enemigos, puede servirlo sin temor, en santidad y justicia, ante Él todos los días de sus vidas” (Luc. 1:74-75). ¿Puedo simpatizar con la incredulidad de estos? Yo creo que es su privilegio, y también el mío, el de “habitar en Cristo, para no pecar” (1 Juan 3:6), para que “la obra de tal justicia sea la paz; el efecto de tal justicia, quietud y seguridad para siempre; y que todos los que creen en Cristo, puedan alcanzar en Él una habitación segura, un vivir seguro, un lugar tranquilo para descansar”. (Isa. 32:17-18). Anhelo que el pueblo de Dios sepa y disfrute de su alto privilegio de habitar en Cristo, porque yo creo firmemente que redundará en el grado más alto del honor de Dios y de Su bienestar. Esta visión de santificación, la reclamo, no tiene nada que ver con el elemento esencial de lo que se ha llamado Perfeccionismo. Ese nombre y sus principios yo los desapruebo totalmente, y le declaro al mundo que ningún hombre tiene el derecho de cargármelos a mí.
Pero cuando miro a mí alrededor buscando a los profesos seguidores de mi Salvador, y veo cuán poco saben, aparentemente, y cuán poco parecen disfrutar de esta gran salvación de nuestro Dios, me parece estar elevando la siguiente oración:
“Cada cansado y errante espíritu, guíalo a Tu perfecta paz”.
Y cuando veo cuántos, de los que llevan el nombre de Cristo, parecen estar rodeados de dudas y miedos, andando a tientas en densas oscuridades en pleno medio día, cayendo ante enemigos espirituales a los cuales ellos no conocen ni saben cómo hacerlos desaparecer, y llorando sobre una continua repetición de pecados, los cuales no saben cómo vencerlos, anhelo decirles a esos, “¡Despertad! ¡Parad de andar vagando, id a vuestro calmo hogar, caminantes! ¡Mirad, el Príncipe de la Paz! ¡Mirad, el Hijo de Dios ha venido!
No miréis más, como el esparcido e incrédulo Israel, por un Salvador que aun ha de venir. Decid, juntamente con el creyente Zacarías, “bendito sea el Señor Dios de Israel, porque Él ha visitado y ha redimido a Su pueblo. Y ha levantado un cuerno de salvación para nosotros, para ejecutar Su prometida misericordia, Su pacto, Su juramento; para librarnos de la mano de nuestros enemigos, y así garantizarnos de que podemos servirle sin miedo, en santidad y justicia ante Él, todos los días de nuestra vida” (Luc. 1:68-69,72,75).
Y tú me preguntas, finalmente, relacionado conmigo mismo. Aquí, querido hermano, hablo sin fingida timidez. Me gusta mirar a mi Salvador, y asegurarlo en toda Su totalidad en relación a mis necesitados, moribundos amigos. Pero en mí mismo, fuera de lo que la gracia de Dios ha hecho, y hará por mí, no encuentro nada más que la tiniebla y el perfecto alineamiento de Belcebú, el príncipe de los demonios. Hablo sinceramente, hermano mío. Yo se que Dios puede retirar Su gracia de mí, y dejarme sólo, y no hay ningún pecado que no esté al alcance de mis poderes, que yo ejecutaría inmediatamente y lo practicaría para siempre.
Y ahora, habiéndole contado lo que pienso de mí mismo, para mi propia vergüenza, permítame contarle qué es lo que pienso de la gracia de Dios, siendo todo para su alabanza. Dios ha prometido “habitar en mí, y caminar conmigo y ser mí Dios” (2 Cor. 6:16), y yo considero esto una garantía de cualquier bien posible que Él pueda darme. “Teniendo por lo tanto tales promesas”, yo espero que confiando en Cristo, que serán cumplidas en mí por Su amor, “para ser lavado de todas mis iniquidades de la carne y del espíritu, y para perfeccionar la santidad en el temor de Dios” (2 Cor. 7:1).
Mí Dios me ha mostrado que Él me garantizará, que yo, habiendo sido liberado de las manos de mis enemigos, pueda servirle sin miedo, en santidad y justicia, ante Él, todos los días de mí vida; y Él ha levantado a Jesucristo para que sea mi cuerno de salvación, para realizar en mí esta misericordia prometida a nuestros padres, para recordar este santo pacto, este juramento que Él juró. Yo, por lo tanto, espero, a través de la fortaleza y de la fidelidad de mí Señor Jesucristo, que realizará en mí este santo pacto y juramento de Dios, para ser liberado de las manos de mis enemigos, y para servir a Dios sin miedo, en santidad y justicia ante Él, todos los días de mí vida. Yo espero que Él, de acuerdo con Su propia promesa, será fiel para santificarme completamente, y para preservar todo mí espíritu, y alma, y cuerpo, sin mancha, hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo. En mí mismo, no soy más que un miserable y perdido pecador; pero en mí Salvador “habita toda la totalidad de la Deidad corporalmente”; y Él me ha hecho “completo en Él” (Col. 2:9-10). Por lo tanto, yo espero “habitar en Él”; y “quienquiera que habite en Él no peca” (1 Juan 3:6).
Y ahora, mi hermano, relacionado con lo que voy a predicar, sólo tengo que decir, que espero revelarle a mi querido amigo, tan lejos y tan largo como mí Dios me lo permita, “esta fuente que ha sido abierta para la casa de David, y para los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la inmundicia” (Zac. 13:1). Espero hacer todo lo que esté en mí poder hacer, mi querido amigo, conocido con el “santo pacto de nuestro Dios, y con el juramento con que Él juró, que Él nos garantizará, que nosotros, siendo liberados de las manos de nuestros enemigos, podemos servirle sin miedo, en santidad y justicia ante Él, todos los días de mí vida”, y que Cristo es nuestro “cuerno de salvación” (Luc. 1:72-75,69) para realizar este pacto, este juramento de un Dios guardador de pacto; de que toda promesa de Dios “es sí y amén en Cristo para la gloria de Dios por nosotros” (2 Cor. 1:20). Que Aquel que nos ha llamado es fiel, para santificarnos totalmente, y para preservar todo nuestro espíritu, alma y cuerpo sin mancha, hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo (1 Tes. 5:23). Que Cristo se dio a Sí mismo por nosotros, que Él puede santificarnos y limpiarnos con el agua que limpia, que es la palabra, para que Él pueda presentarnos a Él mismo, como una iglesia gloriosa, sin mancha, o arruga, o cualquier otra cosa, para que fuese santa y sin mancha (Efe. 5:25-27); y que ellos tienen solamente, como dice Pablo, “que creer en Dios que será así como se me ha dicho” (Hechos 27:25); y, como Abrahán, “para no dudar en la promesa de Dios a través de la incredulidad, sino que para ser fuerte en la fe, dando gloria a Dios, habiendo sido completamente persuadido que lo que Dios ha prometido, Él está capacitado para realizarlo (Rom. 4:20-21); y como Sara para juzgarlo justo por lo que ha prometido (Heb. 11:11); y colocando esta confianza en su Salvador, ellos recibirán el cumplimiento de las grandes y preciosas promesas, para ser “participantes de la naturaleza divina, habiendo escapado de la corrupción que hay en el mundo a través de la concupiscencia” (2 Pedro 1:4); que habiendo estas promesas y esta fe en Cristo por su cumplimiento, “ellos se lavarían a sí mismos de toda inmundicia de la carne y del espíritu, y podrán tener perfecta santidad en el temor de Dios” (2 Cor. 7:1). Esto, mi hermano, yo lo veo como la gloria, la excelencia coronada del evangelio, la estrella más brillante en todo el firmamento de la verdad revelada; y con el permiso de mí Salvador, espero decirle a mi querido amigo en este día de esperanza, hasta que la mano que los apunta sea dada a los gusanos. Es, para mi alma, una fuente de aguas vivas, que salta hacia la vida, y espero decirle a mi querido amigo, “a todos los sedientos, venid a las aguas; y los que no tienen dinero, venid, comprad y comed. Venid y comprad sin dinero y sin precio, vino y leche” (Isa. 55:1); y no paréis, hasta que los labios que tienen el alto privilegio de aceptar tal invitación, no puedan hablar más.
Y ahora, mi querido hermano, tenéis todo mi corazón completamente abierto, sin reserva; y a Dios me entrego a mí mismo, y a Su verdad, y a la causa del Salvador, más querido para mí que mí vida. “A Aquel que está capacitado para guardarnos de caer, y para presentarnos sin falta ante la presencia de Su gloria, con extrema alegría, al único Dios sabio nuestro Salvador, sea la gloria y la majestad, el dominio, el dominio, el poder, ahora y siempre. Amén”. (Judas 24-25).
Re: Charles Fitch - El Pecado no Tendra Dominio Sobre Ti,
Carta al Presbítero de Newark
Autor: Charles Fitch
Editada en Guía para la Perfección Cristiana, Vol. I, Nº10, Abril de 1840, páginas 217-234.
Al Presbítero de Newark
Querido hermano:
Después de haberle enterado con mis puntos de vista y sentimientos en relación con el asunto de la santificación, usted ha emitido una resolución declarando que son errores importantes y peligrosos, y amonestándome a que no continúe predicándolos. Por lo tanto debo decirle, hermano, y espero hacerlo con toda mansedumbre y humildad, y con amor en el corazón, que no puedo acepar su amonestación; y por las siguientes razones:
Autor: Charles Fitch
Editada en Guía para la Perfección Cristiana, Vol. I, Nº10, Abril de 1840, páginas 217-234.
Al Presbítero de Newark
Querido hermano:
Después de haberle enterado con mis puntos de vista y sentimientos en relación con el asunto de la santificación, usted ha emitido una resolución declarando que son errores importantes y peligrosos, y amonestándome a que no continúe predicándolos. Por lo tanto debo decirle, hermano, y espero hacerlo con toda mansedumbre y humildad, y con amor en el corazón, que no puedo acepar su amonestación; y por las siguientes razones:
Re: Charles Fitch - El Pecado no Tendra Dominio Sobre Ti,
Razón Número Uno.-
Hace ya un par de años, desde que, después de una etapa de oscuridad espiritual y de pena, llegué plenamente a la conclusión, de que había algo en la religión de Jesucristo, a la cual yo había sido un extraño. Me había visto a mí mismo como un pecador ante Dios, mereciendo ampliamente Su eterna indignación. Había visto que Dios sería santo, justo y bueno, y merecedor de universal y eterna adoración, si me castigase con la destrucción eterna de Su presencia y de la gloria de Su poder. También había visto en Cristo el Salvador, quien, después de haber hecho expiación por toda la humanidad en la cruz, estaba apto, por los méritos de esa expiación, para salvar hasta lo máximo a todo aquel que fuese a Dios a través de Él; y en ese Salvador me he arrojado yo mismo como siendo mi única esperanza, y he confiado en Él, y solamente en Él, como mi Libertador de la ira de Dios.
Al confiar así en Él, mi crucificado Salvador, para mí salvación, fui llenado por un tiempo con gran alegría y paz por haber creído, y continué mi caminada alegremente. Al pasar los años, y con estas vívidas emociones de alegría en el Señor, he sido casi un completo extraño, excepto por un corto periodo de tiempo inmediatamente después de mi primera conversión a Cristo, cuando probé en gran grado, la paz que ellos están seguros de encontrar, que vienen con un corazón penitente debido al pecado, y confían en los méritos de un Salvador crucificado por perdón y vida eterna. Pero he llegado ahora a la plena convicción, que mi estado religioso estaba muy lejos de lo que debiera ser. Esto surgió en parte de lo que he aprendido en la Biblia con respecto a “las riquezas de la gloria de este misterio, que es Cristo en nosotros, la esperanza de gloria”, “la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento, guardando el corazón y la mente del cristiano a través de Jesucristo”, “y la indecible alegría y gloria a ser encontrada en Él, a quien no vemos y lo amamos, en quien, aun cuando no lo vemos, pero creyendo nos regocijamos” (Col. 1:27, Fil. 4:7, 1 Pedro 1:8); y en parte lo que he aprendido durante este tiempo de la experiencia de algunos cristianos, en cuya experiencia yo sabía por mí mismo que eso me era extraño.
Me propuse entonces determinadamente saber, con la ayuda de Dios, más a respecto de las cosas espirituales. Desde aquel tiempo, y de esto hace ya algunos años, como nunca antes, he “clamado por conocimiento, y he levantado mi voz pidiendo entendimiento, buscándolo como plata, y procurándolo como a un tesoro oculto, para que pudiese entender el temor del Señor, y encontrar el conocimiento de Dios”. (Prov. 2:3-5). He buscado el pan espiritual y el agua de la vida, con una sinceridad que se que nunca tuve por ninguna de las posesiones de este mundo. He visto esto en la Biblia, en la experiencia de eminentes cristianos que se han ido a su descanso, y en los escritos de cristianos vivos que parecen saber mucho más de las cosas espirituales. Los he visto en sus conversaciones personales con aquellos que parecen conocer más profundamente las cosas de Dios, y los he visto en mis rodillas, con muchas lágrimas, y con sinceras luchas en el nombre de Cristo por la enseñanza del Espíritu Santo. Por mucho tiempo no había ninguna bendición definida que hubiese tenido en mi mente, como si fuese un objeto a ser comprado, excepto que pasé a tener más del Espíritu Santo, y estaba mucho mejor preparado de lo que nunca lo había estado, para vivir para la gloria de Dios. Pero estaba siendo conocido en la providencia de Dios, con algunos de esos cristianos, que creían que es el privilegio de todos los discípulos de Cristo, ser, a través del “gran Dios y de nuestro Salvador Jesucristo, quien nos ha amado y se ha dado a Sí mismo por nosotros, nos ha redimido de toda iniquidad, y nos ha purificado hasta Él mismo como pueblo peculiar, celoso de buenas obras” (Tito 2:13-14); y nosotros “a través de la sangre del pacto eterno para ser perfecto en toda buena obra para hacer Su voluntad, a través de Su obra en nosotros la cual es agradable delante de Él por Jesucristo” (Heb. 13:20-21), “para ser totalmente santificado, y tener todo su espíritu, y alma, y cuerpo preservado sin mancha hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo, a través de la fidelidad de Él que los ha llamado” (1 Tes. 5:23-24), “para ser limpiados de toda inmundicia de la carne y del espíritu, y para perfeccionar la santidad en el temor de Dios” (2 Cor. 7:1), “a través de las promesas de Dios las cuales son todas sí y amén en Cristo, hasta la gloria de Dios por nosotros” (2 Cor. 1:20), y así “a través de las excedentes grandes y preciosas promesas, ser hechos participantes de la naturaleza divina, habiendo escapado de la corrupción que hay en el mundo a través de la concupiscencia (2 Pedro 1:4). Cuando conocí al principio esta nueva clase de cristianos, y leí por primera vez sus escritos, me opuse grandemente a sus puntos de vista de la verdad, y de lo que yo había aprendido de los errores y excesos de algunos que habían profesado mantener esta verdad, y gozarse en su experiencia, fui llevado a mirar todo el asunto con gran aversión. Pero había aprendido, que la verdad no puede ser responsabilizada por los excesos a los cuales estos errores pudieran llevarla, ni por los pecados de aquellos que mantienen la verdad en injusticia.
Mientras estaba así llorando por conocimiento, y elevando mi voz por entendimiento, el Señor comenzó a enseñarme más y más acerca del amor de Cristo, de tal manera que no solamente fui restaurado a mi primer amor, sino que supe, en mi propia experiencia, que “la senda del justo es como una luz que alumbra más y más, hasta que el día es perfecto” (Prov. 4:18), y que “aquel que sigue a Cristo no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8:12). La “paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardando el corazón y la mente a través de Jesucristo, y la indecible alegría y la plenitud de la gloria”, de la cual la Biblia habla (Fil. 4:7; 1 Pedro 1:8), se volvieron realidades en mi mente; y he aprendido la bendita verdad, que “todas las promesas de Dios en Cristo son sí en Él y amén, hasta la gloria de Dios por nosotros” (2 Cor. 1:20); que es el privilegio de los cristianos, confiando en Cristo por el cumplimiento de las promesas, para disfrutar el cumplimiento de todas ellas, así como el pecador que ha despertado, se ha cumplido en él la promesa de perdón, cuando, y sólo cuando, él cree en esto, en Cristo.
He inquirido entonces qué es lo que Dios ha prometido, y qué es lo que Él está dispuesto a hacer por mí, si yo creo en eso en Cristo. Examiné la Biblia con este principio en vista, y encontré que Dios ha dicho, “te instruiré en el camino en el que debes andar. Te guiaré con Mí ojo” (Salmo 32:8). Yo sabía que esta promesa es sí y amén en Cristo hasta la gloria de Dios por mí, y por lo tanto oré y confié en Cristo que Dios me instruiría, y me enseñaría el camino en el cual yo tenía que andar, y me guiaría con Su ojo, a toda la verdad relacionada con la doctrina de la santificación. Cuando leí las promesas acerca de este asunto, las encontré completas y explícitas. “Yo circundaré tu corazón y el corazón de tu simiente para que ames al Señor tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma” (Deut. 30:6). “Derramaré agua limpia sobre ti, y te limpiaré; de toda tu iniquidad y de todos tus ídolos te limpiaré. Sacaré el corazón de piedra de tu carne, y te daré un corazón de carne, y colocaré Mí Espíritu dentro de ti y te haré andar en Mis estatutos, y tú guardarás Mis leyes y los obedezcáis. Y te salvaré de todas tus inmundicias” (Eze. 36:25,27-29). “Y Yo haré un pacto eterno contigo que no me alejaré de ti para hacerte bien, sino que pondré mi temor en vuestros corazones para que no os apartéis de Mi” (Jer. 32:40). “Y este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor, pondré mis leyes en sus corazones, y en sus mentes las escribiré, y de sus pecados y de sus iniquidades no me acordaré más” (Heb. 10:16-17). También encontré que Cristo nuestro Redentor fue llamado Jesús porque “Él salvaría a Su pueblo de sus pecados” (Mat. 1:21); que “Él fue manifestado para quitar nuestros pecados, y que aquel que habita en Él no peca” (1 Juan 3:5-6). También encontré muchos otros versículos igualmente completos y explícitos. Pero después de todo esto, la incredulidad triunfó en mi mente, y yo no se cómo podía ser ella una realidad en esta vida, que “la sangre de Jesucristo debería limpiarme de todo pecado” (1 Juan 1:7). Pero cuando oré más y más por las enseñanzas del Espíritu de Dios, y busqué la verdad, encontré que, “si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y de limpiarnos de toda injusticia” (1 Juan 1:9). Tan fiel en limpiarnos como Él lo es para perdonarnos. También encontré que Cristo había “levantado un cuerno de salvación, para llevar a cabo la misericordia prometida a nuestros padres, para que nos acordásemos del pacto eterno de Dios, el juramento con el cual Él juró ante nuestro padre Abrahán; que nos garantizaría, que nosotros, habiendo sido liberados de la mano de nuestros enemigos, podíamos servirle sin miedo, en santidad y justicia ante Él todos los días de nuestra vida”. (Luc. 1:69,72-75). Cuando me pregunto por qué estas promesas, tan ricas y completas, no le han hecho bien al pueblo de Dios, he visto que así como ellas eran sí y amén solamente en Cristo, así tendrían que ser cumplidas, como las promesas que suplican el perdón del pecado, a aquellos, y solamente a aquellos, que creen en Cristo por su cumplimiento. Esto me llevó a ver que si yo iba a ser limpio de toda injusticia, como también habían sido perdonados mis pecados, yo tenía que creer en esa limpieza, en Él del cual se dice, “si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados, y limpiarnos de toda injusticia” (1 Juan 1:9). En Él, por lo tanto, yo ahora me esfuerzo muchas veces para eliminar el yo, confiando simplemente en Su fidelidad, de que Él me limpiará de toda injusticia. Pero aun no tengo ninguna evidencia en la cual podría apoyar una creencia de que ya he sido limpiado. Estoy caminando en eso, y continúo orando, y esforzándome para confiar en Cristo, para que este don limpiador del Espíritu Santo, deseado por sobre todas las cosas, sea limpio de toda injusticia. En este estado de mente, tomé un día mi Testamento, y un pequeño trabajo relacionado con la “Perfección Cristiana” de Fletcher, y me dispuse a leerlo, a meditar y a orar en relación a esto. Abrí este trabajo de Fletcher en el siguiente pasaje:
“Mi corazón gime con gran queja, mi carne está jadeante, Señor, por Ti, y cada miembro, y cada junta, se extiende para alcanzar la pureza perfecta.
Pero si el Señor se ha agradado en venir suavemente en tu ayuda; si Él ha colocado un fin a tus corrupciones; si Él eliminó el hombre interior del pecado a través del bautismo, zambulléndolo en un abismo de humildad; no encontréis falta en la simplicidad de Su método, en la simplicidad de Su apariencia y en lo común de Su prescripción. La naturaleza, así como fue con Nahamán, está llena de prejuicios. Ella espera que Cristo vendrá para efectuar su limpieza, con tanto alboroto y con tanta pompa y bullicio, como quería el general Sirio, cuando estaba enfurecido, y dijo, yo creí que él ciertamente vendría a mí, y se pararía frente a mí, y llamaría a su Dios, y colocaría su mano sobre el lugar y la lepra se iría (2 Reyes 5:11). Cristo muy a menudo escoge un método mucho más simple para actuar, y a través de este método Él desconcierta todas nuestras nociones preconcebidas y nuestros esquemas de liberación. Aprended de Mí a ser mansos y amorosos de corazón, y así encontrarás descanso para tu alma (Mat. 11:29), el dulce descanso de la perfección cristiana, de la perfecta humildad, resignación y mansedumbre. Si queréis venir al monte de Sión en un carro triunfante, o hacer tu entrada en la nueva Jerusalén sobre un pavoneado caballo, ciertamente nunca entrarás allí. Abandona, entonces, todos tus falsos conceptos, y humíllate ante tu Rey, el cual hace Su entrada en la Jerusalén típica, humilde y mansamente, montado sobre un asno, si, sobre un potro, el potrillo de un asno”.
Estos comentarios fueron muy bendecidos para mí. Me parecía, verdaderamente, la cosa más deliciosa en la cual pensar en el humilde y amoroso espíritu del bendito Salvador. Antes yo había estado trabajando para levantarme sobre mis pecados, y así abandonarlos; ahora quería hundirme bajo ellos, en la mayor humildad; donde el orgulloso y nada de humilde espíritu de pecado no estuviese siguiéndome, y parecía algo delicioso en lo cual zambullirse en los brazos de mi Salvador, debajo de la riqueza de todas mis batallas espirituales, cuando había estado buscando largamente en vano escapar de ellas, elevándome por sobre ellas. Entonces sentí en mi espíritu el pensamiento más dulce y celestial, en los brazos de mi Redentor, algo que nunca antes había experimentado, y que fue seguido por una calma, pacífica y dichosa paz en Cristo, tal como yo ni siquiera consigo describirle a aquellos que ya la han saboreado, y tal que no consigo describir para la comprensión de aquellos cuyos corazones nunca la han experimentado. Fue acompañada con una tal completa y deliciosa sumisión en todas las cosas a la voluntad de Dios; tal alegría de corazón, en el pensamiento de ser para la vida, y para la muerte, y para siempre, siempre a la disposición de Dios; tal contentamiento en darnos la tierra en todas sus posesiones y placeres por amor a Cristo; un flujo tal de humilde, penitente y grato amor para con mi Redentor; una satisfacción tal en el pensamiento de tenerlo a Él como mi eterna porción; tal alabanza a Su nombre que creo poder tenerlo como la porción de mi alma para siempre; tal confianza total de corazón en todas Sus promesas, y tanta disposición en hacer y sufrir todas las cosas, aun el colocar a Su disposición mi vida por amor a Su nombre, que me siento constreñido a decir, esto es pureza de corazón. Supe que nada más que el Espíritu Santo puede llenar el corazón de esa manera, así como lo había sido el mío, con tales sentimientos, y por eso creí que era la obra del Espíritu Santo, limpiando mi corazón de la impureza del pecado. Se que algunas personas están listas para decir, que todo esto es un engaño de Satanás, llevándonos a pensar en ti mismo en una forma más alta que la que deberías pensar. Pero no creo, que el diablo ni siquiera trate de llenar el corazón de ningún hombre con el amor de Dios. Cristo le dijo a Sus discípulos, “Yo oraré al Padre, y Él os dará otro Consolador, el cual habitará con vosotros para siempre, aun el espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero ustedes Le conocen, porque Él habita en vosotros y estará en vosotros” (Juan 14:16-17). El verdadero discípulo, por lo tanto,, conoce al Consolador. Yo se que los sentimientos que he descrito aquí ahora, fueron una bendita realidad; que nada fue dejado en mi voluntad o en mis afectos en oposición a ellos, y por lo tanto creo que el Salvador me dio a conocer, en ese momento, algo de las bendiciones de ser redimido de toda iniquidad, y ser purificado en Él mismo. Por algún tiempo continué en aquel bendito estado de mente. La gloria de mi Redentor brillaba sobre mi alma sin ninguna nube. Parecía que antes había brillado sobre mí como el sol al medio día, pero ahora, en vez de brillar de un punto en particular del cielo, Él parecía llenar todo el firmamento, derramando Su suave y dulce y celestial y vivificante y alegre iluminación sobre mí desde todos los lugares. Por arriba y por mis lados todo era luz y contentamiento, y la alabanza al nombre de mi Redentor parecía ser el lenguaje de cada respiración. No puedo más que sentir que en aquel estado de mente el pecado no tenía ningún dominio sobre mí. Sentí que Dios, en aquel tiempo, me dio la victoria a través de nuestro Señor Jesucristo.
Pero aun tenía que aprender una lección, y probablemente había apenas un camino mediante el cual podía aprenderla; y que bebiendo de la copa, al igual que Pedro, del cáliz del sufrimiento, que yo sería advertido en el futuro. Yo me había acostumbrado a decir, que si las personas creían que tenían la razón al verse a sí mismos como totalmente santificadas, no había necesidad de hacérselo saber, y que el enemigo de mi alma sin duda sabía lo suficiente de mí, como para iniciar sus ataques donde yo probablemente estaba más apto para ser vencido.
Fui llevado entonces a decirme a mí mismo, esto no necesita ser mencionado, que nunca se diga de mí mismo que yo me he estado jactando de mi propia bondad. Ciertamente no tenía ninguna intención de jactarme de mi propia bondad, porque vi claramente que todo lo que había sido hecho dentro de mí, era la obra del Espíritu Santo, y que de mí mismo no tenía de qué jactarme.
Pero llegué a la conclusión en no decirle, ni siquiera a mi mejor amigo, que alguna vez hubiese pensado en ser limpio del pecado ni siquiera por un momento; me alegraría yo sólo con Dios, y dejaría que mi vida llevase el testimonio. La consecuencia fue, que cuando fui traído donde temía serlo, otra persona podría sospechar de que yo estaba pensando eso de mí mismo, y fui llevado, con el propósito de darle a él una mejor opinión de mi humildad, a decirle que yo no sustentaba tal opinión.
Aquí caí en pecado. Negando lo que yo había creído de haber sido hecho en mí por el Espíritu Santo, ahora había sentido lo que había perdido. Se me había dicho que no podría permanecer en el delicioso estado en el cual me había encontrado a mí mismo, sin confesar para la honra de Cristo, lo que yo creía que Él había hecho por mí por Su Espíritu, pero yo lo creía. Por lo tanto lo intenté, y caí en la trampa del impío. Ahora encuentro los mismos pecados acosándome delante de mí, y llevándome a la esclavitud, y mi estado tal como era, antes que yo creyese que el Señor me había mostrado lo que era la bendición de un corazón puro. Se que negando aquella bendita obra que el Señor hizo en mí, y negando que yo podría haber tenido una reputación de humildad con el hombre, yo traje improductividad y tinieblas a mi propia alma.
En este estado, sin embargo, fui llevado a desear más sinceramente, y a orar más frecuentemente, que quería ser hecho como Cristo. La carga de mi petición era, que fuese hecho tan semejante como fuese posible a Cristo, como lo es posible para que un alma quede mientras está en este cuerpo, y sentí que no podía estar satisfecho con nada menos que esto. Después de haber orado por algún tiempo, vi más claramente que no había nada que Dios estuviese tan deseoso de hacer, que en hacerme como Cristo, y sentí una dulzura de seguridad en Él, en que me lo haya garantizado. Ahora el Señor me mostró cuáles son las consecuencias de ser como Cristo y que yo tal vez no podría tener la semejanza de Cristo, sin atenerme a estas consecuencias. Vi que si yo iba a vivir píamente en Jesucristo, debería sufrir persecuciones, y que no podría ser como Cristo sin compartir Sus reproches. El Espíritu Santo me mostró ahora el pecado que yo había cometido, negando lo que Dios había hecho por mí alma, y ahora puedo ver que mientras con “mí corazón creí para justicia, con mí boca debo hacer confesión para salvación” (Rom. 10:10), de ser llevado nuevamente a pecar. Esto no lo había hecho. Con mí corazón había creído para justicia, pero en vez de hacer confesión con mi boca, de la gracia que Dios me había mostrado, y por lo tanto siendo salvo del pecado de negarlo, yo había rehusado en hacer la confesión, y al hacerlo así caí nuevamente en las manos de mis enemigos espirituales. Veo ahora que, para continuar en la alegría de aquella bendición, debo confesar todo y arcar con las consecuencias. Supe que esto no sería poca cosa. Supe que casi todos mis amigos que yo tenía sobre la tierra, me mirarían como si yo estuviese totalmente caído, en el momento en que yo hiciese tal confesión, y que mis hermanos en el ministerio, cuya confianza yo había valorizado por sobre todo bien terrenal, retirarían su confianza inmediatamente, y con toda probabilidad me expulsarían de entre ellos.
He llegado ahora realmente a sacarme el ojo derecho y a cortarme la mano derecha, al punto en el cual debo “perdonar a mi padre y a mi madre, a mis hermano y hermanas, y esposa e hijos por amor a Cristo y por el evangelio (Mat. 19:29). ¿Sería capaz de hacer el sacrificio? ¿Podría llega r a ser un paria de mis hermanos, y un hijo alienado de mi madre? ¿Podría ser considerado como perdido por mis amigos a los cuales había amado más cariñosamente, y tener mi nombre arrojado fuera como malo, por aquellos cuyas más apreciadas consideraciones yo ansiaba más en retener, para agradar a mí Salvador y alegrar Su amor, si por algún corto momento Él me lo permitía hacer? La batalla era severa. Me costaba tanto hacer estos sacrificios, como le hubiera costado a cualquiera de mis hermanos; pero no podía dudar más. Había orado que me alegraría continuamente en el amor de mí Salvador, y Él me había ahora mostrado, cuál sería mi costo, y, bendito sea Su nombre, Él me dio fuerza para tomar la decisión de Su amor, con el sacrificio, si fuese necesario, de todo aquello que yo apreciaba en este mundo.
Estaba capacitado para orar, Señor, restáurame nuevamente a aquel bendito estado de consciente pureza y paz, y amor a Ti, y bendición en Ti, que una vez yo tuve, y yo voy a confesar tu fidelidad al mundo, y dejaré que mi nombre sin valor sea reprochado como sea necesario. Sálvame de mis pecados, redímeme de toda iniquidad, y dame la evidencia de ello, en la cual pueda descansar, de tal manera que pueda ir ante el mundo sin pretensiones hipócritas de algo que no poseo, déjame en hechos y en verdad limpio de toda injusticia, y que tenga total y plena evidencia satisfactoria que Tu has hecho esto por mí, y yo declararé Tu fidelidad, y en Tu fortaleza dejo todo lo que pueda seguir.
En este estado de mente, tomé la Palabra de Dios, y fui al siguiente pasaje, en las palabras de Pablo a los Romanos, “así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Jesucristo, Señor nuestro” (Rom. 6:11).
He pensado antes en este pasaje, y me ha parecido que había un significado en él que yo no había entendido. Yo me había dicho en mis pensamientos, ¿Qué pasaría si yo me considerara muerto para el pecado? ¿Cómo sería el pensar que estaba muerto para el pecado? ¿Cómo sería traído cualquier cambio en el estado de mi corazón ante Dios, por mi razonamiento al pensar así? Nuevamente, yo había pensado en la orden, “así también vosotros consideraos muertos al pecado”, y yo me dije en mi corazón, yo voy a tratar de que así sea; pero me encontré a mí mismo incapaz de hacerlo de ninguna manera que pudiera satisfacerme a mí mismo, que yo estaba realmente “muerto al pecado”. No era el confort de un error sincero a respecto de mí propio carácter, lo que yo deseaba. “Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas” (Salmo 42:1), así gemía mi alma por una plena conformidad con la voluntad de Dios. Sentí que nada me satisfaría ni por un momento, sino la “de estar realmente muerto para el pecado, y vivo para Dios”. No era una ambición para que los demás pensasen que yo estaba libre del pecado, que yo estaba tratando de encontrar, porque si yo hubiese podido hacerle creer a todo el universo que estaba libre de pecado, pero que en verdad no era sí, no habría comenzado, en lo más mínimo, a satisfacer los deseos de mi alma. Si hubiese poseído todas las riquezas, y si hubiese recibido todo el honor, y si hubiese disfrutado todo el placer, que todo el universo hubiese podido prodigarme, y haber creído que toda criatura de Dios en la tierra y en el cielo hubiesen sido tan puras como los espíritus que esperan continuamente ante el trono eterno, todo esto no habría sido nada como para llenar los deseos que quemaban mi corazón, para ser “limpiado de toda injusticia” (1 Juan 1:9).
Sin embargo, con mi ojo aun fijo en la orden, “así también vosotros consideraos muertos al pecado, sino que vivos ante Dios a través de Jesucristo nuestro Señor” (Rom. 6:11), yo no estaba capacitado para ver cómo podría lograrlo, de tal manera que fuese realmente y en verdad una realidad a la vista de Dios; y nada menos que eso me satisfaría ni por un momento. Ahora recordé aquella bendita promesa de nuestro divino y glorioso y amante Salvador, “cuando venga el Espíritu de la Verdad, Él os guiará a toda la verdad. Él os enseñará todas las cosas, y traerá todas las cosas a vuestra memoria, todo lo que Yo os he dicho” (Juan 16:13). Ahora yo me humillo delante del Señor, y oro en el nombre de Cristo, para que el Espíritu Santo pueda guiarme a toda la verdad, en relación al pasaje que está ante mí, para que me enseñe a reconocerme cuando esté muerto al pecado y vivo para Dios, de tal manera que eso sea una realidad, y no apenas una imaginación. Habiendo hecho notoria mi petición, confié en Cristo que las enseñanzas del Espíritu me serían dadas, “ciertamente, ciertamente os digo que, cualquier cosa que le pidáis al Padre en Mí nombre, Él os lo dará” (Juan 15:16). Entonces coloqué mi confianza en el salvador, y creí que, por Su amor el Espíritu Santo me mostraría cómo “reconocerme si estaba realmente muerto para el pecado; pero vivo para Dios, a través de Jesucristo nuestro Señor” (Rom. 6:11). Instantáneamente, cuando aun estaba sobre mis rodillas, con la santa Biblia abierta ante mí en esas palabras, parecía que las hubiese iluminado un haz de luz, y mi alma se llenó de inmensa gratitud, con “alegría indecible y plenitud de gloria” (1 Pedro 1:8) con el pensamiento que parecía tan claro como la luz de mil soles, que yo estaba “reconociéndome a mí mismo como muerto al pecado”, confiando en mi Señor Jesucristo el cual me mantendría muerto para el pecado; “y vivo para Dios”, confiando en mi Señor Jesucristo el cual me mantendría vivo para Dios. Vi que esto era verme muerto para el pecado, pero vivo para Dios, a través de Jesucristo mi Señor. Era para cesar para siempre de colocar mi confianza en mi propia fuerza, y descansar totalmente en la fortaleza y fidelidad de mi bendito Señor Jesucristo para “hacerme y mantenerme puro”, para hacerme y mantenerme “muerto realmente para el pecado”, para hacerme y mantenerme “vivo para Dios”. Y ahora, si yo había encontrado que en ese momento yo era el monarca del mundo, con su corona en mi cabeza, su cetro en mi mano, sus acumulados tesoros a mis pies, y todo individuo entre todas las multitudes listo para obedecer a mis órdenes, no me habría otorgado la alegría que sentí, cuando vi, tal como era, el privilegio que un Dios de infinito amor me había garantizado, para que me reconociese realmente muerto para el pecado, confiando en mi Señor Jesucristo para hacerme y mantenerme vivo. ¡Cuán glorioso y amoroso apareció entonces mi Salvador! “antes que lo supiera, mi alma me hizo como los carruajes de Aminadab” (Cantares 6:12), y si la corona y el cetro y las riquezas y el homenaje del mundo habían sido míos, yo habría saltado de alegría y habría corrido para darle a Cristo el cetro y la corona, las riquezas y el homenaje; y me habría arrojado al polvo a Sus pies para ser Su siervo más humilde y más pequeño, por toda la eternidad. Oh, desde que he conocido mi alto privilegio en reconocerme a mí mismo realmente muerto para el pecado, pero vivo para Dios, a través de Jesucristo mi Señor, “Su nombre ha sido realmente para mí como ungüento derramado”. “Él me ha besado con los besos de Su amor, y Su amor ha sido mejor que el vino. Él me ha sacado y yo he corrido atrás de Él, y el Rey me ha traído a Sus cámaras, y me ha hecho sentir contento y regocijarme en Él; por ello recordaré Su amor más que el vino, y (por Su fortaleza) yo lo voy a amar correctamente” (Cantares 1:3,2,4).
Cuando el Espíritu Santo me iluminó a respecto del privilegio de reconocerme a mí mismo como realmente muerto para el pecado, pero vivo para Dios a través de Jesucristo mi Señor, Él me capacitó para evaluar por mí mismo ese privilegio, y yo instantáneamente me encontré más que restaurado a ese bendito estado de consciente pureza de corazón ante Dios, del cual había caído, al rehusar confesar ante los hombres, lo que mi Salvador había hecho por mí.
El amor al mundo se había ido, ninguna indulgencia pecaminosa tenía algún atractivo para mí. Todo mi corazón había sido ganado para Cristo, y había sido llenado con un desbordante amor hacia Él, y yo sentí que si mil corazones, hubiesen sido míos, habrían sido alegremente consagrados a Su servicio. No tenía ninguna voluntad a no ser la de Él, y ningún deseo de vida o muerte o de eternidad, sino el de estar dispuesto a andar en aquel camino que le aseguraría la mayor alabanza a mi Redentor. Ahora estaba liberado del temor al hombre, y como había pactado con el Señor, de confesar Su fidelidad al mundo, cuando Él me diera la evidencia en la cual yo pudiese apoyarme, de que estaba redimido de toda iniquidad, y como yo me había encontrado a mí mismo, y de una manera tan gloriosa y deliciosa, más allá de cualquier cosa que yo hubiese concebido hasta aquí, hecho “muerto realmente para el pecado y vivo para Dios a través de Jesucristo mi Señor” (Rom. 6:11), y que había sido tan abundantemente iluminado en relación al privilegio de todo cristiano de ser guardado en aquel estado a través de la fidelidad del querido Redentor, no pude dudar ni siquiera por un momento, que era mi deber declararle al mundo, que a través del poder del Espíritu Santo que me había sido dado por mi propio Salvador, fui hecho “muerto realmente para el pecado, pero vivo para Dios a través de Jesucristo mi Señor”.
Además, ya había tenido la amargura de negar una vez a mi Salvador aquí, y la bendita obra con la Él forjó en mí, con el propósito de retener la buena opinión del hombre; el Espíritu Santo había colocado eso en mí antes, y yo había abierto mi boca al Señor, diciéndole que si Él me restaurase, yo llevaría Su reproche. Y ahora Él me había capacitado una vez más en Su infinita y abundante misericordia, “con el corazón para creer en justicia”, y se sigue que “con la boca hago confesión para salvación” de caer nuevamente en la trampa del diablo (Rom. 10:10).
He sido capacitado para hacerle esta confesión al mundo, que “el gran Dios y mi Salvador Jesucristo, quien me amó y se dio a Sí mismo por mí, me ha redimido de toda iniquidad, y me ha purificado ante Sí mismo (Tito 2:13-14); de que estoy muerto para el pecado, y vivo para Dios a través de Jesucristo mi Señor (Rom. 6:11), que el Dios de paz es fiel para santificarme totalmente, y para preservar todo mi espíritu y alma y cuerpo sin mancha hasta la venida de mi Señor Jesucristo (1 Tes. 5:23); que el Dios de paz que trajo de vuelta de la muerte a nuestro Señor Jesús, ese gran Pastor del rebaño, “a través de la sangre del pacto eterno, me ha hecho perfecto en toda buena obra para hacer Su voluntad, trabajando en mí haciendo lo que es agradable a Su vista a través de Jesucristo, a quien sea la gloria para siempre y por siempre. Amén”. (Heb. 13:20-21). Yo sentí que al hacer esta confesión, yo estaba dejándome a mí mismo y a todo mi ser, como sacrificio en el altar de mi Dios y Salvador; pero aquel Salvador me ha dejado a través de Su propio maravilloso amor, y me ha dado un corazón que no puede negarlo más, y que estaba listo y contento para todas los peligros, para confesar Su fidelidad y poder y amor al mundo.
Yo sabía que el mundo me iba a reprochar. Yo sabía que el profeso pueblo de Dios arrojaría lejos mí nombre, como siendo malo. Yo sabía que los amigos a quienes más amaba, irían, muchos de ellos, tal vez, llorar por mí como si yo estuviese perdido. Yo sabía que la confianza de las iglesias con las cuales yo había mantenido alguna relación, se olvidarían de mí, y tal vez todos mis prospectos pasados relacionados con la mantención de mí mismo y de mí hogar, serían arrojados lejos; pero yo sabía que mí Redentor vivía, y que todo el poder le fue dado a Él en el cielo y en la tierra, y que yo tenía apenas que “buscar primero el reino de Dios y Su justicia” (Mat. 6:33) sin dudar de que “aquel que alimenta las aves del cielo, y viste los lirios del campo, tal como nunca Salomón fue vestido en toda su gloria” (Mat. 6:28-29), ciertamente me alimentaría y me vestiría.
En este estado de mente, en el altar de mi Dios, hice confesión de lo que Dios me ha enseñado de Su verdad, y de lo que yo he sido hecho, para sentir Su gracia purificadora y santificadora en Jesucristo; y así yo descargué un deber, al cual estoy seguro nunca podría haber dejado por ninguna otra cosa, sino por un amor de mi Salvador crucificado y glorificado, manifestado a mí por el Espíritu Santo. No tengo más duda que fui constreñido a dar este paso por el amor a Cristo. Yo se que no fui llevado a hacer eso por el amor al mundo, porque yo nunca habría podido hacerlo, hasta que el último vestigio de amor del mundo hubiese sido sacado de mí. Yo se que aunque hubiese hecho de todo el mundo un completo sacrificio a Cristo, nunca me habría mantenido a mí mismo como para despreciarlo.
En la mañana del día, que seguía inmediatamente al Sábado cuando primeramente “testifiqué esta confesión” ante los hombres, tuve una sesión de comunión con Dios, de la cual voy a hablar, porque creo que puede ser beneficioso. Yo estaba sólo en mi cámara, meditando en algunos pasajes de las Escrituras que hacían mención de la fidelidad de Dios. Tal como este: “Dios es fiel por el cual sois llamados a la comunión de Su Hijo Jesucristo” (1 Cor. 1:9). “Fiel es Él que te ha llamado, para santificarte totalmente, y para preservar todo tu espíritu y alma y cuerpo sin mancha hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tes. 5:23). “Dios es fiel, que no permitirá que seas tentado más de lo que eres capaz, sino que juntamente con la tentación también te presentará una salida, para que seas capaz de soportarla” (1 Cor. 10:13). “Y vi los cielos abiertos, y vi un caballo blanco, y Aquel que estaba sentado en él fue llamado Fiel y Verdadero”. (Apoc. 19:11).
Su nombre también es llamado la Palabra de Dios. “Y Él tiene en Su vestidura y en Su muslo un nombre escrito, Rey de reyes y Señor de señores” (Apoc. 19:16). Mientras reflexionaba sobre la fidelidad de mi Dios y Salvador, toda mi alma parecía llena de inexpresables emociones, y siendo derramada con diluvios de efusivo amor a los pies de Redentor. Sentí que yo había renunciado a todo por Él, y que ahora sólo podía dejarme en Sus manos, y encomendar todos mis intereses a Su disposición. Y ahora en vista de la seguridad de confiar enteramente en Él, mi ala exultó con maravillosa gratitud, y yo pude apenas caminar llorando de alegría en mi cuarto, derramando mis lágrimas de suprema delicia, mientras repetía una y otra vez la expresión: mi Dios fiel, mi Dios fiel.
Desde aquel día yo he tenido varios conflictos con Satanás, pero nunca más he dudado ni siquiera por un momento de la fidelidad de mí Redentor en salvar a todo Su pueblo de sus pecados, los que crean en Su nombre por aquella bendición; y veo más claramente, que la única razón por la cual algún cristiano no es salvado de pecar, es “debido a la incredulidad” (Rom. 11:20).
Yo no he sido por ningún medio todo lo que he querido, o espero ser; porque veo que es privilegio del cristiano que ha sido redimido de toda iniquidad, el de aun “olvidar las cosas que quedan atrás, y continuar hacia las que están adelante” (Fil. 3:13), y “mirando como en un espejo la gloria del Señor, para ser transformado en la misma imagen de gloria en gloria, así como por el Espíritu de Dios” (2 Cor. 3:18). Yo creo que para ser limpiado de toda injusticia no es de ninguna manera el mayor de todos los privilegios del cristiano en la tierra; que más allá él puede “comprender con todos los santos, cuál es el largo y el ancho y la profundidad y la altura, para conocer el amor de Cristo que sobrepasa todo conocimiento”, y ser llenado más y más “con toda la plenitud de Dios” (Efe. 3:18-19). Y de que aun entonces, aun le podemos decir juntamente con el apóstol, “Aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros, a Él sea la gloria por Jesucristo a través de todas las edades, por los siglos de los siglos. Amén” (Efe. 3:20-21).
Usted verá ahora, hermano, en lo que le he relatado de las principales enseñanzas del Espíritu de Dios en mí propia alma, por qué no puedo aceptar su amonestación, y dejar de predicar la doctrina de la completa santificación por la fe en Cristo. No puedo hacerlo, sin considerarme a mí mismo un traidor para con mi bendito Señor y Maestro, quien me ha hecho - yo que soy un miserable, despreciable, gusanos dejado para morir en el polvo - manifestaciones de Su presencia y amor, brillo y gloria, mucho más allá de cualquier cosa que alguna vez haya conseguido concebir. Yo creo que “Él es fiel para santificar a Su pueblo totalmente, y para preservar todo su espíritu y alma y cuerpo sin mancha hasta Su venida” (1 Tes. 5:23). Yo creo que “me es impuesta necesidad, sí, ay de mí si no anuncio este evangelio” (1 Cor. 9:16). Así como Jonás huyendo hacia Tarsis, yo traté una vez de escapar de cumplir con mi deber. Así como Jeremías, “y dije: no me acordaré más de Él, ni hablaré más en Su nombre; pero Su Palabra estaba en mí corazón, como un fuego ardiente metido en mis huesos, traté de soportarlo pero no pude” (Jer. 20:9). Una vez negué la fidelidad de mí Redentor; pero Él me perdonó, y me ha restaurado a la alegría de Su amor, y ha, como lo creo firmemente, en fidelidad con Su propia promesa, “circuncidado mi corazón para amarlo con todo mi corazón y con toda mi alma” (Deut. 30:6). Debo decírselo al mundo. Que Él reciba la gloria, y que yo reciba el reproche que debo cargar por Su amor. Debo confesárselo al mundo, con el propósito de hacerlo conocido, tanto como me sea posible, con Su bendición, a todo el pueblo de Dios, sus grandes privilegios en Jesucristo. “Mas os hago saber, hermanos, que el evangelio anunciado por mí, no es según hombre. Porque yo no lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno, sino a través de la revelación de Jesucristo” (Gal. 1:11-12). Y ahora, “juzgad si es justo ante Dios obedecer a vosotros antes que a Dios; porque no puedo decir otra cosa que no sea lo que he visto y lo que he escuchado” (Hechos 4:19-20).
Hace ya un par de años, desde que, después de una etapa de oscuridad espiritual y de pena, llegué plenamente a la conclusión, de que había algo en la religión de Jesucristo, a la cual yo había sido un extraño. Me había visto a mí mismo como un pecador ante Dios, mereciendo ampliamente Su eterna indignación. Había visto que Dios sería santo, justo y bueno, y merecedor de universal y eterna adoración, si me castigase con la destrucción eterna de Su presencia y de la gloria de Su poder. También había visto en Cristo el Salvador, quien, después de haber hecho expiación por toda la humanidad en la cruz, estaba apto, por los méritos de esa expiación, para salvar hasta lo máximo a todo aquel que fuese a Dios a través de Él; y en ese Salvador me he arrojado yo mismo como siendo mi única esperanza, y he confiado en Él, y solamente en Él, como mi Libertador de la ira de Dios.
Al confiar así en Él, mi crucificado Salvador, para mí salvación, fui llenado por un tiempo con gran alegría y paz por haber creído, y continué mi caminada alegremente. Al pasar los años, y con estas vívidas emociones de alegría en el Señor, he sido casi un completo extraño, excepto por un corto periodo de tiempo inmediatamente después de mi primera conversión a Cristo, cuando probé en gran grado, la paz que ellos están seguros de encontrar, que vienen con un corazón penitente debido al pecado, y confían en los méritos de un Salvador crucificado por perdón y vida eterna. Pero he llegado ahora a la plena convicción, que mi estado religioso estaba muy lejos de lo que debiera ser. Esto surgió en parte de lo que he aprendido en la Biblia con respecto a “las riquezas de la gloria de este misterio, que es Cristo en nosotros, la esperanza de gloria”, “la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento, guardando el corazón y la mente del cristiano a través de Jesucristo”, “y la indecible alegría y gloria a ser encontrada en Él, a quien no vemos y lo amamos, en quien, aun cuando no lo vemos, pero creyendo nos regocijamos” (Col. 1:27, Fil. 4:7, 1 Pedro 1:8); y en parte lo que he aprendido durante este tiempo de la experiencia de algunos cristianos, en cuya experiencia yo sabía por mí mismo que eso me era extraño.
Me propuse entonces determinadamente saber, con la ayuda de Dios, más a respecto de las cosas espirituales. Desde aquel tiempo, y de esto hace ya algunos años, como nunca antes, he “clamado por conocimiento, y he levantado mi voz pidiendo entendimiento, buscándolo como plata, y procurándolo como a un tesoro oculto, para que pudiese entender el temor del Señor, y encontrar el conocimiento de Dios”. (Prov. 2:3-5). He buscado el pan espiritual y el agua de la vida, con una sinceridad que se que nunca tuve por ninguna de las posesiones de este mundo. He visto esto en la Biblia, en la experiencia de eminentes cristianos que se han ido a su descanso, y en los escritos de cristianos vivos que parecen saber mucho más de las cosas espirituales. Los he visto en sus conversaciones personales con aquellos que parecen conocer más profundamente las cosas de Dios, y los he visto en mis rodillas, con muchas lágrimas, y con sinceras luchas en el nombre de Cristo por la enseñanza del Espíritu Santo. Por mucho tiempo no había ninguna bendición definida que hubiese tenido en mi mente, como si fuese un objeto a ser comprado, excepto que pasé a tener más del Espíritu Santo, y estaba mucho mejor preparado de lo que nunca lo había estado, para vivir para la gloria de Dios. Pero estaba siendo conocido en la providencia de Dios, con algunos de esos cristianos, que creían que es el privilegio de todos los discípulos de Cristo, ser, a través del “gran Dios y de nuestro Salvador Jesucristo, quien nos ha amado y se ha dado a Sí mismo por nosotros, nos ha redimido de toda iniquidad, y nos ha purificado hasta Él mismo como pueblo peculiar, celoso de buenas obras” (Tito 2:13-14); y nosotros “a través de la sangre del pacto eterno para ser perfecto en toda buena obra para hacer Su voluntad, a través de Su obra en nosotros la cual es agradable delante de Él por Jesucristo” (Heb. 13:20-21), “para ser totalmente santificado, y tener todo su espíritu, y alma, y cuerpo preservado sin mancha hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo, a través de la fidelidad de Él que los ha llamado” (1 Tes. 5:23-24), “para ser limpiados de toda inmundicia de la carne y del espíritu, y para perfeccionar la santidad en el temor de Dios” (2 Cor. 7:1), “a través de las promesas de Dios las cuales son todas sí y amén en Cristo, hasta la gloria de Dios por nosotros” (2 Cor. 1:20), y así “a través de las excedentes grandes y preciosas promesas, ser hechos participantes de la naturaleza divina, habiendo escapado de la corrupción que hay en el mundo a través de la concupiscencia (2 Pedro 1:4). Cuando conocí al principio esta nueva clase de cristianos, y leí por primera vez sus escritos, me opuse grandemente a sus puntos de vista de la verdad, y de lo que yo había aprendido de los errores y excesos de algunos que habían profesado mantener esta verdad, y gozarse en su experiencia, fui llevado a mirar todo el asunto con gran aversión. Pero había aprendido, que la verdad no puede ser responsabilizada por los excesos a los cuales estos errores pudieran llevarla, ni por los pecados de aquellos que mantienen la verdad en injusticia.
Mientras estaba así llorando por conocimiento, y elevando mi voz por entendimiento, el Señor comenzó a enseñarme más y más acerca del amor de Cristo, de tal manera que no solamente fui restaurado a mi primer amor, sino que supe, en mi propia experiencia, que “la senda del justo es como una luz que alumbra más y más, hasta que el día es perfecto” (Prov. 4:18), y que “aquel que sigue a Cristo no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8:12). La “paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardando el corazón y la mente a través de Jesucristo, y la indecible alegría y la plenitud de la gloria”, de la cual la Biblia habla (Fil. 4:7; 1 Pedro 1:8), se volvieron realidades en mi mente; y he aprendido la bendita verdad, que “todas las promesas de Dios en Cristo son sí en Él y amén, hasta la gloria de Dios por nosotros” (2 Cor. 1:20); que es el privilegio de los cristianos, confiando en Cristo por el cumplimiento de las promesas, para disfrutar el cumplimiento de todas ellas, así como el pecador que ha despertado, se ha cumplido en él la promesa de perdón, cuando, y sólo cuando, él cree en esto, en Cristo.
He inquirido entonces qué es lo que Dios ha prometido, y qué es lo que Él está dispuesto a hacer por mí, si yo creo en eso en Cristo. Examiné la Biblia con este principio en vista, y encontré que Dios ha dicho, “te instruiré en el camino en el que debes andar. Te guiaré con Mí ojo” (Salmo 32:8). Yo sabía que esta promesa es sí y amén en Cristo hasta la gloria de Dios por mí, y por lo tanto oré y confié en Cristo que Dios me instruiría, y me enseñaría el camino en el cual yo tenía que andar, y me guiaría con Su ojo, a toda la verdad relacionada con la doctrina de la santificación. Cuando leí las promesas acerca de este asunto, las encontré completas y explícitas. “Yo circundaré tu corazón y el corazón de tu simiente para que ames al Señor tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma” (Deut. 30:6). “Derramaré agua limpia sobre ti, y te limpiaré; de toda tu iniquidad y de todos tus ídolos te limpiaré. Sacaré el corazón de piedra de tu carne, y te daré un corazón de carne, y colocaré Mí Espíritu dentro de ti y te haré andar en Mis estatutos, y tú guardarás Mis leyes y los obedezcáis. Y te salvaré de todas tus inmundicias” (Eze. 36:25,27-29). “Y Yo haré un pacto eterno contigo que no me alejaré de ti para hacerte bien, sino que pondré mi temor en vuestros corazones para que no os apartéis de Mi” (Jer. 32:40). “Y este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor, pondré mis leyes en sus corazones, y en sus mentes las escribiré, y de sus pecados y de sus iniquidades no me acordaré más” (Heb. 10:16-17). También encontré que Cristo nuestro Redentor fue llamado Jesús porque “Él salvaría a Su pueblo de sus pecados” (Mat. 1:21); que “Él fue manifestado para quitar nuestros pecados, y que aquel que habita en Él no peca” (1 Juan 3:5-6). También encontré muchos otros versículos igualmente completos y explícitos. Pero después de todo esto, la incredulidad triunfó en mi mente, y yo no se cómo podía ser ella una realidad en esta vida, que “la sangre de Jesucristo debería limpiarme de todo pecado” (1 Juan 1:7). Pero cuando oré más y más por las enseñanzas del Espíritu de Dios, y busqué la verdad, encontré que, “si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y de limpiarnos de toda injusticia” (1 Juan 1:9). Tan fiel en limpiarnos como Él lo es para perdonarnos. También encontré que Cristo había “levantado un cuerno de salvación, para llevar a cabo la misericordia prometida a nuestros padres, para que nos acordásemos del pacto eterno de Dios, el juramento con el cual Él juró ante nuestro padre Abrahán; que nos garantizaría, que nosotros, habiendo sido liberados de la mano de nuestros enemigos, podíamos servirle sin miedo, en santidad y justicia ante Él todos los días de nuestra vida”. (Luc. 1:69,72-75). Cuando me pregunto por qué estas promesas, tan ricas y completas, no le han hecho bien al pueblo de Dios, he visto que así como ellas eran sí y amén solamente en Cristo, así tendrían que ser cumplidas, como las promesas que suplican el perdón del pecado, a aquellos, y solamente a aquellos, que creen en Cristo por su cumplimiento. Esto me llevó a ver que si yo iba a ser limpio de toda injusticia, como también habían sido perdonados mis pecados, yo tenía que creer en esa limpieza, en Él del cual se dice, “si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados, y limpiarnos de toda injusticia” (1 Juan 1:9). En Él, por lo tanto, yo ahora me esfuerzo muchas veces para eliminar el yo, confiando simplemente en Su fidelidad, de que Él me limpiará de toda injusticia. Pero aun no tengo ninguna evidencia en la cual podría apoyar una creencia de que ya he sido limpiado. Estoy caminando en eso, y continúo orando, y esforzándome para confiar en Cristo, para que este don limpiador del Espíritu Santo, deseado por sobre todas las cosas, sea limpio de toda injusticia. En este estado de mente, tomé un día mi Testamento, y un pequeño trabajo relacionado con la “Perfección Cristiana” de Fletcher, y me dispuse a leerlo, a meditar y a orar en relación a esto. Abrí este trabajo de Fletcher en el siguiente pasaje:
“Mi corazón gime con gran queja, mi carne está jadeante, Señor, por Ti, y cada miembro, y cada junta, se extiende para alcanzar la pureza perfecta.
Pero si el Señor se ha agradado en venir suavemente en tu ayuda; si Él ha colocado un fin a tus corrupciones; si Él eliminó el hombre interior del pecado a través del bautismo, zambulléndolo en un abismo de humildad; no encontréis falta en la simplicidad de Su método, en la simplicidad de Su apariencia y en lo común de Su prescripción. La naturaleza, así como fue con Nahamán, está llena de prejuicios. Ella espera que Cristo vendrá para efectuar su limpieza, con tanto alboroto y con tanta pompa y bullicio, como quería el general Sirio, cuando estaba enfurecido, y dijo, yo creí que él ciertamente vendría a mí, y se pararía frente a mí, y llamaría a su Dios, y colocaría su mano sobre el lugar y la lepra se iría (2 Reyes 5:11). Cristo muy a menudo escoge un método mucho más simple para actuar, y a través de este método Él desconcierta todas nuestras nociones preconcebidas y nuestros esquemas de liberación. Aprended de Mí a ser mansos y amorosos de corazón, y así encontrarás descanso para tu alma (Mat. 11:29), el dulce descanso de la perfección cristiana, de la perfecta humildad, resignación y mansedumbre. Si queréis venir al monte de Sión en un carro triunfante, o hacer tu entrada en la nueva Jerusalén sobre un pavoneado caballo, ciertamente nunca entrarás allí. Abandona, entonces, todos tus falsos conceptos, y humíllate ante tu Rey, el cual hace Su entrada en la Jerusalén típica, humilde y mansamente, montado sobre un asno, si, sobre un potro, el potrillo de un asno”.
Estos comentarios fueron muy bendecidos para mí. Me parecía, verdaderamente, la cosa más deliciosa en la cual pensar en el humilde y amoroso espíritu del bendito Salvador. Antes yo había estado trabajando para levantarme sobre mis pecados, y así abandonarlos; ahora quería hundirme bajo ellos, en la mayor humildad; donde el orgulloso y nada de humilde espíritu de pecado no estuviese siguiéndome, y parecía algo delicioso en lo cual zambullirse en los brazos de mi Salvador, debajo de la riqueza de todas mis batallas espirituales, cuando había estado buscando largamente en vano escapar de ellas, elevándome por sobre ellas. Entonces sentí en mi espíritu el pensamiento más dulce y celestial, en los brazos de mi Redentor, algo que nunca antes había experimentado, y que fue seguido por una calma, pacífica y dichosa paz en Cristo, tal como yo ni siquiera consigo describirle a aquellos que ya la han saboreado, y tal que no consigo describir para la comprensión de aquellos cuyos corazones nunca la han experimentado. Fue acompañada con una tal completa y deliciosa sumisión en todas las cosas a la voluntad de Dios; tal alegría de corazón, en el pensamiento de ser para la vida, y para la muerte, y para siempre, siempre a la disposición de Dios; tal contentamiento en darnos la tierra en todas sus posesiones y placeres por amor a Cristo; un flujo tal de humilde, penitente y grato amor para con mi Redentor; una satisfacción tal en el pensamiento de tenerlo a Él como mi eterna porción; tal alabanza a Su nombre que creo poder tenerlo como la porción de mi alma para siempre; tal confianza total de corazón en todas Sus promesas, y tanta disposición en hacer y sufrir todas las cosas, aun el colocar a Su disposición mi vida por amor a Su nombre, que me siento constreñido a decir, esto es pureza de corazón. Supe que nada más que el Espíritu Santo puede llenar el corazón de esa manera, así como lo había sido el mío, con tales sentimientos, y por eso creí que era la obra del Espíritu Santo, limpiando mi corazón de la impureza del pecado. Se que algunas personas están listas para decir, que todo esto es un engaño de Satanás, llevándonos a pensar en ti mismo en una forma más alta que la que deberías pensar. Pero no creo, que el diablo ni siquiera trate de llenar el corazón de ningún hombre con el amor de Dios. Cristo le dijo a Sus discípulos, “Yo oraré al Padre, y Él os dará otro Consolador, el cual habitará con vosotros para siempre, aun el espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero ustedes Le conocen, porque Él habita en vosotros y estará en vosotros” (Juan 14:16-17). El verdadero discípulo, por lo tanto,, conoce al Consolador. Yo se que los sentimientos que he descrito aquí ahora, fueron una bendita realidad; que nada fue dejado en mi voluntad o en mis afectos en oposición a ellos, y por lo tanto creo que el Salvador me dio a conocer, en ese momento, algo de las bendiciones de ser redimido de toda iniquidad, y ser purificado en Él mismo. Por algún tiempo continué en aquel bendito estado de mente. La gloria de mi Redentor brillaba sobre mi alma sin ninguna nube. Parecía que antes había brillado sobre mí como el sol al medio día, pero ahora, en vez de brillar de un punto en particular del cielo, Él parecía llenar todo el firmamento, derramando Su suave y dulce y celestial y vivificante y alegre iluminación sobre mí desde todos los lugares. Por arriba y por mis lados todo era luz y contentamiento, y la alabanza al nombre de mi Redentor parecía ser el lenguaje de cada respiración. No puedo más que sentir que en aquel estado de mente el pecado no tenía ningún dominio sobre mí. Sentí que Dios, en aquel tiempo, me dio la victoria a través de nuestro Señor Jesucristo.
Pero aun tenía que aprender una lección, y probablemente había apenas un camino mediante el cual podía aprenderla; y que bebiendo de la copa, al igual que Pedro, del cáliz del sufrimiento, que yo sería advertido en el futuro. Yo me había acostumbrado a decir, que si las personas creían que tenían la razón al verse a sí mismos como totalmente santificadas, no había necesidad de hacérselo saber, y que el enemigo de mi alma sin duda sabía lo suficiente de mí, como para iniciar sus ataques donde yo probablemente estaba más apto para ser vencido.
Fui llevado entonces a decirme a mí mismo, esto no necesita ser mencionado, que nunca se diga de mí mismo que yo me he estado jactando de mi propia bondad. Ciertamente no tenía ninguna intención de jactarme de mi propia bondad, porque vi claramente que todo lo que había sido hecho dentro de mí, era la obra del Espíritu Santo, y que de mí mismo no tenía de qué jactarme.
Pero llegué a la conclusión en no decirle, ni siquiera a mi mejor amigo, que alguna vez hubiese pensado en ser limpio del pecado ni siquiera por un momento; me alegraría yo sólo con Dios, y dejaría que mi vida llevase el testimonio. La consecuencia fue, que cuando fui traído donde temía serlo, otra persona podría sospechar de que yo estaba pensando eso de mí mismo, y fui llevado, con el propósito de darle a él una mejor opinión de mi humildad, a decirle que yo no sustentaba tal opinión.
Aquí caí en pecado. Negando lo que yo había creído de haber sido hecho en mí por el Espíritu Santo, ahora había sentido lo que había perdido. Se me había dicho que no podría permanecer en el delicioso estado en el cual me había encontrado a mí mismo, sin confesar para la honra de Cristo, lo que yo creía que Él había hecho por mí por Su Espíritu, pero yo lo creía. Por lo tanto lo intenté, y caí en la trampa del impío. Ahora encuentro los mismos pecados acosándome delante de mí, y llevándome a la esclavitud, y mi estado tal como era, antes que yo creyese que el Señor me había mostrado lo que era la bendición de un corazón puro. Se que negando aquella bendita obra que el Señor hizo en mí, y negando que yo podría haber tenido una reputación de humildad con el hombre, yo traje improductividad y tinieblas a mi propia alma.
En este estado, sin embargo, fui llevado a desear más sinceramente, y a orar más frecuentemente, que quería ser hecho como Cristo. La carga de mi petición era, que fuese hecho tan semejante como fuese posible a Cristo, como lo es posible para que un alma quede mientras está en este cuerpo, y sentí que no podía estar satisfecho con nada menos que esto. Después de haber orado por algún tiempo, vi más claramente que no había nada que Dios estuviese tan deseoso de hacer, que en hacerme como Cristo, y sentí una dulzura de seguridad en Él, en que me lo haya garantizado. Ahora el Señor me mostró cuáles son las consecuencias de ser como Cristo y que yo tal vez no podría tener la semejanza de Cristo, sin atenerme a estas consecuencias. Vi que si yo iba a vivir píamente en Jesucristo, debería sufrir persecuciones, y que no podría ser como Cristo sin compartir Sus reproches. El Espíritu Santo me mostró ahora el pecado que yo había cometido, negando lo que Dios había hecho por mí alma, y ahora puedo ver que mientras con “mí corazón creí para justicia, con mí boca debo hacer confesión para salvación” (Rom. 10:10), de ser llevado nuevamente a pecar. Esto no lo había hecho. Con mí corazón había creído para justicia, pero en vez de hacer confesión con mi boca, de la gracia que Dios me había mostrado, y por lo tanto siendo salvo del pecado de negarlo, yo había rehusado en hacer la confesión, y al hacerlo así caí nuevamente en las manos de mis enemigos espirituales. Veo ahora que, para continuar en la alegría de aquella bendición, debo confesar todo y arcar con las consecuencias. Supe que esto no sería poca cosa. Supe que casi todos mis amigos que yo tenía sobre la tierra, me mirarían como si yo estuviese totalmente caído, en el momento en que yo hiciese tal confesión, y que mis hermanos en el ministerio, cuya confianza yo había valorizado por sobre todo bien terrenal, retirarían su confianza inmediatamente, y con toda probabilidad me expulsarían de entre ellos.
He llegado ahora realmente a sacarme el ojo derecho y a cortarme la mano derecha, al punto en el cual debo “perdonar a mi padre y a mi madre, a mis hermano y hermanas, y esposa e hijos por amor a Cristo y por el evangelio (Mat. 19:29). ¿Sería capaz de hacer el sacrificio? ¿Podría llega r a ser un paria de mis hermanos, y un hijo alienado de mi madre? ¿Podría ser considerado como perdido por mis amigos a los cuales había amado más cariñosamente, y tener mi nombre arrojado fuera como malo, por aquellos cuyas más apreciadas consideraciones yo ansiaba más en retener, para agradar a mí Salvador y alegrar Su amor, si por algún corto momento Él me lo permitía hacer? La batalla era severa. Me costaba tanto hacer estos sacrificios, como le hubiera costado a cualquiera de mis hermanos; pero no podía dudar más. Había orado que me alegraría continuamente en el amor de mí Salvador, y Él me había ahora mostrado, cuál sería mi costo, y, bendito sea Su nombre, Él me dio fuerza para tomar la decisión de Su amor, con el sacrificio, si fuese necesario, de todo aquello que yo apreciaba en este mundo.
Estaba capacitado para orar, Señor, restáurame nuevamente a aquel bendito estado de consciente pureza y paz, y amor a Ti, y bendición en Ti, que una vez yo tuve, y yo voy a confesar tu fidelidad al mundo, y dejaré que mi nombre sin valor sea reprochado como sea necesario. Sálvame de mis pecados, redímeme de toda iniquidad, y dame la evidencia de ello, en la cual pueda descansar, de tal manera que pueda ir ante el mundo sin pretensiones hipócritas de algo que no poseo, déjame en hechos y en verdad limpio de toda injusticia, y que tenga total y plena evidencia satisfactoria que Tu has hecho esto por mí, y yo declararé Tu fidelidad, y en Tu fortaleza dejo todo lo que pueda seguir.
En este estado de mente, tomé la Palabra de Dios, y fui al siguiente pasaje, en las palabras de Pablo a los Romanos, “así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Jesucristo, Señor nuestro” (Rom. 6:11).
He pensado antes en este pasaje, y me ha parecido que había un significado en él que yo no había entendido. Yo me había dicho en mis pensamientos, ¿Qué pasaría si yo me considerara muerto para el pecado? ¿Cómo sería el pensar que estaba muerto para el pecado? ¿Cómo sería traído cualquier cambio en el estado de mi corazón ante Dios, por mi razonamiento al pensar así? Nuevamente, yo había pensado en la orden, “así también vosotros consideraos muertos al pecado”, y yo me dije en mi corazón, yo voy a tratar de que así sea; pero me encontré a mí mismo incapaz de hacerlo de ninguna manera que pudiera satisfacerme a mí mismo, que yo estaba realmente “muerto al pecado”. No era el confort de un error sincero a respecto de mí propio carácter, lo que yo deseaba. “Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas” (Salmo 42:1), así gemía mi alma por una plena conformidad con la voluntad de Dios. Sentí que nada me satisfaría ni por un momento, sino la “de estar realmente muerto para el pecado, y vivo para Dios”. No era una ambición para que los demás pensasen que yo estaba libre del pecado, que yo estaba tratando de encontrar, porque si yo hubiese podido hacerle creer a todo el universo que estaba libre de pecado, pero que en verdad no era sí, no habría comenzado, en lo más mínimo, a satisfacer los deseos de mi alma. Si hubiese poseído todas las riquezas, y si hubiese recibido todo el honor, y si hubiese disfrutado todo el placer, que todo el universo hubiese podido prodigarme, y haber creído que toda criatura de Dios en la tierra y en el cielo hubiesen sido tan puras como los espíritus que esperan continuamente ante el trono eterno, todo esto no habría sido nada como para llenar los deseos que quemaban mi corazón, para ser “limpiado de toda injusticia” (1 Juan 1:9).
Sin embargo, con mi ojo aun fijo en la orden, “así también vosotros consideraos muertos al pecado, sino que vivos ante Dios a través de Jesucristo nuestro Señor” (Rom. 6:11), yo no estaba capacitado para ver cómo podría lograrlo, de tal manera que fuese realmente y en verdad una realidad a la vista de Dios; y nada menos que eso me satisfaría ni por un momento. Ahora recordé aquella bendita promesa de nuestro divino y glorioso y amante Salvador, “cuando venga el Espíritu de la Verdad, Él os guiará a toda la verdad. Él os enseñará todas las cosas, y traerá todas las cosas a vuestra memoria, todo lo que Yo os he dicho” (Juan 16:13). Ahora yo me humillo delante del Señor, y oro en el nombre de Cristo, para que el Espíritu Santo pueda guiarme a toda la verdad, en relación al pasaje que está ante mí, para que me enseñe a reconocerme cuando esté muerto al pecado y vivo para Dios, de tal manera que eso sea una realidad, y no apenas una imaginación. Habiendo hecho notoria mi petición, confié en Cristo que las enseñanzas del Espíritu me serían dadas, “ciertamente, ciertamente os digo que, cualquier cosa que le pidáis al Padre en Mí nombre, Él os lo dará” (Juan 15:16). Entonces coloqué mi confianza en el salvador, y creí que, por Su amor el Espíritu Santo me mostraría cómo “reconocerme si estaba realmente muerto para el pecado; pero vivo para Dios, a través de Jesucristo nuestro Señor” (Rom. 6:11). Instantáneamente, cuando aun estaba sobre mis rodillas, con la santa Biblia abierta ante mí en esas palabras, parecía que las hubiese iluminado un haz de luz, y mi alma se llenó de inmensa gratitud, con “alegría indecible y plenitud de gloria” (1 Pedro 1:8) con el pensamiento que parecía tan claro como la luz de mil soles, que yo estaba “reconociéndome a mí mismo como muerto al pecado”, confiando en mi Señor Jesucristo el cual me mantendría muerto para el pecado; “y vivo para Dios”, confiando en mi Señor Jesucristo el cual me mantendría vivo para Dios. Vi que esto era verme muerto para el pecado, pero vivo para Dios, a través de Jesucristo mi Señor. Era para cesar para siempre de colocar mi confianza en mi propia fuerza, y descansar totalmente en la fortaleza y fidelidad de mi bendito Señor Jesucristo para “hacerme y mantenerme puro”, para hacerme y mantenerme “muerto realmente para el pecado”, para hacerme y mantenerme “vivo para Dios”. Y ahora, si yo había encontrado que en ese momento yo era el monarca del mundo, con su corona en mi cabeza, su cetro en mi mano, sus acumulados tesoros a mis pies, y todo individuo entre todas las multitudes listo para obedecer a mis órdenes, no me habría otorgado la alegría que sentí, cuando vi, tal como era, el privilegio que un Dios de infinito amor me había garantizado, para que me reconociese realmente muerto para el pecado, confiando en mi Señor Jesucristo para hacerme y mantenerme vivo. ¡Cuán glorioso y amoroso apareció entonces mi Salvador! “antes que lo supiera, mi alma me hizo como los carruajes de Aminadab” (Cantares 6:12), y si la corona y el cetro y las riquezas y el homenaje del mundo habían sido míos, yo habría saltado de alegría y habría corrido para darle a Cristo el cetro y la corona, las riquezas y el homenaje; y me habría arrojado al polvo a Sus pies para ser Su siervo más humilde y más pequeño, por toda la eternidad. Oh, desde que he conocido mi alto privilegio en reconocerme a mí mismo realmente muerto para el pecado, pero vivo para Dios, a través de Jesucristo mi Señor, “Su nombre ha sido realmente para mí como ungüento derramado”. “Él me ha besado con los besos de Su amor, y Su amor ha sido mejor que el vino. Él me ha sacado y yo he corrido atrás de Él, y el Rey me ha traído a Sus cámaras, y me ha hecho sentir contento y regocijarme en Él; por ello recordaré Su amor más que el vino, y (por Su fortaleza) yo lo voy a amar correctamente” (Cantares 1:3,2,4).
Cuando el Espíritu Santo me iluminó a respecto del privilegio de reconocerme a mí mismo como realmente muerto para el pecado, pero vivo para Dios a través de Jesucristo mi Señor, Él me capacitó para evaluar por mí mismo ese privilegio, y yo instantáneamente me encontré más que restaurado a ese bendito estado de consciente pureza de corazón ante Dios, del cual había caído, al rehusar confesar ante los hombres, lo que mi Salvador había hecho por mí.
El amor al mundo se había ido, ninguna indulgencia pecaminosa tenía algún atractivo para mí. Todo mi corazón había sido ganado para Cristo, y había sido llenado con un desbordante amor hacia Él, y yo sentí que si mil corazones, hubiesen sido míos, habrían sido alegremente consagrados a Su servicio. No tenía ninguna voluntad a no ser la de Él, y ningún deseo de vida o muerte o de eternidad, sino el de estar dispuesto a andar en aquel camino que le aseguraría la mayor alabanza a mi Redentor. Ahora estaba liberado del temor al hombre, y como había pactado con el Señor, de confesar Su fidelidad al mundo, cuando Él me diera la evidencia en la cual yo pudiese apoyarme, de que estaba redimido de toda iniquidad, y como yo me había encontrado a mí mismo, y de una manera tan gloriosa y deliciosa, más allá de cualquier cosa que yo hubiese concebido hasta aquí, hecho “muerto realmente para el pecado y vivo para Dios a través de Jesucristo mi Señor” (Rom. 6:11), y que había sido tan abundantemente iluminado en relación al privilegio de todo cristiano de ser guardado en aquel estado a través de la fidelidad del querido Redentor, no pude dudar ni siquiera por un momento, que era mi deber declararle al mundo, que a través del poder del Espíritu Santo que me había sido dado por mi propio Salvador, fui hecho “muerto realmente para el pecado, pero vivo para Dios a través de Jesucristo mi Señor”.
Además, ya había tenido la amargura de negar una vez a mi Salvador aquí, y la bendita obra con la Él forjó en mí, con el propósito de retener la buena opinión del hombre; el Espíritu Santo había colocado eso en mí antes, y yo había abierto mi boca al Señor, diciéndole que si Él me restaurase, yo llevaría Su reproche. Y ahora Él me había capacitado una vez más en Su infinita y abundante misericordia, “con el corazón para creer en justicia”, y se sigue que “con la boca hago confesión para salvación” de caer nuevamente en la trampa del diablo (Rom. 10:10).
He sido capacitado para hacerle esta confesión al mundo, que “el gran Dios y mi Salvador Jesucristo, quien me amó y se dio a Sí mismo por mí, me ha redimido de toda iniquidad, y me ha purificado ante Sí mismo (Tito 2:13-14); de que estoy muerto para el pecado, y vivo para Dios a través de Jesucristo mi Señor (Rom. 6:11), que el Dios de paz es fiel para santificarme totalmente, y para preservar todo mi espíritu y alma y cuerpo sin mancha hasta la venida de mi Señor Jesucristo (1 Tes. 5:23); que el Dios de paz que trajo de vuelta de la muerte a nuestro Señor Jesús, ese gran Pastor del rebaño, “a través de la sangre del pacto eterno, me ha hecho perfecto en toda buena obra para hacer Su voluntad, trabajando en mí haciendo lo que es agradable a Su vista a través de Jesucristo, a quien sea la gloria para siempre y por siempre. Amén”. (Heb. 13:20-21). Yo sentí que al hacer esta confesión, yo estaba dejándome a mí mismo y a todo mi ser, como sacrificio en el altar de mi Dios y Salvador; pero aquel Salvador me ha dejado a través de Su propio maravilloso amor, y me ha dado un corazón que no puede negarlo más, y que estaba listo y contento para todas los peligros, para confesar Su fidelidad y poder y amor al mundo.
Yo sabía que el mundo me iba a reprochar. Yo sabía que el profeso pueblo de Dios arrojaría lejos mí nombre, como siendo malo. Yo sabía que los amigos a quienes más amaba, irían, muchos de ellos, tal vez, llorar por mí como si yo estuviese perdido. Yo sabía que la confianza de las iglesias con las cuales yo había mantenido alguna relación, se olvidarían de mí, y tal vez todos mis prospectos pasados relacionados con la mantención de mí mismo y de mí hogar, serían arrojados lejos; pero yo sabía que mí Redentor vivía, y que todo el poder le fue dado a Él en el cielo y en la tierra, y que yo tenía apenas que “buscar primero el reino de Dios y Su justicia” (Mat. 6:33) sin dudar de que “aquel que alimenta las aves del cielo, y viste los lirios del campo, tal como nunca Salomón fue vestido en toda su gloria” (Mat. 6:28-29), ciertamente me alimentaría y me vestiría.
En este estado de mente, en el altar de mi Dios, hice confesión de lo que Dios me ha enseñado de Su verdad, y de lo que yo he sido hecho, para sentir Su gracia purificadora y santificadora en Jesucristo; y así yo descargué un deber, al cual estoy seguro nunca podría haber dejado por ninguna otra cosa, sino por un amor de mi Salvador crucificado y glorificado, manifestado a mí por el Espíritu Santo. No tengo más duda que fui constreñido a dar este paso por el amor a Cristo. Yo se que no fui llevado a hacer eso por el amor al mundo, porque yo nunca habría podido hacerlo, hasta que el último vestigio de amor del mundo hubiese sido sacado de mí. Yo se que aunque hubiese hecho de todo el mundo un completo sacrificio a Cristo, nunca me habría mantenido a mí mismo como para despreciarlo.
En la mañana del día, que seguía inmediatamente al Sábado cuando primeramente “testifiqué esta confesión” ante los hombres, tuve una sesión de comunión con Dios, de la cual voy a hablar, porque creo que puede ser beneficioso. Yo estaba sólo en mi cámara, meditando en algunos pasajes de las Escrituras que hacían mención de la fidelidad de Dios. Tal como este: “Dios es fiel por el cual sois llamados a la comunión de Su Hijo Jesucristo” (1 Cor. 1:9). “Fiel es Él que te ha llamado, para santificarte totalmente, y para preservar todo tu espíritu y alma y cuerpo sin mancha hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tes. 5:23). “Dios es fiel, que no permitirá que seas tentado más de lo que eres capaz, sino que juntamente con la tentación también te presentará una salida, para que seas capaz de soportarla” (1 Cor. 10:13). “Y vi los cielos abiertos, y vi un caballo blanco, y Aquel que estaba sentado en él fue llamado Fiel y Verdadero”. (Apoc. 19:11).
Su nombre también es llamado la Palabra de Dios. “Y Él tiene en Su vestidura y en Su muslo un nombre escrito, Rey de reyes y Señor de señores” (Apoc. 19:16). Mientras reflexionaba sobre la fidelidad de mi Dios y Salvador, toda mi alma parecía llena de inexpresables emociones, y siendo derramada con diluvios de efusivo amor a los pies de Redentor. Sentí que yo había renunciado a todo por Él, y que ahora sólo podía dejarme en Sus manos, y encomendar todos mis intereses a Su disposición. Y ahora en vista de la seguridad de confiar enteramente en Él, mi ala exultó con maravillosa gratitud, y yo pude apenas caminar llorando de alegría en mi cuarto, derramando mis lágrimas de suprema delicia, mientras repetía una y otra vez la expresión: mi Dios fiel, mi Dios fiel.
Desde aquel día yo he tenido varios conflictos con Satanás, pero nunca más he dudado ni siquiera por un momento de la fidelidad de mí Redentor en salvar a todo Su pueblo de sus pecados, los que crean en Su nombre por aquella bendición; y veo más claramente, que la única razón por la cual algún cristiano no es salvado de pecar, es “debido a la incredulidad” (Rom. 11:20).
Yo no he sido por ningún medio todo lo que he querido, o espero ser; porque veo que es privilegio del cristiano que ha sido redimido de toda iniquidad, el de aun “olvidar las cosas que quedan atrás, y continuar hacia las que están adelante” (Fil. 3:13), y “mirando como en un espejo la gloria del Señor, para ser transformado en la misma imagen de gloria en gloria, así como por el Espíritu de Dios” (2 Cor. 3:18). Yo creo que para ser limpiado de toda injusticia no es de ninguna manera el mayor de todos los privilegios del cristiano en la tierra; que más allá él puede “comprender con todos los santos, cuál es el largo y el ancho y la profundidad y la altura, para conocer el amor de Cristo que sobrepasa todo conocimiento”, y ser llenado más y más “con toda la plenitud de Dios” (Efe. 3:18-19). Y de que aun entonces, aun le podemos decir juntamente con el apóstol, “Aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros, a Él sea la gloria por Jesucristo a través de todas las edades, por los siglos de los siglos. Amén” (Efe. 3:20-21).
Usted verá ahora, hermano, en lo que le he relatado de las principales enseñanzas del Espíritu de Dios en mí propia alma, por qué no puedo aceptar su amonestación, y dejar de predicar la doctrina de la completa santificación por la fe en Cristo. No puedo hacerlo, sin considerarme a mí mismo un traidor para con mi bendito Señor y Maestro, quien me ha hecho - yo que soy un miserable, despreciable, gusanos dejado para morir en el polvo - manifestaciones de Su presencia y amor, brillo y gloria, mucho más allá de cualquier cosa que alguna vez haya conseguido concebir. Yo creo que “Él es fiel para santificar a Su pueblo totalmente, y para preservar todo su espíritu y alma y cuerpo sin mancha hasta Su venida” (1 Tes. 5:23). Yo creo que “me es impuesta necesidad, sí, ay de mí si no anuncio este evangelio” (1 Cor. 9:16). Así como Jonás huyendo hacia Tarsis, yo traté una vez de escapar de cumplir con mi deber. Así como Jeremías, “y dije: no me acordaré más de Él, ni hablaré más en Su nombre; pero Su Palabra estaba en mí corazón, como un fuego ardiente metido en mis huesos, traté de soportarlo pero no pude” (Jer. 20:9). Una vez negué la fidelidad de mí Redentor; pero Él me perdonó, y me ha restaurado a la alegría de Su amor, y ha, como lo creo firmemente, en fidelidad con Su propia promesa, “circuncidado mi corazón para amarlo con todo mi corazón y con toda mi alma” (Deut. 30:6). Debo decírselo al mundo. Que Él reciba la gloria, y que yo reciba el reproche que debo cargar por Su amor. Debo confesárselo al mundo, con el propósito de hacerlo conocido, tanto como me sea posible, con Su bendición, a todo el pueblo de Dios, sus grandes privilegios en Jesucristo. “Mas os hago saber, hermanos, que el evangelio anunciado por mí, no es según hombre. Porque yo no lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno, sino a través de la revelación de Jesucristo” (Gal. 1:11-12). Y ahora, “juzgad si es justo ante Dios obedecer a vosotros antes que a Dios; porque no puedo decir otra cosa que no sea lo que he visto y lo que he escuchado” (Hechos 4:19-20).
Re: Charles Fitch - El Pecado no Tendra Dominio Sobre Ti,
Razón Número Dos.-
No puedo desistir de predicar la doctrina de la santificación, y de testificar de mi propia experiencia en ella, por las mismas razones por las cuales usted no puede desistir de predicar la doctrina de la regeneración, y testificar de su propia experiencia de aquello. Supóngase que usted insista en que “a menos que un hombre no haya nacido de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3), pero cuando le pregunta si usted o cualquier otro ha disfrutado de aquella bendición, usted diga, “de ninguna manera. Es un importante y peligroso error que cualquier hombre piense de esa manera; eso no sucede hasta que el individuo muere”. ¿Cuánta influencia ejercería una predicación de esa naturaleza? ¿Cuántos nacerían de nuevo a través de tal instrumentalidad? Vosotros os sentía bajo necesidad, por lo tanto, en ese asunto, de mantener que la regeneración es una materia de experiencia, y que usted y muchos otros la están disfrutando. Pero mientras usted le dice a sus hermanos que pueden verse libre del pecado, y de que son totalmente inexcusables de no haberlo hecho, y mientras usted ora para que ellos puedan ser redimidos de toda iniquidad, ellos saben perfectamente bien de que usted no tiene ninguna expectativa de que eso suceda mientras ellos viven, y por lo tanto todas sus exhortaciones y oraciones están totalmente perdidas. Sus hermanos saben, que usted espera que ellos vivan en pecado hasta que mueran, y que mientras usted los exhorta a librarse del pecado, usted no les está mostrando ningún camino para que ellos puedan realmente dejarlo, y aun mantiene la idea de que sería un importante y peligroso error que ellos esperen dejar el pecado antes que mueran. Así, todos sus esfuerzos para la santificación del profeso pueblo de Dios, son totalmente frustrantes. De mí parte, por lo tanto, me siento impelido a decirle a los profesos cristianos, que existe un camino, a través del cual pueden “limpiarse a sí mismos de toda contaminación de la carne y del espíritu, y perfeccionar la santidad en el temor de Dios” (2 Cor. 7:1); que puede ser hecho a través de las promesas de Dios, que “son sí y amén en Jesucristo” (2 Cor. 1:20). Cuando, por lo tanto, con el apóstol, “por lo cual también trabajo, de acuerdo con el poder del Espíritu de Dios, el cual opera en mí poderosamente, advirtiendo a todo hombre, y enseñando a todo hombre en toda sabiduría, para presentar a todo hombre perfecto en Jesucristo” (Col. 1:29,28), yo creo que no los estoy instando para que persigan un fantasma, no importa cuán sincera y laboriosamente lo hayan hecho, va a eludir su asidero hasta la muerte; pero cuando los guío hacia la alegría de una bendita y gloriosa realidad, la cual está atesorada para ellos en Cristo, y que todos ellos pueden retener y alegremente disfrutar. Y cuando se me permite, a través de las sobreabundantes riquezas del amor de Dios en Jesucristo, decir que yo he experimentado la gracia que les estoy presentando, he visto como ellos se despojan de todas las excusas y paliativos para disculpar sus pecados, y pueden ahora esperar que el Espíritu de Dios atenderá Su verdad, y los guiará en el camino del conocimiento y del entendimiento. Yo les puedo decir a los cristianos, “esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación” (1 Tes. 4:3). “Dios no nos ha llamado a inmundicia sino a santidad” (1 Tes. 4:7), mientras que usted por sus propios principios está obligado a decirles, que se mantengan en silencio, de alguna manera al menos, y sigan viviendo una vida de pecado. Hermano, yo no puedo entrar en ese terreno, y por lo tanto tengo que desatender su amonestación.
Parece existir una admirable y extraña inconsistencia, en instar a los cristianos a la santidad de corazón y de vida, y al mismo tiempo decirles que nunca podrán dejar el pecado mientras vivan, y si ellos piensan que Cristo, que se manifestó para quitarles sus pecados, lo hará cuando ellos dejen de respirar, y eso es abrazar importantes y peligrosos errores. He sido constreñido a decir, en fidelidad a Cristo y a Su querido pueblo, aun cuando algunos piensan que no es adecuado, que aquellos que quieren andar en ese terreno, parecen estar, y en un sentido muy importante, “impidiéndoles el reino del cielo, al no entrar ni ellos, ni permitiendo que ellos entren” (Mat. 23:13). Cuando el atalaya de Israel les grita en los oídos al pueblo, que ningún hombre ha habitado o va a habitar en Cristo si peca en esta tierra; que Dios quien ha jurado hacerlo, y ha levantado a Cristo como nuestro cuerno (trompeta) de salvación para llevar a cabo el juramento, nunca “nos garantizará, de ser liberados de la mano de nuestros enemigos, pueda servirlo sin miedo, en santidad y justicia ante Él todos los días de nuestras vidas” (Luc. 1:74-75), lo cual podemos esperar, pero que muchos que desean liberación del pecado, van a desesperar de obtenerla, y se someterán en desánimo a la voluntad de sus enemigos espirituales, y desperdiciarán sus vidas en penosa esclavitud, cuando podrían estar disfrutando la libertad con la cual Cristo quiere hacerlos libres; y que otros, contentos de tener esa excusa para sus pecados, se consolarán a sí mismos en su mundanalidad, y sus no santificadas indulgencias con el sentimiento, de que no es posible obtenerla antes de morir, el de verse libre del pecado. No voy a tratar de ocultar, que esto parece ser un astuta y peligrosa trampa del gran enemigo de Cristo y de Su iglesia. Aquí me parece ser que reside el “importante y peligroso error”, en no decirle a los cristianos que su Redentor “es fiel para santificarlos totalmente, y para preservar todo su espíritu y alma y cuerpo sin mancha hasta Su venida” (1 Tes. 5:23), cuando creerán en Él por aquella bendición.
No puedo desistir de predicar la doctrina de la santificación, y de testificar de mi propia experiencia en ella, por las mismas razones por las cuales usted no puede desistir de predicar la doctrina de la regeneración, y testificar de su propia experiencia de aquello. Supóngase que usted insista en que “a menos que un hombre no haya nacido de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3), pero cuando le pregunta si usted o cualquier otro ha disfrutado de aquella bendición, usted diga, “de ninguna manera. Es un importante y peligroso error que cualquier hombre piense de esa manera; eso no sucede hasta que el individuo muere”. ¿Cuánta influencia ejercería una predicación de esa naturaleza? ¿Cuántos nacerían de nuevo a través de tal instrumentalidad? Vosotros os sentía bajo necesidad, por lo tanto, en ese asunto, de mantener que la regeneración es una materia de experiencia, y que usted y muchos otros la están disfrutando. Pero mientras usted le dice a sus hermanos que pueden verse libre del pecado, y de que son totalmente inexcusables de no haberlo hecho, y mientras usted ora para que ellos puedan ser redimidos de toda iniquidad, ellos saben perfectamente bien de que usted no tiene ninguna expectativa de que eso suceda mientras ellos viven, y por lo tanto todas sus exhortaciones y oraciones están totalmente perdidas. Sus hermanos saben, que usted espera que ellos vivan en pecado hasta que mueran, y que mientras usted los exhorta a librarse del pecado, usted no les está mostrando ningún camino para que ellos puedan realmente dejarlo, y aun mantiene la idea de que sería un importante y peligroso error que ellos esperen dejar el pecado antes que mueran. Así, todos sus esfuerzos para la santificación del profeso pueblo de Dios, son totalmente frustrantes. De mí parte, por lo tanto, me siento impelido a decirle a los profesos cristianos, que existe un camino, a través del cual pueden “limpiarse a sí mismos de toda contaminación de la carne y del espíritu, y perfeccionar la santidad en el temor de Dios” (2 Cor. 7:1); que puede ser hecho a través de las promesas de Dios, que “son sí y amén en Jesucristo” (2 Cor. 1:20). Cuando, por lo tanto, con el apóstol, “por lo cual también trabajo, de acuerdo con el poder del Espíritu de Dios, el cual opera en mí poderosamente, advirtiendo a todo hombre, y enseñando a todo hombre en toda sabiduría, para presentar a todo hombre perfecto en Jesucristo” (Col. 1:29,28), yo creo que no los estoy instando para que persigan un fantasma, no importa cuán sincera y laboriosamente lo hayan hecho, va a eludir su asidero hasta la muerte; pero cuando los guío hacia la alegría de una bendita y gloriosa realidad, la cual está atesorada para ellos en Cristo, y que todos ellos pueden retener y alegremente disfrutar. Y cuando se me permite, a través de las sobreabundantes riquezas del amor de Dios en Jesucristo, decir que yo he experimentado la gracia que les estoy presentando, he visto como ellos se despojan de todas las excusas y paliativos para disculpar sus pecados, y pueden ahora esperar que el Espíritu de Dios atenderá Su verdad, y los guiará en el camino del conocimiento y del entendimiento. Yo les puedo decir a los cristianos, “esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación” (1 Tes. 4:3). “Dios no nos ha llamado a inmundicia sino a santidad” (1 Tes. 4:7), mientras que usted por sus propios principios está obligado a decirles, que se mantengan en silencio, de alguna manera al menos, y sigan viviendo una vida de pecado. Hermano, yo no puedo entrar en ese terreno, y por lo tanto tengo que desatender su amonestación.
Parece existir una admirable y extraña inconsistencia, en instar a los cristianos a la santidad de corazón y de vida, y al mismo tiempo decirles que nunca podrán dejar el pecado mientras vivan, y si ellos piensan que Cristo, que se manifestó para quitarles sus pecados, lo hará cuando ellos dejen de respirar, y eso es abrazar importantes y peligrosos errores. He sido constreñido a decir, en fidelidad a Cristo y a Su querido pueblo, aun cuando algunos piensan que no es adecuado, que aquellos que quieren andar en ese terreno, parecen estar, y en un sentido muy importante, “impidiéndoles el reino del cielo, al no entrar ni ellos, ni permitiendo que ellos entren” (Mat. 23:13). Cuando el atalaya de Israel les grita en los oídos al pueblo, que ningún hombre ha habitado o va a habitar en Cristo si peca en esta tierra; que Dios quien ha jurado hacerlo, y ha levantado a Cristo como nuestro cuerno (trompeta) de salvación para llevar a cabo el juramento, nunca “nos garantizará, de ser liberados de la mano de nuestros enemigos, pueda servirlo sin miedo, en santidad y justicia ante Él todos los días de nuestras vidas” (Luc. 1:74-75), lo cual podemos esperar, pero que muchos que desean liberación del pecado, van a desesperar de obtenerla, y se someterán en desánimo a la voluntad de sus enemigos espirituales, y desperdiciarán sus vidas en penosa esclavitud, cuando podrían estar disfrutando la libertad con la cual Cristo quiere hacerlos libres; y que otros, contentos de tener esa excusa para sus pecados, se consolarán a sí mismos en su mundanalidad, y sus no santificadas indulgencias con el sentimiento, de que no es posible obtenerla antes de morir, el de verse libre del pecado. No voy a tratar de ocultar, que esto parece ser un astuta y peligrosa trampa del gran enemigo de Cristo y de Su iglesia. Aquí me parece ser que reside el “importante y peligroso error”, en no decirle a los cristianos que su Redentor “es fiel para santificarlos totalmente, y para preservar todo su espíritu y alma y cuerpo sin mancha hasta Su venida” (1 Tes. 5:23), cuando creerán en Él por aquella bendición.
Re: Charles Fitch - El Pecado no Tendra Dominio Sobre Ti,
Razón Número Tres.-
No puedo hacerle caso a su amonestación, porque aquellos pasajes en los cuales usted se apoya, como siendo un testimonio de que ningún cristiano puede “habitar en Cristo para no pecar”, me parece a mí que no tiene ninguna relación con aquello. Tome, por ejemplo, el pasaje citado en el informe de su comité, y adoptado por usted como una prueba de que su punto de vista es el correcto.
“No hay un justo sobre la tierra, que haga el bien y no peque” (Ecle. 7:20). Apliquemos esto a la experiencia de Pablo. “He peleado la buena batalla, he acabado mi caminada, he guardado la fe” (2 Tim. 4:7). ¡Qué arrogante y presuntuoso lenguaje usa Pablo aquí! ¡Debe haber estado engreído con orgullo espiritual! ¿No sabía él que la Biblia expresa claramente que “No hay un justo sobre la tierra, que haga el bien y no peque”? ¿Cómo se atreve él a decir “he peleado la buena batalla”? Pero supongamos que se le permite a Pablo defenderse a sí mismo, y tomando lo que se le atribuye a él por aquellos que consideran la doctrina de la total santificación por la fe en Cristo como siendo “un importante y peligroso error”, comenzase a decir, “yo se que hay mucho pecado en mi corazón, y que mis mejores obras están contaminadas con él, pero aun pienso que le he tenido algún amor a Dios, algún deseo de glorificarlo haciendo Su voluntad, alguna buena disposición en gastarse y ser gastado en Su servicio, y de trabajar por el avance de Su causa”. Aun podemos agregar, Pablo, estás totalmente errado; estás pensando de ti mismo más alto de lo que te es permitido pensar; porque existe una positiva e innegable declaración en la propia Palabra de Dios, de que “no hay un justo sobre la tierra, que haga el bien y no peque”, y por lo tanto, Pablo, tu presunción de que hay algo bueno en ti, queda totalmente silenciada.
Su texto, por lo tanto, hermano, es total y completamente opuesto a sus puntos de vista de la verdad a mí modo de ver; y en mí aprensión no tengo nada que ver ni con una ni con la otra. La verdad es esta, de que hay una gran cantidad de textos bíblicos que están diseñados para llevar la verdad adelante que por naturaleza y por la práctica hasta la regeneración, toda la humanidad es “mala, solamente mala, y eso continuamente” (Gén. 6:5). Pero, “si algún hombre está en Cristo, es nueva criatura. Las cosas antiguas pasaron, y todas las cosas se han hecho nuevas” (2 Cor. 5:17). El carácter de tal persona, es precisamente lo que no era antes; y esos pasajes de las Escrituras que describen el carácter que él poseía antes, no pueden hacerlo para lo que él es ahora. Consecuentemente encontramos que las Escrituras usan, para describir ambos caracteres, usan textos que se oponen los unos con los otros. De acuerdo con esto, cuando se dice que “no hay un justo sobre la tierra, que haga el bien y no peque” (Ecle. 7:20), también se dice, de que aquellos que alguna estuvieron “alienados y enemistados en sus mentes por obras impías” pueden ser representados “santos y sin mancha e irreprochables a Su vista, si ellos continúan en la fe, firme y decididamente, y no son apartados de la esperanza del evangelio” (Col. 1:21-23), de que en cumplimiento del juramento de Dios a través de Cristo, su trompeta de salvación, se les garantiza a ellos, “que serán liberados de las manos de sus enemigos podrán servirle sin temor, en santidad y justicia ante Él todos los días de sus vidas” (Luc. 1:74-75). Que aquellos que “habitan en Cristo no pecan” (1 Juan 3:6), y que “Aquel que los ha llamado es fiel para santificarlos totalmente, y para preservar su espíritu y alma y cuerpo, sin mancha, hasta la venida de Cristo” (1 Tes. 5:23). “Todas las promesas de Dios que suplican por santificación, son sí y amén en Cristo hasta la gloria de Dios por ellos” (2 Cor. 1:20), y cuando ellos creen en Cristo por el cumplimiento de estas promesas, ellas no pueden fallar. Más claramente, por lo tanto, para mi mente, aquellos pasajes de las Escrituras que son usados para probar que el pueblo de Dios nunca serán “presentados perfectos en Jesucristo” (Col. 1:28) mientras vivan, han sido designados para establecer los caracteres de los no renovados, y no para los caracteres de aquellos que están “en Jesucristo”, y que por lo tanto, son “NUEVAS CRIATURAS”, las “COSAS ANTIGUAS” ya “PASARON” y “TODAS LAS COSAS SE HICIERON NUEVAS” (2 Cor. 5:17). En la naturaleza del caso, lo que es verdadero para una clase, no puede ser verdadero para la otra, porque han sido designados por la Biblia para ser perfectamente opuestos.
Pero nuevamente, supongamos que admitimos, que entre los santos del Antiguo Testamento no hubo ningún hombre que viviese sin pecar; aun cuando fue dicho por Isaías, después que él hizo confesión de su inmundicia, y sus labios hubiesen sido tocados con un carbón ardiente desde el altar de Dios, “he aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa y limpio tu pecado” (Isa. 6:7), pero admitamos que los santos del Antiguo Testamento estuvieron siempre manchados con la culpa de transgresiones existentes. ¿No existe ningún privilegio garantizado para el pueblo de Dios ahora, que no haya sido garantizado para esos santos?
“A quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso; obteniendo el fin de vuestra fe, la salvación de vuestras almas. Los profetas que profetizaron de la gracia destinada a vosotros, inquirieron y diligentemente indagaron acerca de esta salvación, escudriñando qué persona y qué tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, el cual anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo y la gloria que le seguiría. A éstos se les reveló que no para sí mismos, sino para nosotros, administraban las cosas que ahora os son anunciadas por los que os han predicado el evangelio por el Espíritu Santo enviado del cielo; cosas en las cuales anhelan mirar los ángeles” (1 Pedro 1:8-12).
¿Qué es este fin de vuestra fe, la salvación de vuestras almas? ¿De qué salvación el profeta inquirió e indagó diligentemente? ¿Qué es esta gracia de la cual ellos profetizaron, llegando hasta los santos dispersados, a quiénes Pedro les escribió? ¿Cuál era la gloria que siguió a los sufrimientos de Cristo? ¿Cuáles eran las cosas que los profetas ministraron, no para ellos mismos, sino para aquellos que el evangelio ya había sido predicado por el Espíritu Santo enviado desde el cielo? ¿Qué es lo que Cristo quiso decir cuando dijo, “esta es Mí sangre del Nuevo Testamento”? (Mat. 26:28). ¿Qué quiso decir Pablo con aquel nuevo y mejor pacto del cual Cristo era el mediador y seguridad? ¿Y qué quiso decir Cristo cuando dijo, “aquel que es menor en el reino del cielo, es mayor que Juan el Bautista, pero el más pequeño en el reino de Dios es mayor que él”? (Luc. 7:28). ¿Y qué quiso decir Zacarías, cuando dijo, “bendito sea el Señor Dios de Israel, porque Él ha visitado y ha redimido a Su pueblo, y ha levantado una trompeta de salvación, para llevar a cabo la misericordiosa promesa hecha a los padres, el pacto, el juramento que Él juró”? (Luc. 1:68-69,72-73). Qué es esto a no ser las bendiciones del nuevo pacto dicho por Jeremías, y repetido por Pablo a los Hebreos:
“Voy (ya que quebraron mi pacto antiguo) a hacer un nuevo pacto, voy a poner Mis leyes en sus corazones y en sus mentes las escribiré” (Heb. 10:16), yo les voy (y con un juramento dijo esto el poderoso Dios) a garantizar que seréis liberados de la mano de vuestros enemigos y me serviréis sin miedo, en santidad y justicia ante Mí, todos los días de vuestras vidas” (Luc. 1:74-75). Este, entonces, es el privilegio del pacto peculiar para los santos del Nuevo Testamento: SALVACIÓN DE SUS PECADOS. Esto explica todas las Escrituras que yo he citado, y por lo tanto cualquiera que haya podido ser verdadero en relación a los santos del Antiguo Testamento, es ahora el peculiar privilegio del pueblo de Dios de ser redimidos de toda iniquidad, y por esto ellos tienen solamente que creer en el Mediador de este nuevo pacto, porque éste es el pacto de Dios con ellos, cuando Él quite sus pecados. Es, por lo tanto, el privilegio del nuevo pacto que yo debo levantar delante del pueblo de Dios, e instarlos al pleno gozo de ello; y así buscar, como lo hicieron los apóstoles, el obtener “suficiencia de Dios para ser un ministro capaz del Nuevo Testamento, no de la letra que mata, sino del Espíritu que da vida” (2 Cor. 3:5-6).
Su aplicación de las declaraciones del Antiguo Testamento de la universalidad del pecado en los hombres, por lo tanto, de mostrar el privilegio de los creyentes del Nuevo Testamento, es bajo mi punto de vista, un gran error, y muestra que usted aun es un ministro del Antiguo Testamento, en vez de serlo, como debiera ser, “un ministro capaz del Nuevo Testamento”. Por esta razón, entonces, no puedo prestar atención a su amonestación. Yo quiero ser un ministro del Nuevo Testamento, y no del Antiguo.
No puedo hacerle caso a su amonestación, porque aquellos pasajes en los cuales usted se apoya, como siendo un testimonio de que ningún cristiano puede “habitar en Cristo para no pecar”, me parece a mí que no tiene ninguna relación con aquello. Tome, por ejemplo, el pasaje citado en el informe de su comité, y adoptado por usted como una prueba de que su punto de vista es el correcto.
“No hay un justo sobre la tierra, que haga el bien y no peque” (Ecle. 7:20). Apliquemos esto a la experiencia de Pablo. “He peleado la buena batalla, he acabado mi caminada, he guardado la fe” (2 Tim. 4:7). ¡Qué arrogante y presuntuoso lenguaje usa Pablo aquí! ¡Debe haber estado engreído con orgullo espiritual! ¿No sabía él que la Biblia expresa claramente que “No hay un justo sobre la tierra, que haga el bien y no peque”? ¿Cómo se atreve él a decir “he peleado la buena batalla”? Pero supongamos que se le permite a Pablo defenderse a sí mismo, y tomando lo que se le atribuye a él por aquellos que consideran la doctrina de la total santificación por la fe en Cristo como siendo “un importante y peligroso error”, comenzase a decir, “yo se que hay mucho pecado en mi corazón, y que mis mejores obras están contaminadas con él, pero aun pienso que le he tenido algún amor a Dios, algún deseo de glorificarlo haciendo Su voluntad, alguna buena disposición en gastarse y ser gastado en Su servicio, y de trabajar por el avance de Su causa”. Aun podemos agregar, Pablo, estás totalmente errado; estás pensando de ti mismo más alto de lo que te es permitido pensar; porque existe una positiva e innegable declaración en la propia Palabra de Dios, de que “no hay un justo sobre la tierra, que haga el bien y no peque”, y por lo tanto, Pablo, tu presunción de que hay algo bueno en ti, queda totalmente silenciada.
Su texto, por lo tanto, hermano, es total y completamente opuesto a sus puntos de vista de la verdad a mí modo de ver; y en mí aprensión no tengo nada que ver ni con una ni con la otra. La verdad es esta, de que hay una gran cantidad de textos bíblicos que están diseñados para llevar la verdad adelante que por naturaleza y por la práctica hasta la regeneración, toda la humanidad es “mala, solamente mala, y eso continuamente” (Gén. 6:5). Pero, “si algún hombre está en Cristo, es nueva criatura. Las cosas antiguas pasaron, y todas las cosas se han hecho nuevas” (2 Cor. 5:17). El carácter de tal persona, es precisamente lo que no era antes; y esos pasajes de las Escrituras que describen el carácter que él poseía antes, no pueden hacerlo para lo que él es ahora. Consecuentemente encontramos que las Escrituras usan, para describir ambos caracteres, usan textos que se oponen los unos con los otros. De acuerdo con esto, cuando se dice que “no hay un justo sobre la tierra, que haga el bien y no peque” (Ecle. 7:20), también se dice, de que aquellos que alguna estuvieron “alienados y enemistados en sus mentes por obras impías” pueden ser representados “santos y sin mancha e irreprochables a Su vista, si ellos continúan en la fe, firme y decididamente, y no son apartados de la esperanza del evangelio” (Col. 1:21-23), de que en cumplimiento del juramento de Dios a través de Cristo, su trompeta de salvación, se les garantiza a ellos, “que serán liberados de las manos de sus enemigos podrán servirle sin temor, en santidad y justicia ante Él todos los días de sus vidas” (Luc. 1:74-75). Que aquellos que “habitan en Cristo no pecan” (1 Juan 3:6), y que “Aquel que los ha llamado es fiel para santificarlos totalmente, y para preservar su espíritu y alma y cuerpo, sin mancha, hasta la venida de Cristo” (1 Tes. 5:23). “Todas las promesas de Dios que suplican por santificación, son sí y amén en Cristo hasta la gloria de Dios por ellos” (2 Cor. 1:20), y cuando ellos creen en Cristo por el cumplimiento de estas promesas, ellas no pueden fallar. Más claramente, por lo tanto, para mi mente, aquellos pasajes de las Escrituras que son usados para probar que el pueblo de Dios nunca serán “presentados perfectos en Jesucristo” (Col. 1:28) mientras vivan, han sido designados para establecer los caracteres de los no renovados, y no para los caracteres de aquellos que están “en Jesucristo”, y que por lo tanto, son “NUEVAS CRIATURAS”, las “COSAS ANTIGUAS” ya “PASARON” y “TODAS LAS COSAS SE HICIERON NUEVAS” (2 Cor. 5:17). En la naturaleza del caso, lo que es verdadero para una clase, no puede ser verdadero para la otra, porque han sido designados por la Biblia para ser perfectamente opuestos.
Pero nuevamente, supongamos que admitimos, que entre los santos del Antiguo Testamento no hubo ningún hombre que viviese sin pecar; aun cuando fue dicho por Isaías, después que él hizo confesión de su inmundicia, y sus labios hubiesen sido tocados con un carbón ardiente desde el altar de Dios, “he aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa y limpio tu pecado” (Isa. 6:7), pero admitamos que los santos del Antiguo Testamento estuvieron siempre manchados con la culpa de transgresiones existentes. ¿No existe ningún privilegio garantizado para el pueblo de Dios ahora, que no haya sido garantizado para esos santos?
“A quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso; obteniendo el fin de vuestra fe, la salvación de vuestras almas. Los profetas que profetizaron de la gracia destinada a vosotros, inquirieron y diligentemente indagaron acerca de esta salvación, escudriñando qué persona y qué tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, el cual anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo y la gloria que le seguiría. A éstos se les reveló que no para sí mismos, sino para nosotros, administraban las cosas que ahora os son anunciadas por los que os han predicado el evangelio por el Espíritu Santo enviado del cielo; cosas en las cuales anhelan mirar los ángeles” (1 Pedro 1:8-12).
¿Qué es este fin de vuestra fe, la salvación de vuestras almas? ¿De qué salvación el profeta inquirió e indagó diligentemente? ¿Qué es esta gracia de la cual ellos profetizaron, llegando hasta los santos dispersados, a quiénes Pedro les escribió? ¿Cuál era la gloria que siguió a los sufrimientos de Cristo? ¿Cuáles eran las cosas que los profetas ministraron, no para ellos mismos, sino para aquellos que el evangelio ya había sido predicado por el Espíritu Santo enviado desde el cielo? ¿Qué es lo que Cristo quiso decir cuando dijo, “esta es Mí sangre del Nuevo Testamento”? (Mat. 26:28). ¿Qué quiso decir Pablo con aquel nuevo y mejor pacto del cual Cristo era el mediador y seguridad? ¿Y qué quiso decir Cristo cuando dijo, “aquel que es menor en el reino del cielo, es mayor que Juan el Bautista, pero el más pequeño en el reino de Dios es mayor que él”? (Luc. 7:28). ¿Y qué quiso decir Zacarías, cuando dijo, “bendito sea el Señor Dios de Israel, porque Él ha visitado y ha redimido a Su pueblo, y ha levantado una trompeta de salvación, para llevar a cabo la misericordiosa promesa hecha a los padres, el pacto, el juramento que Él juró”? (Luc. 1:68-69,72-73). Qué es esto a no ser las bendiciones del nuevo pacto dicho por Jeremías, y repetido por Pablo a los Hebreos:
“Voy (ya que quebraron mi pacto antiguo) a hacer un nuevo pacto, voy a poner Mis leyes en sus corazones y en sus mentes las escribiré” (Heb. 10:16), yo les voy (y con un juramento dijo esto el poderoso Dios) a garantizar que seréis liberados de la mano de vuestros enemigos y me serviréis sin miedo, en santidad y justicia ante Mí, todos los días de vuestras vidas” (Luc. 1:74-75). Este, entonces, es el privilegio del pacto peculiar para los santos del Nuevo Testamento: SALVACIÓN DE SUS PECADOS. Esto explica todas las Escrituras que yo he citado, y por lo tanto cualquiera que haya podido ser verdadero en relación a los santos del Antiguo Testamento, es ahora el peculiar privilegio del pueblo de Dios de ser redimidos de toda iniquidad, y por esto ellos tienen solamente que creer en el Mediador de este nuevo pacto, porque éste es el pacto de Dios con ellos, cuando Él quite sus pecados. Es, por lo tanto, el privilegio del nuevo pacto que yo debo levantar delante del pueblo de Dios, e instarlos al pleno gozo de ello; y así buscar, como lo hicieron los apóstoles, el obtener “suficiencia de Dios para ser un ministro capaz del Nuevo Testamento, no de la letra que mata, sino del Espíritu que da vida” (2 Cor. 3:5-6).
Su aplicación de las declaraciones del Antiguo Testamento de la universalidad del pecado en los hombres, por lo tanto, de mostrar el privilegio de los creyentes del Nuevo Testamento, es bajo mi punto de vista, un gran error, y muestra que usted aun es un ministro del Antiguo Testamento, en vez de serlo, como debiera ser, “un ministro capaz del Nuevo Testamento”. Por esta razón, entonces, no puedo prestar atención a su amonestación. Yo quiero ser un ministro del Nuevo Testamento, y no del Antiguo.
Re: Charles Fitch - El Pecado no Tendra Dominio Sobre Ti,
Razón Número Cuatro.-
Voy a darle una razón más, por la cual no acepto su amonestación, y entonces habré terminado. Hay una silla cercana a mí, y el juez se sienta donde yo espero estar y toma cuenta de todas las acciones de mi vida.
¿Puedo decirle al pueblo de Dios que ellos no poseen un Salvador del pecado durante todas sus vidas; que mientras duren sus vidas, y mientras trabajen duro para encontrar el camino de la vida, y oren tan fervientemente como puedan, y confíen en su Salvador por el cumplimiento de las promesas tan plenamente como puedan, ellos están condenados y sin esperanza a pecar contra el Redentor que ellos aman, más o menos, hasta la hora de sus muertes; que todos sus llantos y pedidos de ayuda son en vano, y que de alguna manera, son rebeldes contra el corazón de infinito amor, hasta que el implacable monstruo de la muerte aparezca para su liberación? Esto me parece como lanzar polvo en los ojos de aquellos que desean ver un camino por medio del cual puedan ser capacitados para amar a su Dios y Salvador con un corazón perfecto; y cosiendo “almohadas para los sobacos” (Eze. 13:13) (esta cita no aparece en este lugar) de aquellos que quieren pasar confortablemente a través de la vida en sus corrupciones, esperando encontrar un Salvador del pecado, solamente cuando todas las oportunidades para disfrutar los pecados, hayan pasado.
Yo creo, hermano, que no podría irme en paz a mi almohada, o aparecer en el gran tribunal, esperando la aprobación de mí Juez, si no le dije al pueblo de Dios que Él ha prometido “circuncidar sus corazones, y el corazón de su simiente, para amar el Señor su Dios con todo su corazón y con toda su alma (Deut. 30:6); de derramar agua limpia sobre ellos, y lavarlos, de todas sus iniquidades, y de todos sus ídolos para limpiarlos” (Eze. 36:25), y que esto, con muchas otras sobreabundantes y preciosas promesas, fueron dadas con el expreso propósito, para que a través de ellas, ellos puedan “limpiarse a sí mismos de toda contaminación de la carne y del espíritu, y tengan perfecta santidad en el temor de Dios” (2 Cor. 7:1), que por estas promesas, ellos puedan ser “participantes de la naturaleza divina, habiendo escapado de la corrupción que hay en el mundo a través de la concupiscencia” (2 Pedro 1:4).
Yo creo que es una materia de indecible importancia para el honor de Cristo y para el bien de Su causa, y para la santidad y la paz de Su sufrida herencia, que ellos sean hecho conocedores de que “ha salido de Sión un Libertador que apartará la impiedad de Jacob” (Rom. 11:26), y de que Dios ha dicho en relación a este Libertador, “este es Mí pacto con ellos, cuando quite sus pecados” (Rom. 11:27). Me parece que el profeso pueblo de Dios, no conoce a su Libertador, y hay grandes multitudes que parecen no querer conocerlo. El reproche lanzado sobre ellos, es que existe un “Libertador para quitar la impiedad de ellos y quitar sus pecados”. Pero yo no veo cómo puedo acostarme en paz en mi cama, o encontrarme con el Salvador en el juicio, delante de todo el universo, a menos que haga lo que Él quiere que yo diga. Me siento constreñido a decirle en los oídos de la iglesia, contemplad a vuestro Libertador; Él ha venido para quitar vuestras iniquidades, y para quitar vuestros pecados. Miradlo; creed en Su nombre, y que “vuestras iniquidades sean quitadas y vuestros pecados sean limpios” (Isa. 6:7).
Y ahora, hermano, estoy listo. No puedo, por las razones que le he expuesto, y en vista de las cuentas que tengo que dar, aceptar su amonestación ni por un momento. Con mi nombre puede hacer lo que crea mejor ante Dios, y en vista del cercano juicio. No tengo otra defensa que hacer. Si no puede aceptarme como uno de los suyos, por decirle a la iglesia de Cristo que Él se manifestó para quitarle sus pecados, y de que ellos pueden y deben habitar en Él para que no pequen, que es mí privilegio y el de ellos habitar así en Cristo, y de que es mí creencia que a través de la gracia de Dios puedo habitar en Él; si tal confianza en mi Redentor por el cumplimiento de las grandes y preciosas promesas de Dios, debe hacerme, según su estimativa, un abogado de importantes y peligrosos errores, entonces bórreme de su libro, y deje que la transacción sea registrada, tal como lo será, en el libro de Dios, para ser revisada ante todo el universo, en el último día. Que pueda mantener la doctrina que usted llama de importante y peligroso error, y creer que es la más brillante gloria del evangelio de mi sangrante Salvador; y yo se que, si usted conoce la bendición de confiar totalmente en Cristo como su Redentor de toda iniquidad, no hay ningún hombre como usted, que no escoja que esta lengua muera, antes que ser usada para pronunciar una doctrina como esa, importante y peligrosamente errónea. Pero si usted aun se adhiere a esa opinión, debo considerarme a mí mismo no más como un miembro de su ministerio, y usted puede hacer conmigo como usted cree que se lo requiere nuestro Señor y Maestro. “Y el Dios de paz que resucitó de los muertos a nuestro Señor Jesucristo, el gran pastor de las ovejas, por la sangre del pacto eterno, os haga aptos en toda buena obra para que hagáis Su voluntad, haciendo Él en vosotros lo que es agradable delante de Él por Jesucristo; al cual sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén”. (Heb. 13:20-21).
Vuestro en el evangelio
Charles Fitch
Voy a darle una razón más, por la cual no acepto su amonestación, y entonces habré terminado. Hay una silla cercana a mí, y el juez se sienta donde yo espero estar y toma cuenta de todas las acciones de mi vida.
¿Puedo decirle al pueblo de Dios que ellos no poseen un Salvador del pecado durante todas sus vidas; que mientras duren sus vidas, y mientras trabajen duro para encontrar el camino de la vida, y oren tan fervientemente como puedan, y confíen en su Salvador por el cumplimiento de las promesas tan plenamente como puedan, ellos están condenados y sin esperanza a pecar contra el Redentor que ellos aman, más o menos, hasta la hora de sus muertes; que todos sus llantos y pedidos de ayuda son en vano, y que de alguna manera, son rebeldes contra el corazón de infinito amor, hasta que el implacable monstruo de la muerte aparezca para su liberación? Esto me parece como lanzar polvo en los ojos de aquellos que desean ver un camino por medio del cual puedan ser capacitados para amar a su Dios y Salvador con un corazón perfecto; y cosiendo “almohadas para los sobacos” (Eze. 13:13) (esta cita no aparece en este lugar) de aquellos que quieren pasar confortablemente a través de la vida en sus corrupciones, esperando encontrar un Salvador del pecado, solamente cuando todas las oportunidades para disfrutar los pecados, hayan pasado.
Yo creo, hermano, que no podría irme en paz a mi almohada, o aparecer en el gran tribunal, esperando la aprobación de mí Juez, si no le dije al pueblo de Dios que Él ha prometido “circuncidar sus corazones, y el corazón de su simiente, para amar el Señor su Dios con todo su corazón y con toda su alma (Deut. 30:6); de derramar agua limpia sobre ellos, y lavarlos, de todas sus iniquidades, y de todos sus ídolos para limpiarlos” (Eze. 36:25), y que esto, con muchas otras sobreabundantes y preciosas promesas, fueron dadas con el expreso propósito, para que a través de ellas, ellos puedan “limpiarse a sí mismos de toda contaminación de la carne y del espíritu, y tengan perfecta santidad en el temor de Dios” (2 Cor. 7:1), que por estas promesas, ellos puedan ser “participantes de la naturaleza divina, habiendo escapado de la corrupción que hay en el mundo a través de la concupiscencia” (2 Pedro 1:4).
Yo creo que es una materia de indecible importancia para el honor de Cristo y para el bien de Su causa, y para la santidad y la paz de Su sufrida herencia, que ellos sean hecho conocedores de que “ha salido de Sión un Libertador que apartará la impiedad de Jacob” (Rom. 11:26), y de que Dios ha dicho en relación a este Libertador, “este es Mí pacto con ellos, cuando quite sus pecados” (Rom. 11:27). Me parece que el profeso pueblo de Dios, no conoce a su Libertador, y hay grandes multitudes que parecen no querer conocerlo. El reproche lanzado sobre ellos, es que existe un “Libertador para quitar la impiedad de ellos y quitar sus pecados”. Pero yo no veo cómo puedo acostarme en paz en mi cama, o encontrarme con el Salvador en el juicio, delante de todo el universo, a menos que haga lo que Él quiere que yo diga. Me siento constreñido a decirle en los oídos de la iglesia, contemplad a vuestro Libertador; Él ha venido para quitar vuestras iniquidades, y para quitar vuestros pecados. Miradlo; creed en Su nombre, y que “vuestras iniquidades sean quitadas y vuestros pecados sean limpios” (Isa. 6:7).
Y ahora, hermano, estoy listo. No puedo, por las razones que le he expuesto, y en vista de las cuentas que tengo que dar, aceptar su amonestación ni por un momento. Con mi nombre puede hacer lo que crea mejor ante Dios, y en vista del cercano juicio. No tengo otra defensa que hacer. Si no puede aceptarme como uno de los suyos, por decirle a la iglesia de Cristo que Él se manifestó para quitarle sus pecados, y de que ellos pueden y deben habitar en Él para que no pequen, que es mí privilegio y el de ellos habitar así en Cristo, y de que es mí creencia que a través de la gracia de Dios puedo habitar en Él; si tal confianza en mi Redentor por el cumplimiento de las grandes y preciosas promesas de Dios, debe hacerme, según su estimativa, un abogado de importantes y peligrosos errores, entonces bórreme de su libro, y deje que la transacción sea registrada, tal como lo será, en el libro de Dios, para ser revisada ante todo el universo, en el último día. Que pueda mantener la doctrina que usted llama de importante y peligroso error, y creer que es la más brillante gloria del evangelio de mi sangrante Salvador; y yo se que, si usted conoce la bendición de confiar totalmente en Cristo como su Redentor de toda iniquidad, no hay ningún hombre como usted, que no escoja que esta lengua muera, antes que ser usada para pronunciar una doctrina como esa, importante y peligrosamente errónea. Pero si usted aun se adhiere a esa opinión, debo considerarme a mí mismo no más como un miembro de su ministerio, y usted puede hacer conmigo como usted cree que se lo requiere nuestro Señor y Maestro. “Y el Dios de paz que resucitó de los muertos a nuestro Señor Jesucristo, el gran pastor de las ovejas, por la sangre del pacto eterno, os haga aptos en toda buena obra para que hagáis Su voluntad, haciendo Él en vosotros lo que es agradable delante de Él por Jesucristo; al cual sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén”. (Heb. 13:20-21).
Vuestro en el evangelio
Charles Fitch
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